15 de febrero de 1898 Escritor, periodista, guionista y humorista. |
El niño jugaba ensimismado en la alta terraza iluminada por
la suave luz del sur, más azul que dorada. De pronto interrumpió sus juegos y
escuchó. De lo más profundo de la casa, de más allá de las frescas cuevas en
que los vinos sepultados desde hacía muchos años esperaban revivir en un
brindis fugaz y una canción ligera; de más allá de los antiguos calabozos que
aún guardaban olvidados instrumentos de tortura, de un último subterráneo que
la casa ignoraba por dignidad y miedo, le llegó un lento grito, que nadie más
que él oyó porque sólo a él estaba dirigido. Debió subir disimulándose entre
los ruidos habituales; atravesando de un salto las espaciosas salas vacías:
simulando ser el aullido de un perro lejano al cruzarse con alguien. No importa
saberlo. Cosas más graves quisiéramos dilucidar y tampoco podremos.
El niño levantó la cabeza, y más que sorprendido parecía
triste. Antes de iniciar el descenso, eso sí, paseó la mirada a su alrededor
buscando un signo propicio. Pero de los árboles del parque, que ya comenzaban a
cerrarse sobre sus pájaros para el gran recogimiento nocturno, no salieron más
que los píos habituales y ningún trino más alto; ninguna manzana cayó
inesperadamente sobre la hierba oscurecida ya; la nube gris, en que fijó la
mirada largamente, no cambió de forma, y la brisa que movía las flores
amarillas de la terraza ni se detuvo ni aceleró el vuelo. El niño entonces echó
a andar hacia la escalera, y el perro no lo siguió.
Lo único que pudo hacer el Ángel de su Guarda fue taparse
los ojos con el ala.
Al pasar frente a la puerta entreabierta de la biblioteca
vio a su padre, noblemente envejecido, inclinado sobre un libro por cuyas
páginas transcurrían los pensamientos de Marco Aurelio, graves, serenos,
resignados como ríos sin pasión.
El niño pudo entrar como otras veces y, sentándose a sus
pies, jugar con las pesadas borlas de oro de su bata, pero siguió bajando la
antigua escalera, que aquella tarde no crujía, como si en lugar del niño bajara
su pequeño fantasma.
Al pasar por otro piso, frente a otra puerta, oyó las voces
de sus hermanas. De entrar, lo habrían envuelto en una alocada de puntillas y
de risas, y los polvos de arroz que se ponían exageradamente lo habrían hecho
estornudar y reírse a él también. Pero no tendió la mano al pomo azul de la
puerta.
Las bajas cocinas lo envolvieron en una vaharada de aire
cálido y sabroso, y oyó el chisporrotear de aceite dorado de una estrepitosa
fritura.
Descendió más. Ya estaba en la cuadra. Tropezó con un cubo
olvidado, pero ninguno de los caballos, todos mayores que él, volvió la cabeza.
Pasó antes las cuevas del vino; ante los calabozos, cuyas puertas nunca moviera
el viento. Ahora los peldaños de la escalera eran de piedra resbaladiza. Estaba
en la parte eternamente tenebrosa y aborrecida de la casa, adonde no bajan las ratas.
Una puerta estrecha cedió a la leve presión de la mano y, con los ojos
arrasados en lágrimas de amor, fue al encuentro del grito trémulo, bajo, lleno
de horrorosa ternura.
Nunca volvió a subir la escalera, aunque los habitantes de
la casa y las visitas lo siguieron viendo durante todos los años de su vida, un
poco distante, pero por lo demás, de apariencia normal y hasta saludable.
De: http://literaturarioplatense.blogspot.com
Música porque sí, música vana,
como la vana música del grillo,
mi corazón eglógico y sencillo
se ha despertado grillo esta mañana.
¿Es este cielo azul de porcelana?
¿Es una copa de oro el espinillo?
¿O es que en mi nueva condición de grillo
veo todo a lo grillo esta mañana?
¡Qué bien suena la flauta de la rana!
Pero no es son de flauta: es un platillo
de vibrante cristal que a dos desgrana
gotas de agua sonora.
¡Qué sencillo
es a quien tiene corazón de grillo
interpretar la vida esta mañana!
HAY QUE ANDAR POR EL
MUNDO...
Hay que andar por el mundo como si no importara.
Sin preguntar el nombre del pájaro y la planta,
Ni al capitán del buque, a dónde lleva agua.
Mirar al otro lado del que todos señalan,
Que es allí, dónde crece la rosa inesperada.
Hablar con el herrero, del caballo y la fragua,
Pero mirando al fuego, con atenta mirada;
Puede que en un silencio, veas la salamandra.
Crear el nombre hermoso de alguna imaginaria mujer,
Y luego a todos preguntarles con ansia:
Si no la han visto, acaso te lleven a su casa...
En la copa vacía beber con esperanza,
Tal vez una divina locura, de cristal guarda.
Sacar siempre a los ojos, el aire azul del alma,
Ver lo que nunca alcanza la mirada...
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