27 de mayo de 1912- Estados Unidos Narrador |
Los
Diarios de John Cheever revelan la escritura íntima de un hombre público: la
otra narrativa, el mundo privado de un gran escritor, que fluía paralela a la
de los relatos y novelas publicadas a lo largo de su vida. Sin embargo, ambas
narrativas la pública y la privada,
están hechas de la misma materia prima: la clase media y su
cotidianeidad en su dimensión más superficial y a la vez más profunda.
Historias mínimas de lo maravilloso y lo terrible a la vez, como dos caras de
una misma moneda. La ambigüedad que Cheever veía en esa vida suburbana que
permanentemente retrataba. Van de la mano: un mundo luminoso y mágico, sembrado
del encanto de lo cotidiano de una vida familiar de clase media, y la sensación
de fracaso y mediocridad que la misma vida puede provocar.
Fueron
escritos a máquina y luego encuadernados sin fecha por su autor. Comienzan en
los años cuarenta y se continúan a lo largo de más de tres décadas. Cheever
escribió veintinueve cuadernos de forma más o menos sistemática, según las
épocas, donde todo esto queda revelado: su teatro privado compuesto de soledad,
insatisfacción, sentimiento de fracaso y a la vez, la belleza de las pequeñas
sutilezas y detalles de la vida doméstica.
Esos Diarios fueron luego de su muerte
publicados por su hijo y su editor Robert Gottlieb, quien seleccionó
cuatrocientas páginas del total. El momento en que serían publicados había sido
acordado entre el escritor y su hijo.
Cheever veía en ellos una puerta a la
inmortalidad, pero además tenía otra poderosa razón para que no vieran la luz
antes de su muerte: el dolor que sus Diarios causarían a sus seres más
cercanos. A pesar de ese dolor, la familia apoya su publicación, anteponiendo la
deseada posteridad de su autor y sin desconocer que son una clase magistral de
literatura.
Editados con prólogo de su hijo Benjamin
Cheever y notas aclaratorias de Rodrigo Fresán, los Diarios son una invitación
a la lectura y a la escritura de lo cotidiano. A continuación algunos
fragmentos, quedan todos invitados.
Los siguientes fragmentos pertenecen a la
primera parte de los Diarios (finales de los cuarenta y años cincuenta):
*
En el sillón del dentista, vuelvo a pensar que soy como el prisionero que trata
de escapar de la cárcel por una ruta equivocada. Sin comprobar si la puerta
está abierta, sigo cavando el túnel con una cucharilla
Es
una melancolía obstinada, infinita, hundida en el sopor, el malestar o la pura
y simple angustia de una comida pesada después de misa….Más de la mitad del
mundo está sumida en un sueño irreparador.
¨*A medida que me acerco a los cuarenta sin
haber conseguido ninguno de los objetivos que me había propuesto, sin haber
alcanzado la profunda creatividad‒por la que me he esforzado durante años‒,
siento que adopto una posición menor, oscura, mediocre, que no es mi destino
pero sí culpa mía, como si en algún
momento me hubiera faltado el ingenio y el valor para ajustarme de modo
competente a las formas que tenía a mano.
*Escribir
bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico,
reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar.
*No
nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de
infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una
posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado mi misión y tomo
mis disfraces demasiado en serio.
*
Cuando hablo con los demás, cuando voy en tren, la vida parece dotada de una
bondad superficial que no necesita discusión. Cuando paso seis, o siete horas
frente a la máquina de escribir, cuando duermo la mona en un sillón roto, acabo
por poner todo en tela de juicio, incluso a mí mismo. Llego a conclusiones
insoportablemente morbosas y la mitad del tiempo desearía morir. Tengo que
llegar a un equilibrio entre escribir y vivir. No debo seguir siendo
autodestructivo.
*
Estoy cansado, pero ya pasará. Amo el cuerpo de mi esposa y la inocencia de mis
hijos. Nada más.
Victoria Mora
De: http://lecturasenelaltillo.blogspot.com
“Tengo
que llegar a un equilibrio entre escribir y vivir. No debo seguir siendo
autodestructivo. Cuando despierto por la mañana debo decirme que es necesario
pegar más duro, hacer mejor las cosas, al menos dejar a mis hijos un recuerdo
respetable y aleccionador (…) Debo introducirme en mi trabajo, y éste debe
darme a mí la legítima sensación de bienestar de que disfruto cuando el tiempo
es bueno y cuando he dormido bien. La buena salud es algo instintivo en mí y
puede serlo para la literatura”.
Lucas Brito Sánchez-La quimera
de Cheever: escribir o vivir
“Entonces
despiertas a las seis y media con una excitación que crece, y a la diez, como
un gato vagabundo, serías capaz de cabalgar a un jaguar embalsamado o cogerte
un picaporte oxidado. Va en aumento hasta las doce y media, cuando las visitas
y la comida te ayudan a serenarte. Vas al pueblo a comprar leche, y al ver el
anhelo de orden que agrupa los edificios, la expresión seria de un joven que
cruza la calle con sus hijos parece la belleza manifiesta a la que aspiramos.
Entonces a uno le embarga la melancolía, aliviada apenas por doce palomas que
alzan el vuelo desde el techo de un edificio viejo. Es un día hostil. El cielo
está desalentadoramente gris, pero la luz gris es fuerte. La música de amor que
sale de un supermercado es triste, muy triste. La mujer que me precede, con
anillos de diamantes y una gruesa capa de maquillaje, espera con paciencia el
turno para pagar una bolsa pequeña de papas. En la peluquería duerme un policía
brutal y corrupto, con la cara cubierta por una máscara de barro. Entra una
joven con una caja pesada en la que lleva algo para vender. Su pelo, teñido y
peinado en casa, es de un tinte acaramelado que pasó de moda hace años. Al
salir del instituto, ha dedicado una hora entera a maquillarse. “Sé que le
interesará…” “No”, dice el peluquero, cortante. Quiero darle todo el dinero que
tengo. Media hora después, la veo en la cuneta con la caja, como si no supiera
adónde ir. Creo que ha invertido sus ahorros, tal vez un préstamo, en algo que
le parece muy deseable. Se ha teñido el pelo y mejorado sus rasgos, y en lugar
del éxito imaginado, ay, con tanta alegría, sólo ha conocido el rechazo. Creo
que su experiencia —en la cuneta— es parte de nuestra vida. La atesoro. Es casi
de noche, uno no tiene nada, absolutamente nada, y lo tiene todo. Contestaré
cartas, encenderé el fuego, leeré”.
De Diarios, John Cheever. Emecé.
Reunión
La
última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de
estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de
campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole
que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y
preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se
reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún
estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño
para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto
desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre,
mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera
mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus
limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de
volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.
—Hola,
Charlie —dijo—. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieses a mi club, pero está
por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor
que comamos algo por aquí cerca.
Me
rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una
rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado,
betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé
que alguien nos viera juntos. Me hubiese gustado que nos hicieran una
fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos
de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria.
Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones,
y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la
cocina. Nos sentamos, y mi padre lo llamó con voz potente:
—Kellner!
—gritó—. Garçón! Cameriere! ¡Oiga usted!
Todo
aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
—¿Será
posible que no nos atienda nadie aquí? —gritó—. Tenemos prisa.
Luego
dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió
hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
—¿Esas
palmadas eran para llamarme a mí? —preguntó.
—Cálmese,
cálmese, sommelier—dijo mi padre—. Si no es pedirle demasiado, si no es algo
que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos
gibsons con ginebra Beefeater.
—No
me gusta que nadie me llame dando palmadas —dijo el camarero.
—Debería
haber traído el silbato —replicó mi padre—. Tengo un silbato que sólo oyen los
camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos
gibsons con Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con Beefeater.
—Creo
que será mejor que se vayan a otro sitio —dijo el camarero sin perder la
compostura.
—Ésa
es una de las sugerencias más brillantes que he oído nunca —señaló mi padre—.
Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí
a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos
trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre
la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía
con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
—Garçon!
Cameriere! Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo
mismo?
—¿Cuántos
años tiene el muchacho? —preguntó el camarero.
—Eso
no es en absoluto de su incumbencia —dijo mi padre.
—Lo
siento, señor, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
—De
acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle —dijo mi padre—. Algo
verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva
York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó
la cuenta y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían
americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban
adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de
nuevo:
—¡Que
venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una
última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos bibsons con
Geefeater.
—¿Dos
bibsons con Geefeater? —preguntó el camarero, sonriendo.
—Sabe
muy bien lo que quiero —replicó mi padre, muy enojado—. Quiero dos gibsons con
Beefeater, y los quiero de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre
Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal
es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
—Esto
no es Inglaterra —repuso el camarero.
—No
discuta conmigo. Limítese a hacer lo que se le pide.
—Creí
que quizá le gustaría saber dónde se encuentra —dijo el camarero.
—Si
hay algo que no soporto, es un criado impertinente —declaró mi padre—. Vámonos,
Charlie.
El
cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
—Buongiorno
—dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti
fortio. Molto gin, poco vermut.
—No
entiendo el italiano —respondió el camarero.
—No
me venga con ésas —dijo mi padre—. Entiende usted el italiano y sabe
perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El
camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
—Lo
siento, señor, pero esta mesa está reservada.
—De
acuerdo —asintió mi padre—. Denos otra.
—Todas
las mesas están reservadas —declaró el encargado.
—Ya
entiendo. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al
infierno. Vada all’ inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
—Tengo
que coger el tren —dije.
—Lo
siento mucho, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo. —Me rodeó con el
brazo y me estrechó contra sí—. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido
tiempo de ir a mi club…
—No
tiene importancia, papá —dije.
—Voy
a comprarte un periódico —dijo—. Voy a comprarte un periódico para que leas en
el tren.
Se
acercó a un quiosco y pidió:
—Mi
buen amigo, ¿sería usted tan amable de obsequiarme con uno de sus absurdos e
insustanciales periódicos de la tarde? —El vendedor se volvió de espaldas y se
puso a contemplar fijamente la portada de una revista—. ¿Es acaso pedir
demasiado, señor mío? —insistió mi padre—, ¿es quizá demasiado difícil venderme
uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
—Tengo
que irme, papá —dije—. Es tarde.
—Espera
un momento, hijito —replicó—. Sólo un momento. Estoy esperando a que este
sujeto me dé una contestación.
—Hasta
la vista, papá —dije; bajé la escalera, tomé el tren, y aquélla fue la última
vez que vi a mi padre.
De: http://www.taringa.net/
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