5 de agosto de 1850- Francia |
Guy de Maupassant:
aspectos médicos de su creativa y desenfrenada vida
Rev. méd. Chile vol.140 no.4 Santiago abr. 2012
(FRAGMENTO)
La memoria inconsciente
En 1913 Proust publica "Por
el camino de Swan" que contiene el famoso episodio en que el protagonista,
al untar una magdalena en té, evoca la infancia ya perdida. Muchos la han
considerado como la primera descripción literaria de la memoria inconsciente.
Sin embargo, casi 30 años antes, Maupassant en "Enfermos y Médicos",
escribe: "¡Singular misterio es el recuerdo! Uno va despistado por las
calles, bajo el primer sol de mayo, y de repente, como si unas puertas durante
mucho tiempo cerradas se abrieran en la memoria, cosas ya olvidadas regresan de
nuevo a la mente. Pasan, seguidas por otras, nos hacen revivir horas pasadas,
horas lejanas.¿Por qué esas vueltas bruscas
hacia antaño? ¿Quién lo sabe? Un olor que flota, una sensación tan ligera que
ni la hemos notado, pero que uno de nuestros órganos reconoció, un escalofrío,
incluso un destello de sol que daña la retina, un ruido tal vez, un nada que
nos rozó en una circunstancia en un tiempo lejano y que volvemos a encontrar,
vale para hacernos volver a ver de repente un país, unas gentes, unos
acontecimientos desaparecidos de nuestro pensamiento. ¿Por qué un soplo de aire cargado
de olores, de hojas bajo los castaños de los Campos Elíseos, evoca de repente
un camino, un enorme camino, a lo largo de una montaña, en Auvernia?"
El concepto es muy similar y
está, pues ya aquí. Pero hay más. En "Magnetismo", como destaca
Armand Lanoux, relata la historia de un hombre que sueña con una mujer a la que
conoce, pero no desea y a la que posee en sueños. A la mañana siguiente ella se
entrega a él y se convierten en amantes por dos años. ¿Cómo explicárselo,
pregunta el mismo narrador? Y responde que "quizá por una visión de ella
que yo no había destacado y que me vino esa tarde como uno de esos llamados
misteriosos e inconscientes de la memoria que nos representan a menudo cosas
dejadas de lado por nuestra consciencia que han pasado desapercibidas ante
nuestra inteligencia".
Este texto data de 1882, mientras
que "La interpretación de los sueños" de Freud, recién de 1900 por lo
que nuevamente se trata de una notable intuición; sólo que en la segunda obra,
como dice Lanoux, la palabra inconsciente se transforma, de adjetivo en
sustantivo.
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La felicidad
Era la hora del té, antes que
trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse,
había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el
Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente
bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.
Lejos, a la derecha, las montañas
escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.
Se hablaba del amor, se discutía
sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La
suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un
sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, “amor”, constantemente
pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz
femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba
como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.
¿Se puede amar durante muchos
años seguidos?
-Sí -decían algunos.
-No -aseguraban otros.
Distinguían los diversos casos,
establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres,
estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían
citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de
aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con
una emoción honda y un interés ardiente.
De pronto, alguien, con la mirada
fija en un punto lejano, exclamó:
-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?
Sobre el mar, en el horizonte,
surgía una masa gris, enorme y confusa.
Las mujeres se levantaron y
contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.
Alguien dijo:
-Es Córcega. Se la ve así dos o
tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el
aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que
siempre velan las lejanías.
Vagamente, se distinguían las
crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron
sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una
tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas
visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de los
océanos inexplorados.
Entonces, un anciano caballero,
que aún no había hablado, dijo:
-En esa isla que se alza ante
nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi
memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante,
inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco años hice un viaje a Córcega.
Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar
de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy. Imagínense un
mundo todavía en el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos
por los que corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y
gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos
bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a
veces se descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima
de un monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un
trozo de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del
gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas.
Es esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la
indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama
arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es una obra maestra
por sí mismo; donde el mármol, la madera, el bronce, el hierro, los metales y
las piedras atestiguan el genio del hombre; donde los más pequeños objetos
antiguos que se encuentran en las casas viejas revelan esa divina preocupación
por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la que se ama porque
nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de
la inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha conservado como
en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa, indiferente a todo
lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Ha
conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas, violento,
rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario, generoso,
leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar su fiel
amistad a la menor muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de
esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines del mundo.
No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por senderos de
mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas y desde las
que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el
rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las puertas de las
casas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el día siguiente.
Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana
siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me conducía
hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez horas de camino, llegué a
una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se abría al mar una
legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de
rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas sombrías
aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la choza, un viñedo y un
pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo suficiente, en
fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió
era vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de
paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su
compañera me dijo:
-Perdónele, se ha quedado sordo.
Tiene ya ochenta y dos años.
Me sorprendió que hablara el
francés de Francia.
-¿Son ustedes de Córcega?
Ella me respondió:
-No. Somos del continente. Pero
hace cincuenta años que vivimos aquí.
Una sensación de angustia y de
espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en
un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un
viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa
en la que habían hervido todo junto: patatas, tocino y coles. Al acabar la breve
comida, fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la
melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces
de los viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece
como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar.
Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de
todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña
a sí mismo con sueños hasta la muerte. La vieja se acercó a mí y, con esa
curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me
preguntó:
-¿Viene usted de Francia,
entonces?
-Sí, viajo por gusto.
-¿Será usted de París, quizá?
-No, soy de Nancy.
Me pareció que la agitaba una
extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:
-¿Es usted de Nancy?
En la puerta apareció el hombre,
con esa impasibilidad de los sordos.
-No importa. No oye nada -dijo
ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:
-Entonces, conocerá usted a mucha
gente en Nancy.
-Sí, a casi todo el mundo.
-¿Conoce a la familia de
Sainte-Allaize?
-Sí, muy bien. Eran amigos de mi
padre.
-¿Cómo se llama usted?
Le dije mi nombre. Me miró
fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:
-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los
Brisemare? ¿Qué fue de ellos?
-Murieron todos.
-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?
-Sí, el último es general.
Entonces, estremeciéndose de
emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por
no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había
tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de
todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:
-Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es
mi hermano.
Alcé mis ojos hasta ella,
sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido
un escándalo en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de
Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que
mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de campesinos, pero que sabía llevar
muy bien el dormán, aquel soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió
fijar en él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló,
cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender
que le amaba? No se pudo saber. Nada logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una
noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella.
Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo noticias de ella, y
la consideraron como muerta. Y yo la volvía a encontrar de aquella forma, en
aquel siniestro valle.
-Sí, sí, ahora me acuerdo -le
dije, a mi vez-. Usted es la señorita Suzanne.
Ella dijo que sí con la cabeza.
Caían lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano
inmóvil a la puerta de su casucha, me dijo:
-Es él.
Y me di cuenta de que lo seguía
queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:
-¿Ha sido usted feliz, por lo
menos?
Ella me respondió, con una voz
que le salía dél corazón:
-Sí, muy feliz. Me ha hecho muy
feliz. Jamás he lamentado nada.
La contemplé, triste,
sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había
marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella
misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo, sin
delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas. Y
todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda de
paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla
de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón junto
a él. ¡Y nunca había pensado en nada, sino en él! No había echado de menos ni
las joyas, ni las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los
asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de tapices, ni la
suavidad de los colchones de pluma donde los cuerpos se hunden para el reposo.
Nunca había necesitado más que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había
abandonado la vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían
criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo
había sido todo en su vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo
que se espera sin cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de
dicha la existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la noche,
oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija junto a la
mujer que lo había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla
aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché al
amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.
El narrador se calló.
Una mujer dijo:
-No demuestra nada. Esa mujer
tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias
demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.
Otra, lentamente, dijo:
-¿Y qué importa? Fue feliz.
Y lejos, al final del horizonte,
Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose
su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia de los dos
humildes amantes que se habían refugiado en su costa.
De: CiudadSeVa.com
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