8 de marzo de 1861- Pików (actual Ucrania) |
Historia del endemoniado Pacheco*
Finalmente, desperté de verdad.
El sol quemaba mis párpados, que apenas si podía abrir. Entreví el cielo y me
di cuenta de que me hallaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis
ojos, y aunque ya no dormía, todavía no estaba despierto del todo. Veía
desfilar ante mí imágenes de suplicios, sucediéndose unas tras otras. Me sentí
horrorizado, y me incorporé rápidamente.
¿Cómo expresar con palabras el
horror que sentí en ese momento? Me encontraba bajo la horca de Los Hermanos.
Pero los cadáveres de los dos hermanos de Zoto no colgaban al aire, sino que
yacían junto a mí. Lo que quiere decir que había pasado la noche con ellos. Me
hallaba sentado sobre trozos de cuerdas, restos de ruedas y de esqueletos
humanos, y sobre horrorosos harapos que la podredumbre había separado de ellos.
Pensé un momento que quizá no
estaría aún bien despierto y que aquello era un horrible sueño. Cerré los ojos
y busqué en mi memoria dónde había estado la víspera. En ese instante sentí
como si las garras de un animal se hundiesen en mi costado, y vi a un buitre
que se había arrojado sobre mí y que devoraba a uno de mis compañeros de lecho.
El dolor que me causaban sus garras era tan intenso que logró despertarme del
todo. Junto a mí se encontraban mis ropas, y me apresuré a vestirme. Ya
vestido, quise salir de la tapia que rodeaba la horca, pero vi que la puerta se
hallaba cerrada, y a pesar de mi esfuerzo no logré romperla. Tuve, pues, que trepar
por la triste muralla y, apoyándome en una de las columnas de la horca, me puse
a contemplar la comarca que desde allí se divisaba. Fácilmente pude orientarme.
Me hallaba a la entrada del valle de Los Hermanos, no lejos de las orillas del
Guadalquivir.
Mientras observaba el paisaje, vi
cerca del río a dos viajeros, uno de los cuales preparaba un almuerzo, mientras
el otro sujetaba con la brida los caballos. Me alegró tanto ver a aquellos
hombres que mi primer movimiento fue gritarles: «¡Agur, agur!» Lo que en
español quiere decir «hola» o «buenos días».
Al ver que alguien los saludaba
desde lo alto de la horca, los viajeros parecieron indecisos un instante, pero
en seguida montaron en sus caballos, los pusieron a galope tendido y tomaron el
camino de Los Alcornoques. Fue inútil que les gritara para que se detuviesen.
Cuanto más les gritaba, más golpes de espuela daban a sus caballos. Cuando los
perdí de vista decidí abandonar aquel sitio. Salté a tierra, pero con tan mala
fortuna que me hice daño en una pierna.
Cojeando un poco, logré llegar a
la orilla del Guadalquivir, y me acerqué al sitio donde los viajeros habían
abandonado su almuerzo; era lo que yo necesitaba, pues me encontraba
agotadísimo. El almuerzo se componía de chocolate, que cocía aún, sponhao
mojado en vino de Alicante, pan y huevos. Después de reparar mis fuerzas, me
puse a pensar en lo que me había ocurrido durante la noche. Guardaba todavía un
recuerdo algo confuso de ello pero lo que sí recordaba perfectamente era haber
dado mi palabra de honor de guardar el secreto, y estaba firmemente decidido a
cumplirla. Esto resuelto, lo único que tenía que hacer, por el momento, era
decidir qué camino había de tomar, y me pareció que las leyes del honor me
obligaban más que nunca a atravesar Sierra Morena.
Quizá el lector se sorprenda de
verme tan preocupado por mi honor y tan poco por los sucesos de la víspera.
Pero esta manera de pensar era consecuencia de la educación que había recibido,
como podrá verse por la continuación de mi relato. Por el momento, sigo con el
de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber
lo que los demonios habrían hecho de mi caballo, que había dejado en Venta
Quemada. Y como además estaba en mi camino, decidí pasar nuevamente por la
Venta. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la Venta,
lo que no dejó de fatigarme. Estaba deseando encontrar mi caballo, y, en
efecto, lo hallé en la misma cuadra donde lo dejé. Parecía animado, bien
cuidado y limpio. No podía imaginarme quién se había ocupado de él, pero como
ya había presenciado tantas cosas extraordinarias, no me llamó mucho la
atención. Me habría puesto inmediatamente en camino si la curiosidad no me
hubiese empujado a recorrer de nuevo el interior de la Venta. Encontré el
cuarto donde había dormido la noche que llegué por vez primera, pero no pude
hallar el salón donde vi a las bellas africanas. Cansado de buscarlo, renuncié
a ello, y montando en mi caballo continué mi camino.
Cuando desperté bajo la horca de
Los Hermanos, el sol se encontraba en su punto más alto. Como había tardado más
de dos horas en llegar a la Venta, después de hacer dos leguas más, tuve que
pensar en buscar una posada, pero, al no encontrar ninguna, decidí continuar mi
camino. Por fin vi a lo lejos una capilla gótica y una cabaña que parecía ser
la vivienda de un ermitaño. Aunque se hallaba alejada del camino principal,
como empezaba a tener hambre, no dudé en dar ese rodeo con tal de conseguir
algo de comer. Cuando llegué a la cabaña, até el caballo a un árbol y llamé a
la puerta de la ermita. La abrió un religioso de rostro venerable, que me
abrazó con paternal ternura, y me dijo:
-Entra, hijo mío, date prisa. No
te conviene pasar la noche fuera; teme al demonio. El Señor nos ha retirado su
mano.
Di las gracias al ermitaño por su
bondad y le confesé que estaba muerto de hambre.
-Piensa primero en tu alma, hijo
mío -me contestó-. Pasa a la capilla y arrodíllate ante la cruz. Me cuidaré de
tu hambre, pero sólo podrás hacer una comida frugal, la que corresponde a un
ermitaño.
Entré en la capilla y me puse a
rezar de verdad, pues era creyente y hasta ignoraba que hubiese incrédulos.
El ermitaño vino a buscarme al
cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde me había preparado
una modesta comida. Se componía de aceitunas excelentes, cardos conservados en
vinagre, cebollas dulces en salsa y galletas en vez de pan. También disponía de
una media botella de vino. El ermitaño me dijo que él no bebía nunca, pero que
la guardaba para el sacrificio de la misa. Así, pues, tampoco me atreví a beber
yo, pero gocé, en cambio, de la cena. Mientras comía, vi entrar en la cabaña a
una figura más horrible que todo lo que había visto hasta entonces. Era un
hombre que parecía joven, pero de una delgadez espantosa. Sus cabellos se hallaban
erizados, y de uno de sus ojos, que había perdido, manaba sangre. Su lengua
pendía fuera de su boca, y de ella resbalaba una babosa espuma. Llevaba puesto
un traje negro bastante bueno, pero ésa era su única ropa; no tenía ni medias
ni camisa.
El repugnante personaje no dijo
ni palabra, y fue a acurrucarse a un rincón de la cabaña, donde permaneció más
quieto que una estatua, contemplando fijamente con su único ojo un crucifijo
que sostenía en la mano. Cuando acabé de cenar, pregunté al ermitaño quién era
aquel hombre.
-Hijo mío -me respondió-, ese
hombre es un poseso al que yo intento librar de los demonios. Su terrible
historia prueba el poder fatal que el ángel de las tinieblas ha usurpado en
esta desgraciada comarca. Como puede ser útil para tu salvación que la
conozcas, voy a ordenarle que te la cuente -y, volviéndose hacia donde estaba
el endemoniado, le dijo-: Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno
que relates tu historia.
Pacheco lanzó un terrible
alarido, y comenzó en estos términos:
Historia del endemoniado Pacheco
«Nací en Córdoba, donde mi padre
vivía disfrutando de una excelente posición. Mi madre murió allí hace tres
años. Al principio, mi padre pareció sentir mucho su pérdida, pero al cabo de
algunos meses, con ocasión de un viaje que tuvo que hacer a Sevilla, se enamoró
de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta Camila no gozaba de muy buena
fama, y algunos amigos de mi padre intentaron hacerle desistir de tales
relaciones. Pero fue inútil. Mi padre insistió en casarse con ella, y el
matrimonio tuvo lugar dos años después de que mi madre muriera. Las bodas se
celebraron en Sevilla, y pocos días después mi padre regresó a Córdoba con
Camila, su nueva esposa, y una hermana de ésta que se llamaba Inesilla.
»Mi madrastra respondía
perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y lo primero que hizo en
su nueva casa fue intentar seducirme, cosa que no logró, pues supe resistir a
su intento. Pero, en cambio, me enamoré perdidamente de su hermana Inesilla. Mi
pasión por ella creció de tal modo que no tardé en arrojarme a los pies de mi
padre para pedirle la mano de su cuñada.
»Mi padre me obligó a levantarme,
y después me dijo:
»-Hijo mío, te prohíbo que
pienses en ese matrimonio, y te lo prohíbo por tres razones. En primer lugar,
no sería serio que te convirtieras en el cuñado de tu padre. En segundo lugar,
los santos cánones de la Iglesia no aprueban esa clase de matrimonios. Y por
último, no quiero que te cases con Inesilla.
»Después de exponerme estas tres
razones, me volvió la espalda y se marchó. Me encerré en mi cuarto,
abandonándome a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre había contado
lo ocurrido, vino en seguida a verme. Me dijo que no debía desesperarme de ese
modo, porque, aunque yo no pudiese ser el marido de Inesilla, podría ser su
cortejo, es decir, su amante, y que el lograrlo corría de su cuenta. Pero a la
vez me declaró la pasión que sentía por mí e hizo valer el sacrificio que hacía
al brindarme a su hermana. Abrí mis oídos a sus palabras, que tanto encendían
mis deseos, aunque Inesilla era tan recatada que me parecía imposible que se
pudiese lograr que correspondiera a mi pasión.
»Por aquel tiempo mi padre
decidió hacer un viaje a Madrid, con el propósito de conseguir la plaza de corregidor
de Córdoba, y llevó consigo a su mujer y a su cuñada. Su ausencia iba a durar
sólo dos meses, pero ese tiempo me pareció muy largo, estando lejos de
Inesilla. Cuando transcurrieron los dos meses, recibí una carta de mi padre en
la cual me ordenaba que fuese a esperarle a Venta Quemada, a la entrada de
Sierra Morena. Unas semanas antes quizá hubiese dudado mucho antes de ir a
Sierra Morena. Pero precisamente acababan de ahorcar a los dos hermanos de
Zoto, su banda había sido dispersada y los campos parecían ahora bastante
seguros. Partí, pues, de Córdoba a las diez de la mañana siguiente y pernocté
en Andújar, en la posada de uno de los andaluces más charlatanes que he
conocido. Pedí una cena abundante; comí buena parte de ella y guardé el resto
para el viaje.
»Al día siguiente, al llegar a
Los Alcornoques, almorcé algo de lo que había reservado la víspera, y aquella
misma tarde llegué a Venta Quemada. Mi padre no había llegado aún, pero como en
su carta me ordenaba que lo esperase me dispuse a ello con agrado, pues la
posada era espaciosa y confortable. El posadero que la dirigía entonces era un
tal González de Murcia, buena persona, pero muy hablador, que en seguida me
prometió una cena digna de un grande de España. Mientras se ocupaba en
prepararla, fui a pasearme por la orilla del Guadalquivir, y cuando regresé a
la posada me encontré, en efecto, ya dispuesta una cena nada despreciable.
»Cuando terminé de cenar, dije a
González que preparase mi lecho. Apenas me oyó vi que se turbaba, y empezaba a
hablarme de modo confuso. Por último, me confesó que en la posada había
fantasmas y que él y su familia pasaban las noches en una pequeña granja junto
al río. Añadió que, si yo quería, podría prepararme una cama cerca de la suya.
La proposición me pareció absurda, y le dije que podía irse a dormir donde
quisiera, y que llamara a mis criados. Me obedeció, y se retiró al instante,
moviendo la cabeza de un lado para otro y encogiéndose de hombros. Un momento
después llegaron mis criados. También ellos habían oído hablar de aparecidos, y
me rogaron que pasara la noche en la granja. No acepté, naturalmente, sus
consejos, y les ordené que me prepararan la cama en la habitación donde había
cenado. Me obedecieron muy a regañadientes, y cuando el lecho estuvo preparado
me rogaron aún, con lágrimas en los ojos, que fuese a dormir con ellos a la
granja. Sus ruegos me impacientaron de tal modo que les amenacé con arrojarlos
violentamente, y se apresuraron a salir. Como no era mi costumbre que mis
criados me ayudaran a desnudarme, pude pasarme fácilmente sin ellos. Pero debo
reconocer que fueron muy gentiles conmigo, más de lo que yo merecía por mi
crudeza al tratarlos. Antes de marcharse dejaron junto a mi lecho una vela
encendida, otra de repuesto, un par de pistolas y algunos libros con cuya
lectura pudiese permanecer despierto, aunque la verdad es que había perdido
completamente el sueño.
»Durante un par de horas estuve
leyendo y dando vueltas en la cama. Por último, oí el sonido de una campana o
de un reloj que daba las doce. El hecho me sorprendió, pues no había oído dar
las otras horas. Pero en seguida se abrió la puerta y vi entrar a mi madrastra,
en camisón de noche, y llevando una palmatoria en la mano. Andando de puntillas
se acercó hasta mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio. Y
dejando la palmatoria en mi mesilla de noche se sentó en mi cama, tomó una de
mis manos entre las suyas y me habló así:
»-Mi querido Pacheco, ha llegado
el momento de ofreceros los placeres que os prometí. Hace una hora que hemos
llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido a dormir a la granja, pero como he
sabido que os hallabais aquí, logré que me autorizara a pasar la noche en la
posada con Inesilla. Ella os aguarda y está dispuesta a no negaros sus favores.
Pero debo informaros de las condiciones que impongo para que logréis vuestra
dicha. Amáis a Inesilla, y yo os amo. No es justo que, de nosotros tres, sólo
dos sean felices a costa del tercero. Así pues, un solo lecho nos acogerá a los
tres. Seguidme.
»Mi madrastra no me dejó tiempo
para contestarla. Tomándome de la mano me condujo, de corredor en corredor,
hasta que llegamos a una puerta, en donde Camila se puso a mirar por el ojo de
la cerradura. Estuvo algún tiempo mirando, y después me dijo:
»-Todo va bien, podéis mirar vos
mismo.
»Ocupé su puesto junto a la
cerradura y pude ver a la encantadora Inesilla en su lecho. Me sorprendió el
que no pareciera tan pudorosa como la había conocido siempre. La expresión de
sus ojos, su agitada respiración, su animada tez, su actitud, todo en ella
expresaba que estaba aguardando a un amante.
»Después de haberme dejado mirar
unos minutos, mi madrastra me dijo:
»-Mi querido Pacheco, permaneced
en esta puerta, y cuando llegue el instante oportuno vendré a avisaros.
»Cuando Camila entró en la
habitación pegué mi ojo al agujero de la cerradura y vi mil cosas que me cuesta
trabajo contar. Primeramente, Camila se desnudó del todo, y metiéndose en la
cama de su hermana le dijo estas palabras:
»-Mi pobre Inesilla, ¿es verdad
que deseas un amante? Pobre niña. No sabes el daño que te hará. Primero te
derribará, se echará sobre ti, y después te aplastará y te desgarrará.
»Cuando Camila creyó que su
alumna ya sabía bastante, vino a abrirme la puerta, me llevó hasta el lecho de
su hermana y se acostó con nosotros.
»¿Que podría deciros de aquella
noche fatal? Que agoté en ella las delicias y los crímenes. Durante largo
tiempo estuve luchando contra el sueño y la naturaleza para lograr aún más los
infernales goces. Finalmente, me dormí y desperté al día siguiente bajo la
horca de los hermanos de Zoto, acostado entre los dos horribles cadáveres.»
En este momento, el ermitaño
interrumpió al endemoniado y me dijo:
-Y bien, hijo mío, ¿qué te
parece? Imagina tu horror si hubieses amanecido entre los dos ahorcados.
A lo cual respondí:
-Me ofendéis, padre. Un caballero
no debe jamás tener miedo y menos aún si tiene el honor de ser capitán de la
Guardia Valona.
-Pero hijo mío -continuó el
padre-, ¿has oído decir alguna vez que semejante aventura ha sucedido a
alguien?
Dudé un instante antes de
contestar, y al fin le dije:
-Si esa aventura, padre, ha
ocurrido al señor Pacheco, puede también suceder a otros. Pero mejor podré
juzgar si se digna ordenarle que continúe su historia.
El ermitaño se volvió hacia el
endemoniado y le dijo:
-Pacheco, en nombre de tu
redentor, te ordeno que continúes tu historia.
Pacheco lanzó un nuevo y terrible
alarido, y continuó de esta suerte:
«Dejé la horca medio muerto de
miedo. Me arrastré como pude y marché sin saber adónde me dirigía. Por fin,
encontré a unos viajeros que tuvieron piedad de mi situación y me condujeron a
la Venta Quemada, donde hallé al posadero y a mis criados, muy preocupados por
mí. Les pregunté si mi padre había dormido en la granja, y me contestaron que
nadie había llegado aún.
»No me atreví a quedarme más
tiempo en la Venta, y resolví regresar a Andújar. Cuando llegué ya se había
puesto el sol y la posada estaba llena. Me prepararon una cama en la cocina, y
me acosté pronto, pero los horrores de la noche anterior, vivos aún en mi
espíritu, me impedían coger el sueño.
»Había dejado encendida una vela
sobre el hogar de la cocina. De pronto, la vela se apagó, y sentí al instante
un escalofrío mortal que heló mis venas. Al mismo tiempo alguien tiró del
cobertor, y oí una voz femenina que me decía:
»-Soy Camila, tu madrastra. Tengo
frío, amor mío, hazme sitio bajo la manta.
»Y otra voz:
»-Soy Inesilla. Tengo mucho frío,
déjame entrar en tu cama.
»En ese momento sentí una mano
helada que me agarraba por el cuello. Reuní todas mis fuerzas y exclamé:
»-¡Satán, vete de aquí!
»Entonces las dos voces de antes
me dijeron:
»-¿Por qué nos echas? ¿No eres
nuestro maridito? Tenemos mucho frío. Vamos a encender un poco de lumbre.
»En efecto, poco tiempo después
vi las llamas en el hogar de la chimenea. La estancia se iluminó, pero en vez
de ver a Camila y a Inesilla lo que vi fue a los hermanos de Zoto, colgados de
la chimenea.
»Esta visión me aterrorizó.
Rápidamente me levanté, salté por la ventana y me puse a correr con todas mis
fuerzas. Por un momento creí haber logrado escapar de tantos horrores, pero al
volverme vi con terror que era seguido por los dos ahorcados. Corrí de nuevo, y
me pareció que había logrado dejarlos atrás. Pero mi ilusión duró poco. Las
horribles criaturas lograron rodearme y llegar hasta mí. Intenté correr, pero
mis fuerzas me abandonaron.
»Sentí entonces que uno de los
ahorcados me sujetaba por el tobillo izquierdo. Intenté zafarme, pero el otro
ahorcado me cortó el camino poniéndose ante mí, mirándome con ojos terribles y
sacándome una lengua roja como el hierro cuando sale del fuego. Pedí clemencia,
pero fue en vano. Aquel monstruo me sujetó del cuello con una mano y con la
otra me arrancó el ojo que me falta. En el hueco de mi ojo introdujo su lengua
de fuego. Me lamió el cerebro y me hizo aullar de dolor.
»El otro ahorcado, que me había
agarrado la pierna derecha, quiso también martirizarme. Comenzó haciéndome
cosquillas en la planta del pie que tenía sujeto, pero después el monstruo me
arrancó la piel del pie, separó los nervios, les quitó su encarnadura, y el muy
canalla se puso a tocar sobre ellos como si fuesen un instrumento musical. Mas
como por lo visto no daban un sonido que fuese de su agrado, hundió sus uñas en
mi corva, agarró con ellas mis tendones y se puso a retorcerlos, como se hace
para afinar un arpa. Finalmente, se puso a tocar sobre mi pierna, convertida en
salterio. Escuché su risa diabólica, y mientras el dolor me arrancaba terribles
aullidos los gemidos del infierno me hacían coro. Cuando oí el rechinar de los
condenados me pareció que cada una de mis fibras era triturada por sus dientes.
Por último, perdí el conocimiento.
»Al día siguiente, unos pastores
me encontraron en el campo y me trajeron a esta ermita. Aquí he confesado mis
pecados y he hallado al pie de la cruz algún consuelo a mis desgracias.»
Nuevamente el endemoniado lanzó
un horrible aullido y se calló. El ermitaño habló entonces, y me dijo:
-Joven, ya ves el poder de Satán.
Debes rezar y llorar. Pero ya es tarde y debemos separarnos. No te invito a que
descanses en mi celda porque Pacheco lanza tales gritos durante la noche que no
podrías dormir. Ve a acostarte a la capilla. Allí estarás bajo la protección de
la cruz que triunfa sobre los demonios.
Contesté al buen ermitaño que lo
haría de buen grado. Llevamos a la capilla un pequeño catre de tijera y me
acosté en él, mientras el ermitaño me deseaba buenas noches.
Cuando me encontré solo me puse a
pensar en la historia de Pacheco, en la que encontraba bastante semejanza con
mis propias aventuras.
Me hallaba aún pensando en ello
cuando oí que daban las doce, pero no podía saber si era la campana de la
ermita o si es que iba a toparme nuevamente con aparecidos. A los pocos
instantes oí que llamaban a la puerta de la capilla, y pregunté:
-¿Quién es ahí?
Una voz femenina me respondió:
-Tenemos frío, ábrenos, somos tus
mujercitas.
-Sí, sí, malditos ahorcados -les
contesté-, volveos a vuestra horca y dejadme dormir.
La misma voz volvió a decirme:
-Te burlas de nosotras porque
estás en una capilla. Ven fuera y verás...
-Ahora mismo voy -contesté.
Fui a buscar mi espada e intenté
salir, pero vi que la puerta estaba cerrada. Les dije a los aparecidos lo que
ocurría, pero no me contestaron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta el
alba.
* El cuento "Historia del
endemoniado Pacheco" es un fragmento (Jornada Segunda) de la novela
Manuscrito encontrado en Zaragoza.
Jan Potocki nació en Podolia
(región que ahora forma parte de Ucrania), el 8 de marzo de 1761, en una
familia de la aristocracia polaca que antes y después dio personajes que se
movieron con comodidad en las cortes europeas. Recibió una sólida educación
clásica en Ginebra, Lausana y París. Como parte de su formación, sirvió como
ingeniero militar en Austria y Hungría.
En la década de 1780 se
estableció en París, donde frecuentó los círculos conspirativos de numerosas
sociedades secretas, más o menos místicas o falsarias. Fue defensor de los
ideales revolucionarios, aunque más tarde manifestó su desconfianza hacia toda
forma de ejercicio del poder, del que, como correspondía a su origen, nunca
estuvo alejado.
Pero Potocki se hizo famoso por
dos cosas que no tienen que ver con sus trabajos eruditos: en 1790 fue el primer
polaco que sobrevoló Varsovia en un globo con el aeronauta francés Blanchard
(por cierto que acompañado por Osmán y su perra Lulú); y en 1805 publicó un
curioso libro de aparecidos impregnado de un erotismo sutil: Manuscrito
encontrado en Zaragoza.
El Manuscrito encontrado en
Zaragoza comienza con una Advertencia de un oficial del ejército napoleónico,
donde se cuenta que el manuscrito que se da a conocer fue encontrado en una
casa abandonada. Según el oficial, estaba escrito en castellano, idioma que entendía
superficialmente, pero tuvo la fortuna de ser tomado prisionero por los
españoles, uno de cuyos capitanes le dijo, tras hojear el manuscrito, que allí
se mentaba a un antepasado suyo. El prisionero, pues, le pidió al capitán que
le leyera el libro, y a su dictado, el oficial lo transcribió en francés.
Así entra el lector en un juego
especular que conduce al desdibujamiento de la realidad, o mejor, al
convencimiento de que la realidad no es otra cosa que una versión desprolija de
la ficción.
Los relatos del libro siguen un
plan muy sencillo, que se repite incesantemente, sin cansar jamás: el
protagonista se pierde en una región siniestra, tiene un encuentro con dos
hermanas luego que dan las campanadas de medianoche, y se despierta más tarde
en un cadalso, flanqueado por los cadáveres de dos bandidos ejecutados por
orden del rey. A lo largo del libro, las hermanas asumen la forma de gemelos,
los bandidos resultan no haber muerto, hay alquimistas, astrólogos y
cabalistas, poseídos, gitanos y anacoretas, pero cada relato se articula en
torno a los mismos elementos estructurales. Todo el libro rezuma un erotismo
leve, que compensa su liviandad con su insistencia.
Lo que singulariza a Potocki
dentro de la tradición de los frame tales (como El Decamerón, los Cuentos de
Canterbury o Las mil y una noches), es su acento en el carácter infinito del
género, la multiplicación de los niveles narrativos (un cuento dentro del que
se cuenta un cuento dentro del que se cuenta un cuento, etcétera), y el sabor
leve del Siglo de las Luces, con su característica mezcla de ciencia y
ocultismo ilusionista, escenas galantes y protocolo cortesano.
La temática sobrenatural, los
estados alterados de conciencia de los personajes y la carga erótica que
impregna el texto se corresponden a la perfección con la estructura de cajas
chinas, virtualmente infinita.
Como en todas las grandes obras
de arte, el fruidor se encuentra de pronto enfrentado a un cuestionamiento
esencial de la propia obra, de los sentidos posibles de la obra, y de la noción
misma de interpretación. Y cuando una obra cuestiona la interpretación -los
modos de vincular el mundo de la escritura y el mundo del lector-, lo que se
pone en tela de juicio es lo que conviene provisionalmente definir como
realidad.
Los plagiarios del libro lo
percibieron como una simple suma de cuentos, y por eso publicaron relatos
aislados; pero leído en su totalidad es como se atrapa su esencia, un abismo.
Fragmentos de Hombre de un solo
libro
Carlos Rehermann
De: HEnciclopedia.com
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