YO EL PROTECTOR / MEMORIAL
PERSONAL
DE PEPE ARTIGAS
DE PEPE ARTIGAS
HUGO GIOVANETTI VIOLA
UNO:
LAS ALAS DEL INFIERNO
1 / ESTRELLAS
Lo
único que me importó más que la felicidad de los pueblos fue la conversación
conmigo mismo.
Aquella
noche yo tenía cuatro años y no sé cómo atiné a engolfarme en la hamaca
paraguaya de mi abuela Ignacia, la que me aportó sangre de Tupac Yupanqui.
Fue
el primer baño de estrellas que me di en este infierno.
Dizque
esa tarde me había pasado comiendo tierra del cantero y que Aurora Bendita me
desembuchó cuatro albondigones cuando ya estaba a un punto de expirar.
Pero
no era mi hora.
Y
enseguida del Ángelus me le perdí a Pascasio y entonces se me ocurrió
esconderme en el colgadero de la abuela.
Me
acuerdo que encontré el poncho blanco y la perla barroca que ella vivía sobando
y empezamos a lambetearla con los cuzcos, hasta que hubo virazón y les armé un
entoldado de lana.
Los
cuzcos siempre supieron sufrirme las picardías mejor que los cristianos.
Yo
había escuchado a madre contar que Remigio Arnal se quedó ciego la noche del
naufragio de Nuestra Señora de la Luz, cuando en casa terminaron atando hasta a
las vacas porque volaba todo. Pero la gata se les remolineó en un repelús y mi
tío tuvo que estirarse agarrado a las rejas como si fuera una piel de tigre
para proteger a las crías y al amanecer le quedaron los ojos juídos de tanto
pispar relámpagos.
Y
los gatitos igual se murieron.
Ahora
se me hace que fue Pérez Castellano el que le labró a padre dos sentencias que todavía
me abrigan: Muerto cualquiera pelea y El mejor triunfo es una derrota santa.
José
Nicolás y Martina cuentan que aquella noche la familia recorrió toda la plaza
buscándome a los gritos mientras yo les acariciaba los hocicos a mis
protegidos, sordo por la felicidad.
Y
pensé que lo mejor que se puede tener en la vida son collares de estrellas.
Pensaba
mucho, ya. Y cuando Ignacia vino a buscar el poncho y me encontró chupando la
perla rara y se puso a llorar ya debo haber sentido que la familia nunca iba a
comprenderme y nadie llevaba culpa.
Ninguno
había abandonado a ninguno y se armó un tole-tole peor que en la fiesta del San
Baltasar.
Al
final Pérez Castellano y padre me sermonearon en la biblioteca y yo lo único
que podía explicar era que estaba conversando conmigo mismo.
Los
pueblos no son felices.
Pasaron
casi cuarenta años antes de que volviera a manducar barro cuando se me hundió
el bote al volver de Buenos Aires.
Y
desde aquella noche sé que tuito es terrible y dulce como una hamaca engolfada
en lo altísimo y llevo en llaga el desvelo de acariciarle la espalda a
cualquier hijo pródigo que se acerque a mendigarme sobras para los chanchos.
La
miseria de amor.
De:
El Montevideano- Laboratorio de Arte.blogspot.com
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