El poema
El escritor minoritario, halagado
por la crítica hasta el agotamiento, dormía mal intentando hallar las razones
de un prestigio logrado de forma involuntaria. Segregaba sus textos como
producía saliva, por lo que le habría sorprendido igualmente que los expertos
en saliva y en fluidos corporales en general hubieran descubierto en la suya
alguna particularidad inédita en otros organismos de su especie. Pasado el
tiempo, harto de una reputación literaria que le aislaba paradójicamente de los
lectores, quiso probar el placer de ser leído por mucha gente, el placer de
vender.
Estudió, pues, los textos de los
autores populares y vio que en el fondo todos trataban de lo mismo: del viaje
del hombre desde el útero a la tumba, del descubrimiento de la boca como
artefacto sexual, de la distancia de la energía a la materia, del amor al
hastío, del sueño a la vigilia, de la sala de estar al cuarto de baño. Escribió
varios libros de viajes, pues, y cuatro novelas policíacas y otras tantas de
introspección psicológica (así las llamaban), además de seis o siete de
aventuras, con las que agradó al gran público sin disgustar excesivamente a sus
críticos, quienes consideraron saludable que el mercado fuera capaz de asimilar
los productos de un autor minoritario, incluso en su versión menos genuina.
Pero también este éxito le supo a
poco. Necesitaba una satisfacción más esencial, de modo que se entregó al
silencio del poema con la esperanza de encontrar en él, si no la música del
universo, el ruido al menos de sus huesos, el rumor de su sangre, el secreto de
la digestión. Durante meses extrajo de las regiones más remotas de la
conciencia versos de formas torturadas y humedad de ataúd, versos como raíces.
Una vez puestos en fila, hizo un libro cuya lectura le acercó a la verdad, o
eso pensaba él, hasta que le concedieron el Premio Nacional de Poesía u otro
semejante. Cuando lo recibió de manos del ministro de Cultura, o quizá del Rey,
en el instante mismo de tomar la estatuilla, o el cheque, pues tenía dos
partes, y al ver en primera fila a sus críticos con cara de llevar razón, y a
los políticos con gesto de perplejidad, se preguntó: Dios mío, dónde buscar
ahora el sentido de la vida.
Drácula y los niños
Estaba firmando ejemplares de mi
última novela en unos grandes almacenes, cuando llegó una señora con un niño en
la mano derecha y mi libro en la izquierda. Me pidió que se lo dedicara
mientras el niño lloraba a voz en grito.
-¿Qué le pasa? -pregunté.
-Nada, que quería que le comprara
un libro de Drácula y le he dicho que es pequeño para leer esas cosas.
El niño cesó de llorar unos
segundos para gritar al universo que no era pequeño y que le gustaba Drácula.
Tendría 6 ó 7 años, calculo yo, y al abrir la boca dejaba ver unos colmillos
inquietantes, aunque todavía eran los de leche. Yo estaba un poco confuso.
Pensé que a un niño que defendía su derecho a leer con tal ímpetu no se le
podía negar un libro, aunque fuera de Drácula. De modo que insinué tímidamente
a la madre que se lo comprara.
-Su hijo tiene una vocación lectora
impresionante. Conviene cultivarla.
-Mi hijo lo que tiene es un
ramalazo psicópata que, como no se lo quitemos a tiempo, puede ser un desastre.
Me irritó que confundiera a
Drácula con un psicópata y me dije que hasta ahí habíamos llegado.
-Pues si usted no le compra el
libro de Drácula al niño, yo no le firmo mi novela -afirmé.
-¿Cómo que no me firma su novela?
Ahora mismo voy a buscar al encargado.
Al poco volvió la señora con el
encargado que me rogó que firmara el libro, pues para eso estaba allí, para
firmar libros, dijo. El niño había dejado de llorar y nos miraba a su madre y a
mí sin saber por quién tomar partido. La gente, al oler la sangre, se había
arremolinado junto a la mesa. No quería escándalos, de modo que cogí la novela
y puse: "A la idiota de Asunción (así se llamaba), con el afecto de
Drácula". La mujer leyó la dedicatoria, arrancó la página, la tiró al
suelo y se fue. Cuando salían, el pequeño volvió la cabeza y me guiñó un ojo de
un modo extremadamente raro. Llevo varios días soñando con él. Quizá llevaba
razón su madre.
Escribir (II)
"13.15. Todos los
tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno.
Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente.
Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas." Estas
palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la
turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de
bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de
encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para
recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los
materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin
embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la
cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión,
como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk
es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese
hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.
Naturalmente, lo que no dice
ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan
responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo
comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la
obligación de saber que lo fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro
extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos
primordiales, la escritura resultaría imposible.
Lo curioso es que un billete con
cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la
vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos
aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una
oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir
rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un
compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos:
aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de
contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas.
Escribo a ciegas.
El otro
Cuando me dijeron que no puedo
ser Juan José Millás en Internet porque alguien se lo ha pedido antes que yo,
mi primer impulso fue poner una denuncia. Luego, como el abogado me salía más
caro de lo que valgo, decidí dejar las cosas como están. Ese loco que pretende
ser yo no tiene ni idea, pues, de la vida que le espera. Si ha de pasar en la
existencia digital por la mitad de lo que yo he pasado en la analógica, no
tardará en salir corriendo de mi cuerpo. Entre tanto, me divierte asomarme cada
día al ojo de cerradura de la Red y ver a qué se dedica mi reflejo cibernético.
De momento, no se dedica a nada: está ahí el pobre, en medio de un escaparate
desolado, esperando que alguien lo compre. Pero quién va a comprarlo. ¿Quién va
a comprar un Juan José Millás binario, por favor? No tiene ni idea el individuo
que se ha metido en mi pellejo lo que me cuesta venderme cada día. Y eso que en
la versión analógica sé arreglar enchufes y reparar grifos y colgar cuadros y
lavar y planchar y cambiarle al coche la batería y el aceite. El único que
podría comprarme soy yo, y no porque no pueda vivir sin mí, sino por lástima.
En las películas de esclavos, siempre me identificaba con el esclavo que no
compraba nadie. No importa al precio que me pongas, muchacho, no lograrás
venderme ni a mí mismo: mi lástima no llega a tanto. Y, cuando llega, es
compensada por un golpe de ira, porque hoy por hoy me detesto más de lo que me
deseo. Si tuviera que elegir entre darme veinte duros y darme un tiro, me
pegaría un tiro, no lo dudes. Ignoro cuánto has pagado por ser yo, pero por
poco que sea has hecho un mal negocio. Antes de lo que te imaginas, vendrás a
pedirme de rodillas que me haga cargo de mí mismo, tiempo al tiempo. Pero no me
intereso. Ni bañado en oro volvería a ser yo. Estoy hasta los huevos de la
versión original, que dicen que es la buena, de modo que no quiero ni imaginar
cómo serán las copias. Agradecería, pues, que te apropiaras también del
familiar Juanjo Millás antes de que tenga un momento de debilidad y lo haga yo
por pena. No olvides tomar Almax para el ardor de estómago, y Trankimazín para
la angustia. Para la culpa no he encontrado nada todavía.
Los pobres
Dice David Bodanis en Los secretos de una casa que cuando vamos del dormitorio a la cocina,
el roce de los pantalones hace que se desprendan de la piel millones de escamas
muertas de las que se alimentan universos enteros de bacterias y ácaros que
viven en la alfombra del pasillo. La realidad está llena de seres microscópicos
que dependen de nuestro sudor, de nuestra caspa. Así, cada vez que nos
peinamos, colonias enteras de microorganismos, cuya patria es la moqueta del
cuarto de baño, permanecen con la boca abierta hacia el cielo esperando ese
raro maná que les envían los dioses.
También según Bodanis, basta un
gesto inconsciente, como el de abandonar el periódico sobre la mesa de la
cocina, para destruir civilizaciones enteras de neumomonas que viven en las
grietas de la madera. Lo que llamamos polvo está compuesto en realidad de un
conjunto de partículas, entre las que se incluyen esqueletos de ácaros, patas
de insectos diminutos, excrementos infinitesimales y las células muertas de
nuestra piel. Todo eso flota en el aire, a nuestro alrededor. Si no nos
espantamos de ello, es porque no lo vemos. Sin embargo, quizá la realidad
visible no sea muy distinta: e180 por ciento de la población mundial está
constituido por pobres que no vemos, aunque ellos viven con la boca abierta,
como bacterias, esperando que les caiga algo de nuestros cubos de basura: viven
de las escamas muertas que desprendemos al andar. Y cada vez que realizamos un
gesto cotidiano, como el de firmar un tratado de libre comercio o solicitar un
préstamo a bajo interés, miles de ellos perecen ahogados en la tinta de la
pluma. A veces, desde los pelos de una alfombra fabricada en la India o desde
el corazón de la selva Lacandona, nos llega un alarido que el fundamentalismo
de la moderación no nos deja escuchar.
Los objetos nos llaman
"Siempre que pude, reconocí
públicamente las virtudes del bolígrafo para no atribuirme más méritos de los
que en realidad me correspondían. Mis letras, sobre el papel, parecían hormigas
que se agrupaban en torno a un significado para formar palabras. Cuando reviso
aquellos manuscritos llenos de hormigas muertas -de palabras tachadas- todavía
reconozco en ellos el pensamiento del bolígrafo con los el que los
escribí".
LA PASTILLA DE JABÓN
Empecé
a desconfiar de aquella pastilla de jabón al comprobar que no se gastaba con el
uso. La había comprado en la perfumería de siempre y era de la marca que suelo
utilizar desde años; todo en ella parecía tan normal que tardé dos semanas en
advertir que no cambiaba de tamaño. Pasé de la sorpresa a la preocupación
cuando, tras espiar su comportamiento durante algunos días, me pareció que
empezaba a crecer. Cuanto más la usaba, más crecía.
Entretanto, mis parientes y amigos
empezaron a decir que me notaban más delgado. Y era verdad; la ropa me venía
ancha y las cejas se me habían juntado por efecto de un encogimiento de la
piel. Fui al médico y no encontró nada, pero certificó que, en efecto, estaba
perdiendo masa corporal. Aquel día, mientras me lavaba las manos, miré con
aprensión la pastilla y comprendí que se alimentaba de mi cuerpo. La solté como
si se hubiera convertido en un sapo y me metí en la cama turbado por una suerte
de inquietante extrañeza.
Al día siguiente la envolví en un
papel, me la llevé a la oficina y la coloqué en los lavabos. A los pocos días,
vi que la gente empezaba a disminuir. Mi jefe, que era menudo y tenía la costumbre
de lavarse las manos cada vez que se la estrechaba una visita, desapareció del
todo a los dos meses. Le siguieron su secretaria y el contable. En la empresa
se comenta que han huido a Brasil tras perpetrar algún desfalco.
La pastilla ha crecido mucho.
Cuando haya desaparecido el director general, que además de ser gordo es un
cochino que se lava muy poco, la arrojaré al wáter y tiraré de la cadena. Si no
se diluye por el camino, se la comerán las ratas cuando alcance las
alcantarillas. Seguro que nunca les ha llegado un objeto comestible con tanto
cuerpo.
DOS PARES DE CALCETINES
Tuve un accidente en la calle. Un
coche me empujó y al caer me golpeé la cabeza contra el suelo. Cuando volví en
mí, estaba en la camilla de un hospital. Lo supe antes de abrir los ojos, quizá
por el olor a quirófano, por los murmullos médicos, por el roce de las batas
sobre los muslos de las enfermeras. «Estoy en un hospital», me dije, e
inmediatamente recordé que había salido de casa con dos pares de calcetines.
Siempre me pongo dos pares, uno de lana y otro de nailon. El de nailon, por
encima del de lana. Me parece que de este modo llevo mejor sujetos los pies. No
se trata de nada razonable, de manera que tampoco intentaré explicarlo. Adquirí
la costumbre de adolescente, en un internado donde hacía frío, y la costumbre
se convirtió en una superstición. Si no me pongo los dos pares, salgo con miedo
a que me ocurra algo. Es probable que si el día del accidente hubiera llevado
un solo par, el coche me hubiera matado en vez de dejarme sin sentido.
El caso es que estaba sobre la
camilla de un hospital, desnudo, lo que significaba que alguien, al quitarme la
ropa, se había dado cuenta de mi excentricidad. Mantuve los ojos cerrados,
fingiendo que continuaba desmayado, mientras improvisaba una explicación. Se
supone que si a alguien le sorprenden con dos pares de calcetines debe
justificarse de algún modo. Abrí los ojos y vi a una enfermera sonriéndome. No
me reprochó nada.
— ¿Qué ha pasado? —dije para
ganar tiempo.
— ¿No lo recuerda usted?
Comprendí que estaba tratando de
ver si el golpe me había afectado gravemente y dije la verdad por miedo a que
me operaran.
—Me golpeó un coche.
— ¿Se acuerda de cómo se llama?
Dije mi nombre, correctamente al
parecer, y después me puso delante de los ojos tres dedos de una mano para
comprobar que no veía cuatro o cinco. Enrojecí de vergüenza o de pánico. Temí
que de un momento a otro me pusiera delante de la cara un par de calcetines,
para que los contara en voz alta. Se asustó al verme enrojecer por si se debía
a una subida de tensión. Las secuelas de los golpes en la cabeza pueden
aparecer horas más tarde del accidente.
— ¿Estoy en La Paz, en el Ramón y
Cajal o en el Gregorio Marañón? —pregunté para demostrar mi cultura
hospitalaria. Pensé que de ese modo no sacaría a relucir el asunto de los
calcetines.
— ¿En qué ciudad se encuentran
esos hospitales? —preguntó ella a su vez.
—En Madrid —respondí dócilmente,
siempre con el temor de que la siguiente pregunta fuera la de los calcetines.
De pequeño, cuando salía a la
calle, mi madre siempre me preguntaba si llevaba la ropa interior limpia. «Si
tienes un accidente, en los hospitales lo primero que hacen es desnudarte. Me
imagino que no te gustaría que las enfermeras te vieran con la ropa interior
sucia», decía.
Ese temor me ha acompañado
siempre. Hasta para ir a por el periódico me pongo ropa limpia. Sin embargo,
nunca había calculado el peligro de que me pillaran con dos pares de
calcetines, uno encima de otro, y pensé que se trataba de la típica rareza que
implicaba alguna clase de perversión venérea, tampoco sabría decir cuál.
— ¿Quiere que avisemos a alguien?
—preguntó al fin.
— ¿Me tienen que operar o algo
así?
—No, no —dijo riéndose—, está
todo en regla, pero es mejor que pase la noche aquí, en observación.
Al poco apareció mi madre y tras
cerciorarse de que estaba entero me preguntó si llevaba la ropa interior limpia
cuando me atropelló el coche.
—Acababa de cambiarme —dije, lo
que la llenó de orgullo, no todo el mundo puede recoger de un modo tan palpable
los frutos de su trabajo educativo.
—Pero llevaba dos pares de
calcetines —añadí avergonzado.
— ¿Cómo que llevabas dos pares de
calcetines? ¿Y eso por qué?
—Por una superstición. Temo que
me ocurra algo si salgo con un solo par.
Mi madre me miró con rencor y
comprendí que le acababa de asestar uno de los golpes más fuertes de su vida.
— ¡Qué vergüenza! —dijo, y cuando
entró la enfermera le contó que en realidad yo era adoptado.
LAS PALABRAS DE NUESTRA VIDA
Resulta difícil imaginar un
artefacto más ingenioso, útil, divertido y loco que un diccionario.
Toda la realidad está contenida
en él porque toda la realidad está hecha de palabras. Nosotros también estamos
hechos de palabras. Si formamos parte de una red familiar o social es porque
existen palabras como hermano, padre, madre, hijo, abuelo, amigo, compañero,
empleado, profesor, alumno, policía, alcalde, barrendero…
Escuchamos las primeras palabras
de nuestra vida antes incluso de recibir el primer alimento, pues son tan
necesarias para nuestro desarrollo como la leche materna. Por eso sabemos que
hay palabras imposibles de tragar, como un jarabe amargo, y palabras que se
saborean como un dulce. Sabemos que hay palabras pájaro y palabras rata;
palabras gusano y palabras mariposa; palabras crudas y palabras cocidas;
palabras rojas o negras y palabras amarillas o cárdenas. Hay palabras que
duermen y palabras que provocan insomnio; palabras que tranquilizan y palabras
que dan miedo.
Hay palabras que matan. Las
palabras están hechas para significar, lo mismo que el destornillador está
hecho para desatornillar, pero lo cierto es que a veces utilizamos el
destornillador para lo que no es: para hurgar en un agujero, por ejemplo, o
para destapar un bote, o para herir a alguien. Las palabras nombran, desde
luego, aunque hieren también y hurgan y destapan. Las palabras nos hacen, pero
también nos deshacen.
La palabra es en cierto modo un
órgano de la visión. Cuando vamos al campo, si somos muy ignorantes en asuntos
de la naturaleza, sólo vemos árboles. Pero cuando nos acompaña un entendido,
vemos, además de árboles, sauces, pinos, enebros, olmos, chopos, abedules,
nogales, castaños, etcétera. Un mundo sin palabras no nos volvería mudos, sino
ciegos; sería un mundo opaco, turbio, oscuro, un mundo gris, sombrío, envuelto
en una niebla permanente. Cada vez que desaparece una palabra, como cada vez
que desaparece una especie animal, la realidad se empobrece, se encoge, se
arruga, se avejenta. Por el contrario, cada vez que conquistamos una nueva palabra,
la realidad se estira, el horizonte se amplía, nuestra capacidad intelectual se
multiplica.
Pese a la modestia del primer
diccionario que tuve entre mis manos (uno muy básico, de carácter escolar),
recuerdo perfectamente la emoción con la que lo abrí y me adentré en aquella
especie de parque zoológico de las palabras. Las primeras que busqué fueron,
lógicamente, las prohibidas, para ver qué aspecto o qué costumbres tenían, como
el niño que en el zoológico busca las jaulas de los animales más raros o exóticos
o quizá más crueles. Una vez saciada esa curiosidad, caí rendido ante el
misterio de las palabras de cada día. Me fascinaba aquella vocación por decir
algo, por significar. A menudo, yo mismo ensayaba definiciones que luego
comparaba con las del diccionario, asombrándome ante la precisión de bisturí de
aquellas entradas. No se podía decir más ni mejor en menos espacio. Me
maravillaba también la invención del orden alfabético, sin duda el más
arbitrario de los imaginados por el ser humano y sin embargo el más
universalmente aceptado. Al contrario del resto de los órdenes, no se sabe de
nadie que haya intentado cambiarlo o subvertirlo.
En el diccionario están todas las
palabras de nuestra vida y de la vida de los otros. Abrir un diccionario es en
cierto modo como abrir un espejo. Toda la realidad conocida (y por conocer para
el lector) está reflejada en él. Al abrirlo vemos cada una de nuestras partes,
incluso aquellas de las que no teníamos conciencia. El diccionario nos ayuda a
usarlas como el espejo nos ayuda a asearnos, a conocernos. Pero las palabras
tienen, hasta que las leemos, una característica: la de carecer de alma. Somos
nosotros, sus lectores, los hablantes, quienes les insuflamos el espíritu. De
la palabra escalera, por ejemplo, se puede decir que nombra una serie de
peldaños ideada para salvar un desnivel. Pero esa definición no expresa el
miedo que nos producen las escaleras que van al sótano o la alegría que nos
proporcionan las que conducen a la azotea; el miedo o la alegría (el alma) la
ponemos nosotros. De la palabra oscuridad se puede predicar que alude a una
falta de luz. Pero eso nada dice del temblor que nos producía la oscuridad en
la infancia (el temblor, de nuevo, lo ponemos nosotros).
Las palabras tienen un
significado oficial (el que da el diccionario) y otro personal (el nuestro). La
suma de ambos hace que un término, además de cuerpo, tenga alma. Por eso se
habla del espíritu o de la letra de las leyes. Cada vez que abrimos un
diccionario y leemos una de sus entradas estamos insuflando vida a una palabra,
es decir, nos estamos explicando el mundo.Resulta difícil imaginar un tesoro
más grande que el compuesto por el María Moliner, el Coromines o el Larousse,
además del Oxford y el de sinónimos y antónimos. No es que ese conjunto fuera
perfecto para llevárselo a una isla. Es que él es en sí mismo una isla. Una
isla de significado, es decir, una isla de sentido.
Juan José Millás
Selección de Articuentos completos.
¿Articuentos?
Puede definirse el ‘articuento’
como un subgénero periodístico resultado de la hibridación entre el
microrrelato y la columna de opinión. Tal término fue acuñado en 1993 por el
periodista y escritor J. J. Millás, para referirse a un tipo de artículos más
próximos a los textos de ficción, a la fábula o al microrrelato fantástico, que
a las columnas de opinión al uso. Como es obvio, la presencia de la literatura
de ficción en el periodismo no se inicia con la prosa de Millás. Las huellas de
lo literario pueden rastrearse en el periodismo desde sus orígenes. Así, muchos
de los cuentos de C. Dickens o de E. A. Poe fueron dados a conocer primero en
las páginas de los periódicos. No obstante, por las características que ahora
veremos, los articuentos de J. J. Millás podrían encuadrarse dentro de una
corriente surgida hacia 1970, con el nombre de Nuevo Periodismo.
El Nuevo Periodismo aplica las
estrategias y técnicas de la narrativa y el ensayo a la no-ficción y a la
columna de opinión. Respetando las reglas de la informatividad
escrupulosamente, coloca al periodista en el centro de la realidad y convierte
sus percepciones y valoraciones en un instrumento al servicio del lector, en
contacto con la experiencia misma, sin ningún tipo de intermediarios. Una
estrategia practicada también en la prensa española actual por escritores como R.
Montero o A. Muñoz Molina. Los antecedentes de esta práctica discursiva pueden
encontrarse en los textos de G. Orwell, S. Crane e incluso en los de D. Defoe.
De hecho, como señala J. G. Vásquez (2001), obras que hoy se consideran pioneras
del reporterismo, como “Life and Actions of the Late Jonathan Wild”, de D.
Defoe, poseen una ineluctable dimensión literaria. Tal dimensión literaria se
advierte también en los artículos periodísticos publicados en nuestro país en
época más temprana.
En realidad, el articuento puede
considerarse un tipo de columna de opinión, ya que responde a los criterios de
periodicidad y relevancia tipográfica inherentes a este subgénero periodístico.
Por otra parte, al igual que las
columnas de opinión, los articuentos se construyen en torno a sucesos de
actualidad.
Fragmentos extraídos de:
El ‘articuento’: una tradición discursiva a medio camino entre el
periodismo y la literatura
Ana Mancera Rueda - Universidad de Sevilla
“Cuando un joven lee una novela es porque le pasa algo y
cuando alguien escribe es porque tiene un conflicto con la realidad. La
escritura y la lectura atenúan los problemas que tenemos con el mundo y para
leer hay que estar bien jodido”. -
“Los niños de antes leíamos casi en la clandestinidad. No
sólo leer no era bien visto por nuestros padres, sino que además había una
lista de libros prohibidos que aumentaba el misterio de la lectura. Ahora resulta
que leer es bueno, según lo dicen los padres, los maestros y el señor ministro
del Interior”
“Si yo tuviera 15 años, ¿por qué me dedicaría a una
actividad que le gusta a mis padres, a mis maestros y al señor ministro del
Interior. No, seguramente me inclinaría por los videojuegos, algo sin duda
mucho más inquietante”.
De: http://www.javiersierra.com
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