9 de abril de 1821- Francia |
Los
perros buenos
A
M. Joseph Stevens
Nunca
me avergoncé, ni aun delante de los escritores jóvenes de mi siglo, de admirar
a Buffon; mas hoy no he de llamar en mi ayuda al alma de ese pintor de la
Naturaleza pomposa. No.
De
más buena gana me dirigiría a Sterne, para decirle: «¡Baja del Cielo, o sube
hasta mí de los Campos Elíseos, para inspirarme en favor de los perros buenos,
de los pobres perros, un canto digno de ti, sentimental, bromista, bromista
incomparable! Vuelve a horcajadas en el asno famoso que te acompaña siempre en
la memoria de la posteridad; y, sobre todo, que no se lo olvide al asno traer,
delicadamente suspenso entre sus labios, el inmortal macarrón!»
¡Atrás
la musa académica! Nada quiero con semejante vieja gazmoña. Invoco a la musa familiar,
a la ciudadana, a la viva, para que me ayude a cantar a los perros buenos, a
los pobres perros, a los perros sucios, a los que todos echan, como a
pestíferos y piojosos, excepto el pobre con quien se han asociado y el poeta
que los mira con ojos fraternos.
¡Malhaya
el perro hermosote, el gordo cuadrúpedo, danés, king-charles, dogo o faldero,
tan encantado consigo mismo, que se lanza indiscretamente a las piernas o a las
rodillas del visitante, como si estuviera seguro de agradar, turbulento como un
niño, necio como una loreta, a veces arisco e insolente como un criado!
¡Malhayan sobre todo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y
desocupadas, que se llaman galgos, y que ni siquiera dan albergue en su hocico
puntiagudo al suficiente olfato para seguirle la pista a un amigo, ni en la
cabeza plana la inteligencia bastante para jugar al dominó!
¡A
la perrera todos esos aburridos parásitos!
¡Vuélvanse
a la perrera sedosa y mullida! Yo canto al perro sucio, al perro pobre, al
perro sin domicilio, al perro corretón, al perro saltimbanqui, al perro cuyo
instinto, como el del pobre, el del gitano y el del histrión, está
maravillosamente aguijado por la necesidad, madre tan buena, verdadera patrona
de las inteligencias!
Canto
a los perros calamitosos, ya sean de los que van errantes, solitarios, por los
barrancos sinuosos de las inmensas ciudades, ya de los que dijeron al hombre
abandonado con ojos pestañeantes e ingeniosos: «Llévame contigo, y con nuestras
dos miserias haremos acaso una especie de felicidad.»
«¿Adónde
van los perros? -decía, años ha, Néstor Roqueplán en un folletón inmortal que
ha olvidado sin duda, y del cual puede ser que sólo Sainte-Beuve y yo nos
acordemos hoy todavía.»
¿Adónde
van los perros, preguntáis, hombres sin atención? Van a sus quehaceres.
Citas
de negocios, citas de amor. A través de la bruma, a través de la nieve, a
través del barro, bajo la canícula que muerde, bajo la lluvia que chorrea, van,
vienen, trotan, pasan por debajo de los coches, excitados por las pulgas, la
pasión, la necesidad o el deber. Como nosotros, se levantaron de mañanita y se
buscan la vida o corren a sus quehaceres.
Los
hay que duermen en una ruina de suburbio, y vienen, un día y otro, a hora fija,
a reclamar la espórtula a la entrada de una cocina del Palais Royal; otros que
acuden en tropel, desde más de cinco leguas, para compartir la comida que les
preparó la caridad de ciertas doncellas sexagenarias, que entregan a los
animales el corazón desocupado, porque los hombres ya no lo quieren.
Otros
que, como negros cimarrones, enloquecidos de amor, dejan en ciertos días su
vivienda para venir a la ciudad a corretear durante una hora en derredor de una
perra guapa, algo negligente de su tocado, pero altanera y agradecida.
Y
todos son puntualísimos, sin cuadernos, notas ni carteras.
¿Conocéis;
Bélgica, la perezosa, y habéis admirado, como yo, a esos perros vigorosos
enganchados a la carretilla de los carniceros, de la lechera, del panadero, y
que demuestran con sus ladridos triunfantes el placer orgulloso que sienten al
rivalizar con los caballos?
¡Mirad
ahora a dos que pertenecen a un orden más civilizado todavía! Permitidme que os
introduzca en el cuarto del saltimbanqui ausente. Una cama, de madera pintada,
sin cortinas; unas mantas que arrastran, mancilladas por las chinches; dos
sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música,
descompuestos. ¡Qué triste mobiliario! Pero mirad, os lo ruego, aquellos dos
personajes inteligentes, vestidos con trajes a la vez raídos y suntuosos, con
gorros de trovador o de militar, que vigilan con atención de brujos la obra sin
nombre puesta a cocer en la estufa encendida, con una larga cuchara en medio,
que se yergue, plantada como uno de esos mástiles anuncio de edificio
terminado.
¿No
será justo que comediantes tan celosos no se pongan en camino sin echarse al
estómago el lastre de una sopa fuerte y sólida? ¿Y no perdonaréis un poco de
sensualidad a esos pobretes, que han de afrontar todo el día la indiferencia
del público y las injusticias de un director, que se toma la parte más abultada
y se come él solo más sopa que cuatro comediantes?
¡Cuántas
veces contemplé, sonriente y enternecido, a todos esos filósofos de cuatro
patas, esclavos complacientes, sumisos o abnegados, que e l diccionario de la
República podría calificar igualmente de oficiosos, si la República, harto
ocupada de la felicidad de los hombres, tuviese tiempo para respetar el honor
de los perros!
¡Y
cuántas veces he pensado que habrá tal vez en alguna parte -¡quién sabe,
después de todo!-, para recompensar tantos ánimos, tanta paciencia y labor, un
paraíso especial para los perros buenos, para los pobres perros, para los
perros sucios y desolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno para los turcos y
otro para los holandeses!
Los
pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban, en premio de sus cantos
alternativos, un buen queso, una flauta del mejor artífice o una cabra de tetas
hinchadas. El poeta que ha cantado a los pobres perros tuvo por recompensa un
hermoso chaleco, todo de un color, rico y marchito a la vez, que hace pensar en
los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranillos de
San Martín.
Ninguno
de los presentes en la taberna de la calle de Villa-Hermosa olvidará la
petulancia con que el pintor se despojó del chaleco en favor del poeta; también
comprendió que era bueno y honrado cantar a los pobres perros.
Tal
un magnífico tirano italiano, del buen siglo, ofrecía al divino Aretino ya una
daga con ornato de pedrería, ya un manto de corte, a cambio de un precioso
soneto o de un curioso poema satírico.
Y
cuantas veces el poeta se pone el chaleco del pintor, se ve obligado a pensar
en los perros buenos, en los perros filósofos, en los veranillos de San Martín
y en la belleza de las mujeres muy maduras.
Los
ojos de los pobres
¡Ah!,
queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin
duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de
impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos
pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de
que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no
serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de
todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al
anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que
hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya
gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo
desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los
muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los
oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas
arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado
en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas,
pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el
anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la
historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente
mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos
cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y
con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de
niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos.
Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban
fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de
modo diverso.
Los
ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro
del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué
hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que
no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para
expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los
cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los
corazones. Por lo que a mí respecta, la canción tenía razón aquella tarde. No
sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un
tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía
yo los ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento;
me sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros
ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me
dijisteis: « ¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos
como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga
alejarse?»
¡Tan
difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun
entre seres que se quieren!
El
juguete del pobre
Quiero
dar idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean
culpables!
Cuando
salgáis por la mañana con decidida intención de vagar por la carretera, llenaos
los bolsillos de esos menudos inventos de a dos cuartos, tales como el
polichinela sin relieve, movido por un hilo no más; los herreros que martillan
sobre el yunque; el jinete de un caballo, que tiene un silbato por cola; y por
delante de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los chicuelos
desconocidos y pobres que encontréis. Veréis cómo se les agrandan
desmesuradamente los ojos. Al principio no se atreverán a tomarlos, dudosos de
su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo, y echarán a correr
como los gatos que van a comerse lejos la tajada que les disteis, porque han
aprendido a desconfiar del hombre.
En
una carretera, detrás de la verja de un vasto jardín, al extremo del cual
aparecía la blancura de un lindo castillo herido por el sol, estaba en pie un
niño, guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo, tan llenos de
coquetería.
El
lujo, la despreocupación, el espectáculo habitual de la riqueza, hacen tan
guapos a esos chicos, que se les creyera formados de otra pasta que los hijos
de la mediocridad o de la pobreza.
A
su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan nuevo como su amo,
brillante, dorado, vestido con traje de púrpura y cubierto de penachos y
cuentas de vidrio. Pero el niño no se ocupaba de su juguete predilecto, y ved
lo que estaba mirando:
Del
lado de allá de la verja, en la carretera, entre cardos y ortigas, había otro
chico, sucio, desmedrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias, cuya
hermosura descubrirían ojos imparciales, si, como los ojos de un aficionado
adivinan una pintura ideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de la
repugnante pátina de la miseria.
A
través de los barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la carretera y el
castillo, el niño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete, y éste lo
examinaba con avidez, como objeto raro y desconocido. Y aquel juguete que el
desharrapado hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los
padres, por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma.
Y
los dos niños se reían de uno a otro, fraternalmente, con dientes de igual
blancura.
De:
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