Arthur Machen 3 de marzo de 1863 - Reino Unido |
Los niños felices
Un día después de la Navidad de 1915, mis deberes
profesionales me llevaron al Norte; o, para ser más preciso, como nuestros
convencionalismos, al "Distrito Nordeste". Había habido ciertas
charlas singulares; varios chismorreos respecto a que los alemanes tenían un
«escondrijo» por parte de Malton Head. Nadie parecía saber exactamente qué
hacían allí o qué esperaban lograr. Mas la información corría como un incendio
de una boca a otra, y se creyó conveniente que tal habladuría fuese seguida hasta
sus orígenes, y expuesta al público o negada de una vez por todas.
Me dirigí, pues, al Distrito Nordeste, el domingo 26 de
diciembre de 1915, y continué mis investigaciones a partir de la Bahía
Helmsdale, que es un pequeño pueblo marítimo situado a tres kilómetros escasos
del cabo Malton. La gente de los prados y las marismas también se había
enterado de la fábula, considerándola con supremo desdén. Por lo que pude
averiguar, dicho cuento había tenido origen en los juegos de unos niños que
durante el verano habían vivido en Helmsdale. Habían improvisado un burdo drama
de espías alemanes y su captura, y habían utilizado la Caverna Helvy, situada
entre Helmsdale y el cabo Malton, como escenario de sus juegos. Esto era todo;
aparentemente, los bobos habían hecho el resto; los bobos que creían de todo
corazón a los «rusos», y se persignaban ante aquel que expresaba sus dudas
respecto a los «Ángeles de Mons».
-Los niños forjaron un cuento que no se creían -me espetó un
habitante del pueblo, que seguramente me juzgó más prudente que otras personas.
Naturalmente, no podía comprender, pese a todo, que un
periodista tiene dos deberes: proclamar la verdad y denunciar la mentira.
A primeras horas de la tarde del lunes, ya había terminado
con los «alemanes» y su escondite, y decidí detenerme en Banwick antes de
regresar a casa, pues había oído comentar a menudo que era un lugar bellísimo y
curioso. De modo que cogí el tren de la una y media, y empecé a internarme,
deteniéndome en muchas estaciones desconocidas en medio de las grandes mesetas;
cambié de tren en Marishes Ambo, y proseguí el viaje por un territorio extraño,
a la escasa luz de la tarde invernal. De pronto, el tren abandonó el terreno
llano y comenzó a descender por una cañada profunda y estrecha, oscurecida por
bosques a cada lado, amarillenta por las ramas quebradas, solemne en su
soledad. Lo único que se movía era el río acaudalado y turbulento que espumeaba
sobre las rocas, y formaba plácidos remansos en las orillas.
Los oscuros bosques se diseminaron en grupos de antiguas
matas de espinos; grandes rocas grises, de formas raras, surgían del suelo; y
otras dentadas se elevaban hacia las alturas a cada lado de la cañada. El río
iba creciendo y ensanchándose, y siguiendo su curso llegamos a Banwick al ponerse
el sol.
Contemplé la maravilla de la ciudad a la luz del crepúsculo,
rojizo por occidente. Las nubes ensombrecían los rosales; había mares de verdor
por entre islas de luz carmesí; y nubes relucientes como espadas flamígeras,
como dragones de fuego. Y por debajo de aquellos colores, de aquellas luces
confundidas se veían las luces del puerto abajo, y más arriba, al otro lado del
puente, la abadía en ruinas y la inmensa iglesia en la colina.
Salí de la estación por una antigua calle, tortuosa y estrecha,
con recintos cavernosos y patios que se abrían al otro lado, y tramos de
peldaños que ascendían hacia las terrazas de las casas, o descendían al puerto
y a la marea del agua. Distinguí muchas casas torcidas, casi hundidas por el
peso de los años, casi por debajo del nivel del suelo, con techumbres de
troncos de árbol derruidas y portales encorvados, con rastros de grabados
grotescos en sus muros. Y cuando llegué al muelle, al otro lado del puerto
había la más asombrosa confusión de techos de tejas rojas que había visto en mi
vida, y la gran iglesia normanda de color gris, en la colina pelada que los
dominaba. Más abajo, las barcas se balanceaban con la marea, y el agua ardía en
los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Estuve en el muelle
hasta que en el cielo hubo desaparecido todo resplandor, y las aguas y la noche
invernal quedaron completamente a oscuras en Banwick.
Hallé una vieja posada junto al puerto. Los muros de las
habitaciones iban al encuentro unas de otras, formando unos extraños e
inesperados ángulos; había agudas proyecciones y raras junturas de ladrillos,
como si una habitación tratase de internarse en otra; había indicios de
escaleras imprevistas en los rincones de los techos. Mas también había un bar
donde Tom Smart había gustado de sentarse, con un buen fuego de leños, viejos
sillones y bastantes perspectivas de conseguir «algo caliente» después de
cenar.
Me senté en tan agradable lugar una hora o dos, y conversé
con la amable gente del pueblo que entraba y salía. Todos me hablaban de las
viejas aventuras o la industria de la población. Antaño era un gran puerto
ballenero, y tenían unos magníficos astilleros; y más adelante, Banwick fue
famoso por su corte del ámbar.
-Pero ahora ya no es nada -se entristeció un parroquiano del
bar-, y nosotros nada poseemos.
Salí a dar una vuelta antes de cenar. Banwick estaba en
tinieblas, en espesas tinieblas. Por buenos motivos, no ardía en sus calles ni
una sola luz; y apenas se distinguían algunos resquicios luminosos a través de
los visillos de las ventanas. Era como andar por una ciudad de la Edad Media,
con las formas antiguas de las casas apenas visibles en la oscuridad, formas
que me recordaban los cuadros extraños y cavernosos del París y Tours
medievales que trazó Doré.
Apenas había nadie en las calles; aunque todos los patios y
callejones parecían llenos de niños. Divisé a varios corriendo aquí y allá. Y
nunca había oído unas voces infantiles tan felices. Unos cantaban, otros reían,
y atisbando por una de las oscuras cavernas, percibí un corro de niños que
danzaban, dando vueltas y más vueltas, cantando con voces muy diáfanas una
bella melodía; seguramente una tonadilla local, supuse, ya que se trataba de
unas modulaciones que jamás había escuchado.
Regresé a la posada y hablé con su propietario respecto a la
gran cantidad de niños que jugaban en las oscuras calles y en los patios, y en
lo felices que todos me habían parecido.
Durante un instante me contempló fijamente y al fin me dijo:
-Bueno, caballero, los niños andan un poco sueltos estos
días. Sus padres se hallan en el frente, y sus madres no pueden dominarlos ni
sujetarlos en casa. De modo que todos se han vuelto un poco salvajes.
Había algo raro en su expresión. Pero no conseguí descubrir
en qué estribaba la rareza. Y me di cuenta de que mi observación le había
dejado inquieto, pero yo ignoraba en absoluto qué le pasaba. Cené y me senté un
par de horas a discutir de los «alemanes» en su escondite del cabo Malton.
Terminé mi relato del mito alemán, y en vez de irme a la
cama, decidí que debía dar otra vuelta por Banwick, envuelto en su maravillosa
oscuridad. De modo que salí y crucé el puente subiendo por la calle del otro
lado, donde se veía (se hubiese visto en pleno día) el amontonamiento de
tejados rojos casi unos encima de otros, que había contemplado aquel atardecer.
Ante mi asombro, vi que los extraordinarios niños de Banwick continuaban en la
calle, alborotando, jugando y riendo, bailando y cantando, por las escaleras
que daban a los patios interiores, pareciendo de esta forma que flotasen en el
aire. Sus alegres carcajadas resonaban como campanadas en la noche.
Eran las once y cuarto cuando salí de la posada, y estaba
precisamente pensando que las madres de aquella población eran excesivamente
indulgentes con sus hijos, cuando éstos empezaron a entonar la antigua melodía
que ya había escuchado antes. Las diáfanas y modélicas voces se elevaban en la
oscuridad: a lo que me pareció, por centenares. Yo me hallaba en una
callejuela, y vi con gran estupor que los niños pasaban ante mí en una larga
procesión que ascendía por la colina hacia la abadía. Ignoro si había aparecido
una luna muy pálida, o si las nubes pasaban por delante de las estrellas; pero
el aire se aplacó, y conseguí divisar a los niños con toda claridad, andando
lentamente y cantando, en un transporte de exaltación en tanto entonaban la
dulce melodía en medio del bosque invernal, que en aquellos momentos parecía
transformado por una temprana primavera.
Todos vestían de blanco, algunos con extrañas marcas en sus
cuerpos que, supuse, tenían cierto significado en aquel fragmento de místico
misterio que estaba yo contemplando.
Muchos llevaban coronas hechas con algas húmedas en torno a
las sienes; uno mostraba una cicatriz pintada en la garganta; un chiquillo
llevaba una túnica abierta, y señalaba una profunda herida encima del corazón,
de la que parecía manar sangre; otro niño tenía las manitas muy separadas, con
las palmas llenas de espinos y sangrando, como si se las hubiesen atravesado.
Uno de los cantores llevaba un bebé en brazos, e incluso éste presentaba una
herida en la cara.
La procesión pasó ante mí, y oí cantar a los niños mientras
seguían ascendiendo por la colina hacia la antigua iglesia. Regresé a la
posada, y al atravesar el puente me asaltó de repente la idea de que era el día
de los Santos Inocentes. Sin duda, acababa de presenciar una confusa reliquia
de alguna tradición medieval, por lo que al llegar a mi destino le formulé al
posadero unas preguntas al respecto.
Entonces comprendí el significado de la extraña expresión
que antes había observado en su rostro. Empezó a temblar y a estremecerse de
horror; y luego se alejó de mí como si yo fuese un mensajero de la muerte.
Unas semanas más tarde estaba leyendo un libro titulado Los
antiguos ritos de Banwick. Lo había escrito, en el reinado de la reina Isabel I
de Inglaterra, un autor anónimo que había conocido el esplendor de la antigua
abadía y la desolación que la asoló. Y hallé este pasaje:
«Y en el Día de los Inocentes, a medianoche, se celebró un
maravilloso y solemne servicio religioso. Ya que cuando los monjes terminaron
de cantar el Tedeum en los maitines, subió al altar el abad, espléndidamente
ataviado con una vestidura de oro, por lo que era una maravilla contemplarle. Y
también entraron en el templo todos los niños de tierna edad de Banwick, todos
ataviados con túnicas blancas. Luego, el abad empezó a cantar la misa de los
Santos Inocentes. Y cuando terminó la consagración de la misa, se adelantó
hasta el Santo Libro el niño más pequeño de cuantos se hallaban presentes y
podían estar de pie. Y este niño llegó al altar, y el abad lo instaló en un
trono de oro reluciente, y se inclinó y lo adoró, entonando:
Talium Regnum Celoerum, Aleluya. De éste es el Reino de los
Cielos, Aleluya.
Y todo el coro cantó en respuesta:
Amicti sunt stolis albis, Aleluya, Aleluya. (Vestidos están
con túnicas blancas, Aleluya, Aleluya).
Y el prior y todos los monjes, por orden, adoraron y
reverenciaron al niño que se hallaba sentado en el trono.»
Yo había presenciado la procesión de la Orden Blanca de los
Santos Inocentes. Había visto a los que salían cantando de las aguas profundas
donde se hallaba el Lusitania; había visto a los mártires inocentes de los
campos de Flandes y Francia regocijándose ante la idea de oír misa en su morada
espiritual.
De: CiudadSeVa.com
Arthur Machen o el horror en la
ciudad
Guillermo García
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Lomas de
Zamora
Argentina
(Fragmentos)
A partir del primer cuarto del
siglo XIX, cuando los perfiles de la vida moderna principian a consolidarse
definitivamente, se torna inevitable reformular los códigos de la narración
fantástica en Occidente. Una vez eclipsado el viejo orden absolutista, y aunque
secretamente las codicien a fin de legitimarse, el imperio creciente de la
casta burguesa nada entenderá de estirpes, blasones, tortuosas genealogías y
culpas ancestrales, tan sombrías y recónditas para su mentalidad como los
ruinosos castillos que las albergaban. La superioridad de la sangre dará paso,
entonces, al poder que el dinero confiere.
En efecto, la pregunta se
abocará, a partir de entonces, a interrogar por el dónde, el cuándo y el qué
del relato de horror. En otras palabras, se vuelve necesaria por parte del
género una readaptación de los escenarios y los temas. Dos narraciones de Poe —“Manuscrito
hallado en una botella” (1833) y “El hombre de la multitud” (1840)—, resultan
ejemplificadoras al respecto. Mientras que el Manuscrito encontrado en Zaragoza
(1806/1813), la novela del polaco Jan Potocki, representaría en este contexto
un fulgurante canto de cisne.
(...)
“Entre los creadores actuales del
miedo cósmico que han alcanzado el más alto nivel artístico son pocos los que
pueden compararse con el polifacético Arthur Machen”, dictaminó Lovecraft en El
horror en la literatura, para en seguida especificar que “su poderosa
producción de horror, a finales del siglo XIX y principios del XX, sigue siendo
única en su clase, y marca una época distinta en la historia de este género
literario”.
A continuación, el discípulo
norteamericano destaca lo que a su juicio constituye una de las marcas
sobresalientes de su ‘maestro’. Escribe: “Machen, dotado de una impresionante
herencia céltica unida a vivos recuerdos juveniles de los montes remotos,
bosques y misteriosas ruinas romanas de la región de Gwent, ha vivido una vida
imaginativa de rara belleza, intensidad y fondo histórico”.
En efecto, a un avisado lector
como Lovecraft pareciera no escapársele que la consecuencia predominante de las
fantasías de su mentor radicaba en la sutil e inesperada conjunción de lo
arcaico y lo moderno o, en otros términos, de la pervivencia soterrada del
primero en los ámbitos ‘visibles’ donde el segundo actualmente impera.
(...)
Ahora bien, ¿constituye la ciudad
un lugar apto para la irrupción de lo fantástico? O, en otros términos, ¿cómo
hacer para situar lo innominado, ‘eso’ que por definición escapa a todo
registro estadístico y representativo, en el seno del orbe ciudadano, aquel
regido justamente por tales parámetros?
Una de las formas será
confundiendo el signo de lo otro, la alteridad, en la marea de la multitud. Así
lo ensaya Poe en el mencionado cuento. Ese será el principio, también, de
numerosas narraciones policiales, sobre todo las adscriptas a la vertiente
clásica.
La otra posibilidad consiste en
insertar lo monstruoso en los ‘intersticios urbanos’.
En el caso puntual de Arthur
Machen, determinados lugares o, más valdría decir, ‘no lugares’, son los
privilegiados cuando de aludir a horrores innominados se trata. Los personajes
tras los cuales se escuda el narrador para abordar tales sucesos, a su vez,
suelen ser perfiles homólogos a los del detective razonador de los primeros
policiales. Desocupados flaneurs, económicamente desahogados, cultos y
educados, verdaderos hommes de letres las más de las veces, se dedican a
rastrear, tal como hacía el narrador de “El hombre de la multitud” poeniano,
tipos, conductas o parajes que ‘salgan de lo común’.
(...)
Así, podría hablarse de una
geografía puntual en Machen donde los excesos del mal y el espanto emergen y se
expanden con plena seguridad: los pasajes callejeros y los interiores de
respetables mansiones. Lugares ambos que, bien mirados, constituyen sendos
‘reversos’ del orbe multitudinario. El amparo que avenidas, cafés,
restaurantes, plazas y pobladas veredas prodigan a perseguidores y perseguidos,
cesan absolutamente en aquellos, privados, sustraídos a la mirada pública, al
tráfago de las multitudes, sitios propicios para que lo atávico contamine,
aunque más no sea momentáneamente, las estribaciones de lo moderno.
(...)
En la cosmovisión de Arthur
Machen la malignidad opera en el plano de la más inmediata materialidad, esto
es, que maniobra sobre los cuerpos sometiéndolos a las inimaginables formas de
tormento que dictan los excesos nacidos de la perversión y la tortura.
Al igual que las incisiones de su
coetáneo Jack el Destripador, la prosa de Machen también se complace en
diseccionar todo lo que de artificial poseía el estricto encauzamiento que la
moral victoriana imponía sobre cuerpos y conductas.
(...)
Lo perturbador de Machen radica
en que lo desconocido late en el seno de lo doméstico, forma parte de los
sustratos olvidados de la propia historia. Podríase hablar, en este sentido, de
unas paradójicas fronteras interiores. Así, si el vampiro procedía de los
confines del imperio, la ‘gente menuda’ proviene del corazón del Reino y de las
capas interiores del propio acervo folklórico.
No obstante, ambas
manifestaciones tienen en común el no ajustarse al esquema biologicista del
saber positivo.
(...)
Uno de los rasgos sobresalientes
de la concepción macheniana del horror radica en el hecho de que lo monstruoso
se sustrae a toda forma de discurso. Enmascarado tras los perfiles de la vida
ordinaria, lo atroz escatima una y otra vez la representación directa, hecho
que contribuye a conferirle un plus de abominación y espanto. En efecto,
escapar al discurso es escapar a la descripción y, por ende, a la forma.
Entonces, es el signo de lo informe (o preformal) ese que se adivina en los
mejores momentos del galés. Dicho signo, por lo demás, se halla descontando
desde el vamos, poniéndolas en tela de juicio, toda una serie de categorías
fundamentales del pensamiento positivista. Para empezar, el decir estadístico
de la ciencia. O, en especial, la tesis biológica del evolucionismo y su gemela
en el campo histórico social, la del progreso ilimitado.
No será extraño, entonces, que el
discurso que se aboque a dar cuenta de lo monstruoso adopte formas
particularísimas. Arribamos así a una última y breve cuestión, de índole
estrictamente literaria, referida a las técnicas utilizadas por Machen cuando
de construir un relato se trata.
Hablando, pues, del modo de
narrar, difícil será no aludir a las destrezas desplegadas por el galés en el
campo de la fragmentación y la discontinuidad.
De: Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad
Complutense de Madrid
El ciclo de las estaciones para los celtas. |
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