jueves, 19 de junio de 2014

19 de junio de 1764


YO EL PROTECTOR / MEMORIAL PERSONAL 
DE PEPE ARTIGAS
HUGO GIOVANETTI VIOLA

UNO: LAS ALAS DEL INFIERNO


1 / ESTRELLAS

Lo único que me importó más que la felicidad de los pueblos fue la conversación conmigo mismo.

Aquella noche yo tenía cuatro años y no sé cómo atiné a engolfarme en la hamaca paraguaya de mi abuela Ignacia, la que me aportó sangre de Tupac Yupanqui.

Fue el primer baño de estrellas que me di en este infierno.

Dizque esa tarde me había pasado comiendo tierra del cantero y que Aurora Bendita me desembuchó cuatro albondigones cuando ya estaba a un punto de expirar.

Pero no era mi hora.

Y enseguida del Ángelus me le perdí a Pascasio y entonces se me ocurrió esconderme en el colgadero de la abuela.

Me acuerdo que encontré el poncho blanco y la perla barroca que ella vivía sobando y empezamos a lambetearla con los cuzcos, hasta que hubo virazón y les armé un entoldado de lana.

Los cuzcos siempre supieron sufrirme las picardías mejor que los cristianos.

Yo había escuchado a madre contar que Remigio Arnal se quedó ciego la noche del naufragio de Nuestra Señora de la Luz, cuando en casa terminaron atando hasta a las vacas porque volaba todo. Pero la gata se les remolineó en un repelús y mi tío tuvo que estirarse agarrado a las rejas como si fuera una piel de tigre para proteger a las crías y al amanecer le quedaron los ojos juídos de tanto pispar relámpagos.

Y los gatitos igual se murieron.

Ahora se me hace que fue Pérez Castellano el que le labró a padre dos sentencias que todavía me abrigan: Muerto cualquiera pelea y El mejor triunfo es una derrota santa.

José Nicolás y Martina cuentan que aquella noche la familia recorrió toda la plaza buscándome a los gritos mientras yo les acariciaba los hocicos a mis protegidos, sordo por la felicidad.

Y pensé que lo mejor que se puede tener en la vida son collares de estrellas.

Pensaba mucho, ya. Y cuando Ignacia vino a buscar el poncho y me encontró chupando la perla rara y se puso a llorar ya debo haber sentido que la familia nunca iba a comprenderme y nadie llevaba culpa.

Ninguno había abandonado a ninguno y se armó un tole-tole peor que en la fiesta del San Baltasar.

Al final Pérez Castellano y padre me sermonearon en la biblioteca y yo lo único que podía explicar era que estaba conversando conmigo mismo.

Los pueblos no son felices.

Pasaron casi cuarenta años antes de que volviera a manducar barro cuando se me hundió el bote al volver de Buenos Aires.

Y desde aquella noche sé que tuito es terrible y dulce como una hamaca engolfada en lo altísimo y llevo en llaga el desvelo de acariciarle la espalda a cualquier hijo pródigo que se acerque a mendigarme sobras para los chanchos.

La miseria de amor.


De: El Montevideano- Laboratorio de Arte.blogspot.com




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