27 de junio de 1808- Brasil Escritor, médico, diplomático. |
Desenredo
Del narrador a sus
oyentes:
-Juan
Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de
cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas?
Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta
ocasión, a Juan Joaquín se le apareció.
Tirando
a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada por lo demás.
Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró.
Sumariando el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida
a vela y viento. Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete
llaves. Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se
sabe que los pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se
sujetaron, conforme al clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es
mundo. No hay, empero, abismos infranqueables en barquitos de papel.
No
se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada
retracción. Esperar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes
milagros. El embriagado engaño, quiero decir. Hasta que se produjo el derrumbe.
Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el marido a la mujer con otro,
un tercero... Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó y lo mató. Se dice
también que levemente la hirió, cosa ligera.
Juan
Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por
dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al
barro, a medio estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el
pie en tres estribos; llegó a maldecir sus propios y gratos
"abusufructos". Se contuvo para no verla, prohibiéndose ser
pseudo-personaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud.
Ella
-lejos- siempre y más que nunca hermosa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose
en resistir, siervo de penosas emociones.
Los
porvenires, mientras tanto, maduraban, ¿qué, no hay fin que sobrevenga?
Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció,
ahogado o de tifus. El tiempo se las ingenia.
De
inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya
medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse -ella sutil como alas leves,
pantanal de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no
cerrar de oídos. Y así fue como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para
feliz escándalo popular.
Pero
hubo peros.
¿Llega
siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se siguen,
parafraseándose? Prodújose el arribo de los demonios.
Esta
vez fue Juan Joaquín quien con ella se deparó y en mala hora: traicionado y
traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños
leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito
poeta y hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.
Todo
aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió
heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus
lágrimas corrían detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil
barca del consenso, de nuevo pudo verse respetado. Se pierde la camisa, cuando
no lo que ella viste. Era el suyo un amor meditado, a prueba de remordimientos.
Se dedicó a resarcirse.
Pero
hubo peros.
Pasaban
los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso
afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre
fue Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la
felicidad -idea innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón
pleno. ¿Increíble? Cabe notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno
no se desacostumbra. Él quería apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un
aroma.
¿Amantes,
ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A embustes
atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a
todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera
tan claro como agua sucia. Demostrándolo, amatemático, contrario al público
pensamiento y a la lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan
fácil como refritar albóndigas. Sin malicia, con paciencia, sin insistencia,
principalmente.
El
punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología
menuda, charlitas secreteadas, entrecogidos testimonios. Juan Joaquín, genial
operaba el pasado -plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva
transformada realidad, más alta. ¿Y más cierta?
La
celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción.
Haya el absoluto amar y no habrá injuria que aguante.
De
modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó
el asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas.
Lo real y válido en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín
antes que todos.
Por
fin, hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en
ignota, defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin
culpa, con dengues y titubeos, desplegando su bandera al viento.
Tres
veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retomaron y compartieron,
transmutados, lo verdadero y mejor de su útil vida.
Y archívese el
asunto.
De: CiudadSeVa.com
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