JUAN. ¿Que salga con la señorita?...
JULIA. Sí, conmigo.
JUAN. Eso no está bien, no está bien bajo ningún concepto.
JULIA. (Riéndose). ¡No me explico lo que quiere usted darme
a entender! ¿Es posible que se haga usted ilusiones?
JUAN. Yo, no; pero no hay que olvidar a la gente.
JULIA. ¿Por qué? ¿Van a creer que me he enamorado de mi
criado?
JUAN. Yo no soy un hombre presumido, señorita; pero como se
han visto casos semejantes, para las gentes no hay nada
sagrado...
JULIA. Parece usted un aristócrata.
JUAN. Y lo soy.
JULIA. Pues yo desciendo...
JUAN. Fíjese en mi consejo, señorita: no descienda. Nadie
creerá que ha descendido voluntariamente, sino que ha caído.
JULIA. Es que yo tengo mucha mejor opinión de la gente.
Venga usted, y verá; ¡venga, venga! (Provocativa).
JUAN. ¡Qué extraña es usted!
JULIA. Es posible; pero también usted lo es. Todo es extraño
en general. La vida, los hombres; todo es igual a un bloque de
hielo, arrastrado de un lado a otro sobre la superficie del agua,
hasta que se hunde, se hunde... Tengo un sueño que se me repite con frecuencia y en el cual se me ocurre pensar ahora. Me veo
sentada sobre una columna altísima, sin medios para poder bajar; me
da vértigo el mirar hacia abajo, pero he de mirar, y me falta
valor para tirarme; ya no me puedo sostener, y anhelo caer, pero no
caigo; y no tengo sosiego, no tengo alegría hasta hallarme abajo, hasta
verme, en el suelo. Mas, cuando llego al suelo, deseo descender
más, hundirme bajo la tierra. ¿Ha experimentado usted alguna vez
algo semejante?
JUAN. No, señorita, no. Yo suelo soñar que estoy tendido
bajo un árbol recio y frondoso en lo más intrincado de la selva.
Deseo subir, subir a las últimas ramas para poder admirar el claro
paisaje a mi alrededor, donde el sol brilla, y robar en lo alto el nido
de los pájaros de huevos de oro. Y trepo, trepo; pero el tronco es tan
grueso y tan escurridizo y está tan lejos la primera rama... Pero estoy
cierto de que si llegase a asirme de esa primera rama, podría llegar a
lo alto como si subiese por una escalera. No la he alcanzado aún,
pero la alcanzaré, aunque sea sólo en sueños.
JULIA. ¡Y yo me estoy aquí (riéndose) hablando de sueños con
usted! ¡Vámonos ya! Sólo hasta el Parque. (Dándole el brazo, se
dirigen hacia la puerta).
JUAN. Hoy deberíamos dormir sobre las hierbas nuevas de la noche de San Juan: entonces se realizarían todos nuestros sueños. (Al salir se detienen de pronto: Juan se lleva la mano a un ojo).
JULIA. Déjeme ver lo que le ha entrado en el ojo.
JUAN. ¡Oh, nada! Una motita; esto pasa enseguida.
JULIA. Le he rozado con la manga de mi vestido... Siéntese y le ayudaré. (Le coge de un brazo y le obliga a sentarse sobre la mesa; luego le sujeta la cabeza por la nuca y trata de limpiarle el ojo con la punta de un pañuelo). Estése usted quieto. Tranquilícese, hombre; no se mueva usted. (Dándole un palmetazo en la mano). ¿Así me obedece usted?... Parece como si este hombretón tan recio y tan alto estuviese temblando... (Se ríe y le palpa los brazos). ¡Con estos brazos!
JUAN. (Amonestándola) ¡Señorita Julia!
JULIA. ¡Qué... «monsieur Jean»!
JUAN. «Attention! Je ne suis qu’un homme!».
JULIA. ¿Quiere usted estarse quieto? ¡Vaya! ¡Ya lo tenemos aquí! Béseme usted la mano en señal de agradecimiento.
JUAN. (Levantándose). Óigame usted, señorita, Cristina se ha ido ya a dormir. ¿Quiere usted oírme?
JULIA. Antes béseme usted la mano.
JUAN. Pero óigame.
JULIA. La mano antes...
JUAN. Perfectamente; pero usted cargará con toda la responsabilidad.
JULIA. (Riéndose). ¿De qué?
JUAN. ¿De qué...? ¿Tan niña es aún la señorita a los veinticinco años? ¿Ignora que es peligroso jugar con fuego?
JULIA: Para mí, no: estoy asegurada.
JUAN. (Atrevido). No lo está usted; y aunque lo estuviese, tiene usted que pensar en que hay materia inflamable a su alrededor.
JULIA. ¿Será usted esa materia?
JUAN. Sí, sí, señorita, sí; no por lo que soy, sino únicamente por ser joven...
JULIA. ...de buena presencia... ¡Qué increíble vanidad! ¡Un Don Juan tal vez! ¡O un casto José! ¡En realidad, creo que es usted un casto José! (Se sonríe).
JUAN. ¿Lo cree usted así?
JULIA. Casi lo temo. (Juan se dirige resueltamente a ella e intenta sujetarla para darle un beso. Ella le da un manotazo). ¡Largo de aquí!
JUAN. ¿Es en broma o en serio?
JULIA. En serio.
JUAN. Entonces, antes era en serio también. Usted juega en serio demasiado, y eso es peligroso. Sin embargo, ahora estoy cansado del juego y le suplico que me perdone si vuelvo a mis ocupaciones. (Va a coger las botas). El señor conde ha de tener las botas lustradas a primera hora, y ya hace tiempo que dio la media noche.
JULIA. Deje usted esas botas.
JUAN. No; ésta es mi obligación, y he de cumplirla. No he pretendido ser su compañero de juegos, ni deseo serlo, porque me considero muy superior a semejante papel.
JULIA. ¡Es usted un soberbio!
JUAN. En algunos casos sí, y en otros... no.
JULIA. ¿Ha amado usted alguna vez?
JUAN. Nosotros no empleamos esa frase, pero he querido a varias muchachas; y en cierta ocasión enfermé por una que no llegué a conseguir: enfermo, como los príncipes de «Las mil y una noches», que por exceso de amor no pueden comer ni beber... (Vuelve a dejar las botas donde estaban).
JULIA. ¿Y quién era ella? (Juan no contesta). ¿Quién era?
JUAN. No me puede usted obligar a decirlo.
JULIA. ¿Y si se lo ruego como a un amigo, como a un igual? (Suavemente). ¿Quién era?
JUAN. Usted.
JULIA. (Sentándose). ¡Vaya una salida ridícula!
JUAN. Sí; si realmente quiere usted saberlo, es ridículo. ¿Ve usted? Esta es la historia que antes no quise referirle; pero ahora sí. ¿Sabe usted, señorita, cómo se ve el mundo desde abajo? No, eso no lo sabe. A los gavilanes y a los halcones no se les divisa el lomo, porque están en lo alto. Crecía yo en mi casa de campesinos con siete hermanas y... un cerdo fuera, en los prados llanos y verdes, donde no se alzaba ni un árbol. Pero desde mi ventana distinguía la tapia del parque del señor conde, con sus frondas de manzanos en flor. Aquel era el jardín del Paraíso y dentro estaban los ángeles con sus espadas flamígeras custodiándolo. A pesar de todo, otros muchachos y yo llegamos a dar con el camino del árbol de la vida... ¿Me desprecia usted ahora?
JULIA. ¡Oh... robar manzanas! Eso lo hacen todos los chiquillos.
JUAN. Eso dice usted ahora, pero en el fondo me desprecia ¡Tanto es así!... Una vez vine al jardín con mi madre para limpiar de hierbajos el sembrado de cebollas. Junto a la tapia del huerto había un pabellón turco a la sombra de los jazmineros, cubierto por madreselvas. Yo no podía imaginar para qué servía aquello; pero en mi vida había visto un edificio tan maravilloso. Con frecuencia entraba y salía gente de él, hasta que una vez vi la puerta abierta: me escurrí y dentro contemplé las paredes cubiertas por retratos de reyes y emperadores; la ventana tenía rojos cortinajes con franjas de seda. Ahora ya se da usted cuenta de si entiendo algo... (Coge una ramita de saúco y, sin soltarla, se la da a oler a la señorita). Yo no había estado nunca en el palacio, no había visto nada más que la iglesia; pero aquello era mucho más suntuoso; y adonde fuesen mis pensamientos, siempre volvían a fijarse aquí. Poco a poco fue creciendo en mí el deseo de conocer toda esta riqueza; me introduje al fin y admiré; a poco llegó alguien. El edificio no tenía más que una salida, pero yo encontré otra: no tenía dónde escoger. (Julia, que había cogido la ramita de saúco, la deja caer sobre la mesa). Salté, pues, la ventana, escalé una cerca, atravesé a la carrera las parvas, llegué a la terraza de las rosas; allí distinguí un vestidito claro, unas medias blancas: era usted. Me oculté bajo un montón de hierbajos. ¿Puede usted imaginarlo? Bajo unos cardos que me pinchaban y entre hediondos terrones de tierra húmeda. La contemplaba a usted paseándose entre las rosas, y pensaba: «Si es cierto que un asesino puede llegar al cielo y vivir junto a los ángeles, tan extraño resulta que un hijo de campesinos pueda llegar en esta tierra de Dios, a un
parque como éste y jugar con la hija de un conde. . .»
JULIA. (Elegíaca). ¿Cree usted que todos los niños pobres hubieran tenido en el mismo caso la misma idea?
JUAN. (Dudando en principio; después, con resolución). ¿Todos los niños pobres?... Sí; naturalmente. Es seguro.
JULIA. ¡Debe ser una desdicha inmensa ser pobre!
JUAN. (Con profundo dolor, marcadamente exagerado). ¡Ay, señorita Julia! ¡Ay!... Un perro puede dormir en el sofá de los amos; un caballo recibir en su hocico la caricia de una mano de señora; pero un muchacho... (Cambia de tono). Sí, sí; a muchos les basta con seguir viviendo; pero con frecuencia hasta eso mismo es un problema. Entretanto, ¿sabe usted lo que hice? Salté, vestido como estaba, al arroyo del molino; de allí me sacaron para apalearme. Al domingo siguiente, cuando mi padre y toda la familia fueron a visitar a la abuela, me las arreglé de manera que me dejaron en casa. Entonces me lavé con jabón y agua caliente, me puse mi mejor traje y me fui a
la iglesia para poder verla a usted. La vi y volví a casa
con la decisión de matarme; pero quería morir gratamente, bien, sin dolor.
Recordé que era peligroso dormirse bajo un árbol de saúco; nosotros
teníamos uno en plena floración; le arranqué todas las flores de que
se hallaba cubierto y me acosté con ellas en el cajón de la avena. ¿No
se ha fijado usted en lo suave que resulta la avena? Tan dulce al
tacto como la piel humana. Cerré la tapa, me amodorré, dormí
profundamente, despertándome al fin realmente enfermo, muy enfermo...: pero no me morí, como puede verse. En realidad,
no sé lo que yo anhelaba. No había medio, no había posibilidad de
intentar conquistarla: usted fue una prueba de la desesperación que
es para mí el origen del medio en que he nacido.
JULIA. ¿Sabe usted que refiere las cosas con mucha gracia? ¿Fue usted a la escuela?
JUAN. Poco; pero he leído muchas novelas y fui con frecuencia al teatro. Sin contar con que he tenido constantes ocasiones de oír hablar a gentes distinguidas, y de ellas he aprendido.
JULIA. ¿Escucha usted lo que nosotros decimos?
JUAN. Naturalmente. He oído muchísimas cosas sentado en el pescante o remando en la lancha. Una vez oí a la señorita hablar con una amiga...
Fragmento de LA SEÑORITA JULIA
De: www.pedrogarciaolivoliteratura.com
22 de enero de 1849 - Estocolmo, Suecia |
... Como marcan Szondi y el mismo
Strindberg, en este caso la experiencia vital del autor es un dato inevitable
para la comprensión de su obra. Escritura del pathos y el autoconocimiento, su
teatro y su narrativa parten de la reelaboración de sus saberes existenciales,
así como, recursivamente, Strindberg construye en sus libros y dramas un
territorio de habitabilidad, los convierte en el acto ético6 que otorga sentido
a una vida llena de conflictos y dificultades. Buena parte de esos problemas
existenciales provienen de su inestabilidad psíquica y emocional. Recuérdese
que Karl Jaspers, filósofo y psicopatólogo, dedicó un libro al dramaturgo,
donde afirma: “Strindberg era un enfermo mental. Esta enfermedad mental (...)
es un factor decisivo de su existencia; constituye también un factor en el
desarrollo de su concepción del mundo e influye en el contenido de sus obras.
Siguiendo la pista de esta influencia, se pueden conocer ciertos nexos
presentes en la génesis de dicha concepción del mundo y de dichas obras”.
Jaspers contrasta en su estudio la “esquizofrenia” de Strindberg con el caso de
Vincent Van Gogh. Philip Sandblom coincide en vincular la obra de Strindberg
con su enfermedad, e incluso valora sus piezas como un mecanismo de
exorcización de la locura: “La paranoia de Strindberg arroja una luz aterradora
sobre sus odiadas figuras femeninas, dándoles lustre extraordinario; el
dramaturgo creía que al incorporarlas a su obra podría detener su inminente locura”.
En el “Prólogo” a La Señorita Julia Strindberg se reconoce
“moderno”, es consciente de que su teatro cumple una función “modernizadora” y
sabe que el pulso que rige el espíritu moderno es la conciencia crítica y
superadora del pasado inmediato y de lo aún consagrado en el presente. Apuesta
a un teatro del futuro y –como en el epígrafe arriba- expresa la necesidad de
experimentar, investigar, estudiar nuevas resoluciones teatrales24. Reconoce
además su voluntad de encontrar en la ciencia un fundamento riguroso para la
comprensión del mundo y defiende que sus personajes hablen de Darwin: “A
aquellos que encuentran equivocado que en los dramas modernos dejemos hablar a
los personajes de darwinismo (...) quiero recordarles (...) que el 'darwinismo'
ha existido en todos los tiempos” (1982, p. 93-94).
La Señorita Julia fue escrita por Strindberg en el verano de
1888, en Dinamarca. La propuesta de edición de la pieza fue rechazada por el
editor sueco Karl Otto Bonnier. La obra llegó a ser libro gracias al editor
Joseph Seligmann, previa censura de pasajes del texto dramático y del prólogo,
el 23 de noviembre de 1888. Dichosamente, la versión original de ambos textos
fue posteriormente rescatada en nuevas ediciones (en castellano, Strindberg
1982 y 2008). El estreno debió evitar la persecución de la censura y no se
realizó en las mejores condiciones. Strindberg estrenó La Señorita Julia como
programa de su Teatro Experimental, al frente de la dirección, el 14 de marzo
de 1889, en Copenhague, ante un público limitado (unos 150 espectadores), en la
sala de la Unión de Estudiantes Universitarios.
La historia de La Señorita Julia, basada en un hecho real,
posee cierta “excepcionalidad”, pero es cabalmente representativa de lo normal
y lo posible en la observación de la realidad, desenmascara la brutalidad y la
violencia de la vida y encierra una enseñanza: “He elegido para esta obra un
caso excepcional, pero instructivo; en dos palabras, una excepción, pero una
gran excepción que confirma la regla, lo cual va a molestar a todos los que
aman lo banal” (p. 91). No interesa por su truculencia o fealdad escabrosa,
sino por su carácter representativo del funcionamiento del mundo.
“Mis personajes son caracteres modernos que viven en una
época más vertiginosamente histérica que, al menos, la precedente. [Por eso]
los he dibujado vacilantes, desgarrados, con una mezcla de lo nuevo y lo viejo”
El diálogo debe ser compuesto de acuerdo a la
verosimilización realista, evitando las concesiones a las fórmulas teatrales
del pasado y las resoluciones toscas del mismo realismo: “En lo que respecta al
diálogo, he roto un poco con la tradición al no pintar a mis personajes como
catequistas que hacen preguntas estúpidas para provocar una brillante réplica.
He intentado eludir el modelo de diálogo francés con su construcción simétrica,
matemática, y para ello he dejado que las mentes trabajasen de una manera
irregular, tal como ocurre en la realidad, donde, en una conversación, nunca se
llega a agotar un tema, sino que cada uno de los cerebros actúa como una rueda
dentada en la que el otro se engrana a la buena de Dios. Por eso el diálogo
anda sin rumbo, se provee en las primeras escenas de un abundante material que
luego se elabora, se trabaja, se repite, se amplía y se desarrolla de la misma
manera que el tema en una composición musical”
De: Dubatti, Jorge. "Relectura de August Strindberg y
las estructuras del drama moderno: un análisis de La señorita Julia".
La
revista del CCC [en línea]. Enero / Abril 2010, n° 8. [citado 2014-01-25].
Disponible en Internet: http://www.centrocultural.coop/revista/articulo/156/.
ISSN 1851-3263.
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