martes, 4 de marzo de 2014

"El atractivo de su cuento está en su forma de narrar"- H. P. Lovecraft

Arthur Machen
3 de marzo de 1863 - Reino Unido

Los niños felices



Un día después de la Navidad de 1915, mis deberes profesionales me llevaron al Norte; o, para ser más preciso, como nuestros convencionalismos, al "Distrito Nordeste". Había habido ciertas charlas singulares; varios chismorreos respecto a que los alemanes tenían un «escondrijo» por parte de Malton Head. Nadie parecía saber exactamente qué hacían allí o qué esperaban lograr. Mas la información corría como un incendio de una boca a otra, y se creyó conveniente que tal habladuría fuese seguida hasta sus orígenes, y expuesta al público o negada de una vez por todas.

Me dirigí, pues, al Distrito Nordeste, el domingo 26 de diciembre de 1915, y continué mis investigaciones a partir de la Bahía Helmsdale, que es un pequeño pueblo marítimo situado a tres kilómetros escasos del cabo Malton. La gente de los prados y las marismas también se había enterado de la fábula, considerándola con supremo desdén. Por lo que pude averiguar, dicho cuento había tenido origen en los juegos de unos niños que durante el verano habían vivido en Helmsdale. Habían improvisado un burdo drama de espías alemanes y su captura, y habían utilizado la Caverna Helvy, situada entre Helmsdale y el cabo Malton, como escenario de sus juegos. Esto era todo; aparentemente, los bobos habían hecho el resto; los bobos que creían de todo corazón a los «rusos», y se persignaban ante aquel que expresaba sus dudas respecto a los «Ángeles de Mons».

-Los niños forjaron un cuento que no se creían -me espetó un habitante del pueblo, que seguramente me juzgó más prudente que otras personas.

Naturalmente, no podía comprender, pese a todo, que un periodista tiene dos deberes: proclamar la verdad y denunciar la mentira.

A primeras horas de la tarde del lunes, ya había terminado con los «alemanes» y su escondite, y decidí detenerme en Banwick antes de regresar a casa, pues había oído comentar a menudo que era un lugar bellísimo y curioso. De modo que cogí el tren de la una y media, y empecé a internarme, deteniéndome en muchas estaciones desconocidas en medio de las grandes mesetas; cambié de tren en Marishes Ambo, y proseguí el viaje por un territorio extraño, a la escasa luz de la tarde invernal. De pronto, el tren abandonó el terreno llano y comenzó a descender por una cañada profunda y estrecha, oscurecida por bosques a cada lado, amarillenta por las ramas quebradas, solemne en su soledad. Lo único que se movía era el río acaudalado y turbulento que espumeaba sobre las rocas, y formaba plácidos remansos en las orillas.

Los oscuros bosques se diseminaron en grupos de antiguas matas de espinos; grandes rocas grises, de formas raras, surgían del suelo; y otras dentadas se elevaban hacia las alturas a cada lado de la cañada. El río iba creciendo y ensanchándose, y siguiendo su curso llegamos a Banwick al ponerse el sol.

Contemplé la maravilla de la ciudad a la luz del crepúsculo, rojizo por occidente. Las nubes ensombrecían los rosales; había mares de verdor por entre islas de luz carmesí; y nubes relucientes como espadas flamígeras, como dragones de fuego. Y por debajo de aquellos colores, de aquellas luces confundidas se veían las luces del puerto abajo, y más arriba, al otro lado del puente, la abadía en ruinas y la inmensa iglesia en la colina.

Salí de la estación por una antigua calle, tortuosa y estrecha, con recintos cavernosos y patios que se abrían al otro lado, y tramos de peldaños que ascendían hacia las terrazas de las casas, o descendían al puerto y a la marea del agua. Distinguí muchas casas torcidas, casi hundidas por el peso de los años, casi por debajo del nivel del suelo, con techumbres de troncos de árbol derruidas y portales encorvados, con rastros de grabados grotescos en sus muros. Y cuando llegué al muelle, al otro lado del puerto había la más asombrosa confusión de techos de tejas rojas que había visto en mi vida, y la gran iglesia normanda de color gris, en la colina pelada que los dominaba. Más abajo, las barcas se balanceaban con la marea, y el agua ardía en los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Estuve en el muelle hasta que en el cielo hubo desaparecido todo resplandor, y las aguas y la noche invernal quedaron completamente a oscuras en Banwick.

Hallé una vieja posada junto al puerto. Los muros de las habitaciones iban al encuentro unas de otras, formando unos extraños e inesperados ángulos; había agudas proyecciones y raras junturas de ladrillos, como si una habitación tratase de internarse en otra; había indicios de escaleras imprevistas en los rincones de los techos. Mas también había un bar donde Tom Smart había gustado de sentarse, con un buen fuego de leños, viejos sillones y bastantes perspectivas de conseguir «algo caliente» después de cenar.

Me senté en tan agradable lugar una hora o dos, y conversé con la amable gente del pueblo que entraba y salía. Todos me hablaban de las viejas aventuras o la industria de la población. Antaño era un gran puerto ballenero, y tenían unos magníficos astilleros; y más adelante, Banwick fue famoso por su corte del ámbar.

-Pero ahora ya no es nada -se entristeció un parroquiano del bar-, y nosotros nada poseemos.

Salí a dar una vuelta antes de cenar. Banwick estaba en tinieblas, en espesas tinieblas. Por buenos motivos, no ardía en sus calles ni una sola luz; y apenas se distinguían algunos resquicios luminosos a través de los visillos de las ventanas. Era como andar por una ciudad de la Edad Media, con las formas antiguas de las casas apenas visibles en la oscuridad, formas que me recordaban los cuadros extraños y cavernosos del París y Tours medievales que trazó Doré.

Apenas había nadie en las calles; aunque todos los patios y callejones parecían llenos de niños. Divisé a varios corriendo aquí y allá. Y nunca había oído unas voces infantiles tan felices. Unos cantaban, otros reían, y atisbando por una de las oscuras cavernas, percibí un corro de niños que danzaban, dando vueltas y más vueltas, cantando con voces muy diáfanas una bella melodía; seguramente una tonadilla local, supuse, ya que se trataba de unas modulaciones que jamás había escuchado.

Regresé a la posada y hablé con su propietario respecto a la gran cantidad de niños que jugaban en las oscuras calles y en los patios, y en lo felices que todos me habían parecido.

Durante un instante me contempló fijamente y al fin me dijo:

-Bueno, caballero, los niños andan un poco sueltos estos días. Sus padres se hallan en el frente, y sus madres no pueden dominarlos ni sujetarlos en casa. De modo que todos se han vuelto un poco salvajes.

Había algo raro en su expresión. Pero no conseguí descubrir en qué estribaba la rareza. Y me di cuenta de que mi observación le había dejado inquieto, pero yo ignoraba en absoluto qué le pasaba. Cené y me senté un par de horas a discutir de los «alemanes» en su escondite del cabo Malton.

Terminé mi relato del mito alemán, y en vez de irme a la cama, decidí que debía dar otra vuelta por Banwick, envuelto en su maravillosa oscuridad. De modo que salí y crucé el puente subiendo por la calle del otro lado, donde se veía (se hubiese visto en pleno día) el amontonamiento de tejados rojos casi unos encima de otros, que había contemplado aquel atardecer. Ante mi asombro, vi que los extraordinarios niños de Banwick continuaban en la calle, alborotando, jugando y riendo, bailando y cantando, por las escaleras que daban a los patios interiores, pareciendo de esta forma que flotasen en el aire. Sus alegres carcajadas resonaban como campanadas en la noche.

Eran las once y cuarto cuando salí de la posada, y estaba precisamente pensando que las madres de aquella población eran excesivamente indulgentes con sus hijos, cuando éstos empezaron a entonar la antigua melodía que ya había escuchado antes. Las diáfanas y modélicas voces se elevaban en la oscuridad: a lo que me pareció, por centenares. Yo me hallaba en una callejuela, y vi con gran estupor que los niños pasaban ante mí en una larga procesión que ascendía por la colina hacia la abadía. Ignoro si había aparecido una luna muy pálida, o si las nubes pasaban por delante de las estrellas; pero el aire se aplacó, y conseguí divisar a los niños con toda claridad, andando lentamente y cantando, en un transporte de exaltación en tanto entonaban la dulce melodía en medio del bosque invernal, que en aquellos momentos parecía transformado por una temprana primavera.

Todos vestían de blanco, algunos con extrañas marcas en sus cuerpos que, supuse, tenían cierto significado en aquel fragmento de místico misterio que estaba yo contemplando.

Muchos llevaban coronas hechas con algas húmedas en torno a las sienes; uno mostraba una cicatriz pintada en la garganta; un chiquillo llevaba una túnica abierta, y señalaba una profunda herida encima del corazón, de la que parecía manar sangre; otro niño tenía las manitas muy separadas, con las palmas llenas de espinos y sangrando, como si se las hubiesen atravesado. Uno de los cantores llevaba un bebé en brazos, e incluso éste presentaba una herida en la cara.

La procesión pasó ante mí, y oí cantar a los niños mientras seguían ascendiendo por la colina hacia la antigua iglesia. Regresé a la posada, y al atravesar el puente me asaltó de repente la idea de que era el día de los Santos Inocentes. Sin duda, acababa de presenciar una confusa reliquia de alguna tradición medieval, por lo que al llegar a mi destino le formulé al posadero unas preguntas al respecto.

Entonces comprendí el significado de la extraña expresión que antes había observado en su rostro. Empezó a temblar y a estremecerse de horror; y luego se alejó de mí como si yo fuese un mensajero de la muerte.

Unas semanas más tarde estaba leyendo un libro titulado Los antiguos ritos de Banwick. Lo había escrito, en el reinado de la reina Isabel I de Inglaterra, un autor anónimo que había conocido el esplendor de la antigua abadía y la desolación que la asoló. Y hallé este pasaje:

«Y en el Día de los Inocentes, a medianoche, se celebró un maravilloso y solemne servicio religioso. Ya que cuando los monjes terminaron de cantar el Tedeum en los maitines, subió al altar el abad, espléndidamente ataviado con una vestidura de oro, por lo que era una maravilla contemplarle. Y también entraron en el templo todos los niños de tierna edad de Banwick, todos ataviados con túnicas blancas. Luego, el abad empezó a cantar la misa de los Santos Inocentes. Y cuando terminó la consagración de la misa, se adelantó hasta el Santo Libro el niño más pequeño de cuantos se hallaban presentes y podían estar de pie. Y este niño llegó al altar, y el abad lo instaló en un trono de oro reluciente, y se inclinó y lo adoró, entonando:

Talium Regnum Celoerum, Aleluya. De éste es el Reino de los Cielos, Aleluya.

Y todo el coro cantó en respuesta:

Amicti sunt stolis albis, Aleluya, Aleluya. (Vestidos están con túnicas blancas, Aleluya, Aleluya).

Y el prior y todos los monjes, por orden, adoraron y reverenciaron al niño que se hallaba sentado en el trono.»

Yo había presenciado la procesión de la Orden Blanca de los Santos Inocentes. Había visto a los que salían cantando de las aguas profundas donde se hallaba el Lusitania; había visto a los mártires inocentes de los campos de Flandes y Francia regocijándose ante la idea de oír misa en su morada espiritual.
  

De: CiudadSeVa.com


Arthur Machen o el horror en la ciudad

Guillermo García

Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Lomas de Zamora
Argentina

(Fragmentos)


A partir del primer cuarto del siglo XIX, cuando los perfiles de la vida moderna principian a consolidarse definitivamente, se torna inevitable reformular los códigos de la narración fantástica en Occidente. Una vez eclipsado el viejo orden absolutista, y aunque secretamente las codicien a fin de legitimarse, el imperio creciente de la casta burguesa nada entenderá de estirpes, blasones, tortuosas genealogías y culpas ancestrales, tan sombrías y recónditas para su mentalidad como los ruinosos castillos que las albergaban. La superioridad de la sangre dará paso, entonces, al poder que el dinero confiere.

En efecto, la pregunta se abocará, a partir de entonces, a interrogar por el dónde, el cuándo y el qué del relato de horror. En otras palabras, se vuelve necesaria por parte del género una readaptación de los escenarios y los temas. Dos narraciones de Poe —“Manuscrito hallado en una botella” (1833) y “El hombre de la multitud” (1840)—, resultan ejemplificadoras al respecto. Mientras que el Manuscrito encontrado en Zaragoza (1806/1813), la novela del polaco Jan Potocki, representaría en este contexto un fulgurante canto de cisne.

(...)

“Entre los creadores actuales del miedo cósmico que han alcanzado el más alto nivel artístico son pocos los que pueden compararse con el polifacético Arthur Machen”, dictaminó Lovecraft en El horror en la literatura, para en seguida especificar que “su poderosa producción de horror, a finales del siglo XIX y principios del XX, sigue siendo única en su clase, y marca una época distinta en la historia de este género literario”.

A continuación, el discípulo norteamericano destaca lo que a su juicio constituye una de las marcas sobresalientes de su ‘maestro’. Escribe: “Machen, dotado de una impresionante herencia céltica unida a vivos recuerdos juveniles de los montes remotos, bosques y misteriosas ruinas romanas de la región de Gwent, ha vivido una vida imaginativa de rara belleza, intensidad y fondo histórico”.

En efecto, a un avisado lector como Lovecraft pareciera no escapársele que la consecuencia predominante de las fantasías de su mentor radicaba en la sutil e inesperada conjunción de lo arcaico y lo moderno o, en otros términos, de la pervivencia soterrada del primero en los ámbitos ‘visibles’ donde el segundo actualmente impera.

(...)

Ahora bien, ¿constituye la ciudad un lugar apto para la irrupción de lo fantástico? O, en otros términos, ¿cómo hacer para situar lo innominado, ‘eso’ que por definición escapa a todo registro estadístico y representativo, en el seno del orbe ciudadano, aquel regido justamente por tales parámetros?

Una de las formas será confundiendo el signo de lo otro, la alteridad, en la marea de la multitud. Así lo ensaya Poe en el mencionado cuento. Ese será el principio, también, de numerosas narraciones policiales, sobre todo las adscriptas a la vertiente clásica.

La otra posibilidad consiste en insertar lo monstruoso en los ‘intersticios urbanos’.

En el caso puntual de Arthur Machen, determinados lugares o, más valdría decir, ‘no lugares’, son los privilegiados cuando de aludir a horrores innominados se trata. Los personajes tras los cuales se escuda el narrador para abordar tales sucesos, a su vez, suelen ser perfiles homólogos a los del detective razonador de los primeros policiales. Desocupados flaneurs, económicamente desahogados, cultos y educados, verdaderos hommes de letres las más de las veces, se dedican a rastrear, tal como hacía el narrador de “El hombre de la multitud” poeniano, tipos, conductas o parajes que ‘salgan de lo común’.

(...)

Así, podría hablarse de una geografía puntual en Machen donde los excesos del mal y el espanto emergen y se expanden con plena seguridad: los pasajes callejeros y los interiores de respetables mansiones. Lugares ambos que, bien mirados, constituyen sendos ‘reversos’ del orbe multitudinario. El amparo que avenidas, cafés, restaurantes, plazas y pobladas veredas prodigan a perseguidores y perseguidos, cesan absolutamente en aquellos, privados, sustraídos a la mirada pública, al tráfago de las multitudes, sitios propicios para que lo atávico contamine, aunque más no sea momentáneamente, las estribaciones de lo moderno.

(...)


En la cosmovisión de Arthur Machen la malignidad opera en el plano de la más inmediata materialidad, esto es, que maniobra sobre los cuerpos sometiéndolos a las inimaginables formas de tormento que dictan los excesos nacidos de la perversión y la tortura.

Al igual que las incisiones de su coetáneo Jack el Destripador, la prosa de Machen también se complace en diseccionar todo lo que de artificial poseía el estricto encauzamiento que la moral victoriana imponía sobre cuerpos y conductas.

(...)

Lo perturbador de Machen radica en que lo desconocido late en el seno de lo doméstico, forma parte de los sustratos olvidados de la propia historia. Podríase hablar, en este sentido, de unas paradójicas fronteras interiores. Así, si el vampiro procedía de los confines del imperio, la ‘gente menuda’ proviene del corazón del Reino y de las capas interiores del propio acervo folklórico.

No obstante, ambas manifestaciones tienen en común el no ajustarse al esquema biologicista del saber positivo.


(...)


Uno de los rasgos sobresalientes de la concepción macheniana del horror radica en el hecho de que lo monstruoso se sustrae a toda forma de discurso. Enmascarado tras los perfiles de la vida ordinaria, lo atroz escatima una y otra vez la representación directa, hecho que contribuye a conferirle un plus de abominación y espanto. En efecto, escapar al discurso es escapar a la descripción y, por ende, a la forma. Entonces, es el signo de lo informe (o preformal) ese que se adivina en los mejores momentos del galés. Dicho signo, por lo demás, se halla descontando desde el vamos, poniéndolas en tela de juicio, toda una serie de categorías fundamentales del pensamiento positivista. Para empezar, el decir estadístico de la ciencia. O, en especial, la tesis biológica del evolucionismo y su gemela en el campo histórico social, la del progreso ilimitado.

No será extraño, entonces, que el discurso que se aboque a dar cuenta de lo monstruoso adopte formas particularísimas. Arribamos así a una última y breve cuestión, de índole estrictamente literaria, referida a las técnicas utilizadas por Machen cuando de construir un relato se trata.

Hablando, pues, del modo de narrar, difícil será no aludir a las destrezas desplegadas por el galés en el campo de la fragmentación y la discontinuidad.


De: Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid


El ciclo de las estaciones para los celtas.


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