Liberación
-Métete
aquí, no me cuestiones -dijo su madre, mientras la empujaba hacia una especie
de casillero.
-Toma
este trozo de pan, no lo comas todo de una vez, debe durarte varios días, y no
salgas hasta que yo vuelva ¿entendido?
La
besó dulcemente en la frente empapándola con unas gotas de sudor y cerró la
metálica puerta.
Hacía
días que el ambiente estaba raro allí: los soldados, nerviosos; mascullaban
entre ellos y el temor se notaba en sus ojos aunque intentaran disimularlo.
Las
enormes chimeneas que escupían humo negro y maloliente se habían apagado; por
las ranuras de su escondite ya no ingresaba aquel aire viciado pero se podía
ver cómo quemaban papeles y cabellos por cualquier parte en tanto que filas
interminables de prisioneros eran arriadas por un soldado vociferando en alemán
o en polaco -no lo sabía con certeza, como tampoco si atravesaban las puertas
del campo. Estaban esqueléticos, se tambaleaban, pero intentaban recuperar el equilibrio
enseguida; sabían que una bala pondría fin a su tortura si se caían o si osaban
mirar hacia algún lado.
Recordó
el primer día en el campo. Habían viajado en un tren abarrotado de gente, sin
agua, ni comida, el aire enrarecido por los cadáveres que no resistían el largo
y penoso trayecto. Ella, su madre y sus hermanos iban abrazados para darse
ánimos; el padre, al lado de la puerta, tratando de respirar y de adivinar el
rumbo de la caravana. Recién había cumplido los diecisiete...
-Hija,
no nos separarán. Tienes que tener fe en eso- la consolaba la madre apretándole
con fuerza su mano.
-Sí,
madre- y algo cansada se le recostó en el pecho para sentirle los latidos.
El
tren se detuvo con un sofocante bramido. Instintivamente, la madre miró al
marido; con expresión de terror él murmuró “Auschwitz”. La mujer también se
asustó y apretó con más fuerza la mano de su hija hasta producirle dolor.
En
Hungría habían escuchado historias terribles sobre ese lugar: las cámaras de
gas, los hornos crematorios...; eran moneda corriente esos relatos en la
localidad donde vivían pero nunca pensaron que sus propios conciudadanos los
entregaran, sin piedad, a los nazis.
-Hija,
préndete de mi mano y no te separes de mí, pase lo que pase-. La joven la miró,
y tragó saliva.
La
puerta se abrió de pronto y una bocanada de aire fresco ingresó en el lugar. Una
avalancha de gente confundida y asustada corrió por la improvisada rampa de
madera, azuzados por los golpes de los soldados y ladridos de perros que
parecían querer comérselos.
Ella
y su madre fueron casi las últimas en bajar, pero ya habían perdido de vista a
su padre y hermanos.
Un
gruñido cercano, casi allí adentro, la sobresalta. “Este es mi fin”, piensa, y
un líquido caliente se desliza por su pierna. Uno o varios perros arañaban la
precaria construcción; cuando el obediente soldado tanteó para abrir, la voz de
un camarada que lo increpa y lo obliga a seguirlo. El tiempo parece estancarse
pero amanece.
Nadie
en las proximidades. Había prometido esperar a su madre. “¿Y si no vuelve? No,
no puedo pensar así. Mi madre siempre tiene estrategias; ya se salvó de las
cámaras; quizá la eligieron de nuevo para seleccionar la ropa de los pobres
engañados”.
-Tú
no debes llorar- le había dicho su madre-. No podemos dar a los asesinos la
dicha de vernos vencidas- le repetía, cada vez que la joven se sentía
derrotada. Pero nunca quiso contarle que, separando los andrajos de las prendas
todavía útiles, había reconocido las de su marido y sus hijos. En ciertas
circunstancias, la frontera entre el temor y la esperanza es irreconocible.
Dos
días transcurrieron; impregnados en un silencio sobrecogedor parecieron
semanas.
Su
pan estaba a medio comer; cuando se acabara, ¿moriría de hambre?
Con
cierta timidez abrió la pequeña puerta. El leve chirrido la animó a asomarse:
ni un alma. Se escondió enseguida detrás de una carreta y aguardó... Nada...
Pero cuando escudriñó la carga, ahogó un grito: incontables cuerpos desnudos,
apilados, de ojos abiertos, mirando al cielo algunos, y otros, a ella, como
juzgándola. Corrió lo más rápido que pudo, y casi cayó en una gran fosa, no se
quiso asomar: tenía miedo, mucho miedo. A su alrededor, inmensas fogatas de
papel consumido, aunque algunos trozos aún volaban al capricho del viento.
Una
mano se posó en su hombro. La joven emitió un grito casi gutural y se dio vuelta
desesperada.
-Tranquila,
no te haré daño- exclamó un hombre con acento ruso-. ¿Cómo te llamas?
-Ga-Gadit-
respondió asustada.
-¿Quieres
un poco de agua?- y sacó de entre sus cosas una cantimplora.
-¿Qué
es este lugar?-preguntó el recién llegado.
-Se
llama Auschwitz, un campo de concentración y exterminio, le informó, bebiendo
el agua de a sorbitos.
-¿Quieres
que te lleve con los tuyos?
-¿Hay más como yo?- balbuceó, con una sonrisa
que mejoró su rostro demacrado.
Caminaron
largo rato. Gadit le contó algunos episodios de su estadía, la certeza de que
su padre y hermanos habían muerto.
Se
encontró con otros prisioneros. Intentó hallar a su madre, pero todas las caras
eran iguales: de algún modo, los nazis habían triunfado: el cabello, la vestimenta,
son signos de nuestra identidad.
-¡Gadit,
Gadit!- se desesperaba una voz. Ella se volteó con ilusión, pero no era su
madre.
-¡Qué
alegría encontrarte! Tu mamá me pidió que te diera esto.
La
Estrella de David en un dije color plata que le habían regalado para su Bar
Miztva anidó en el cuenco de su mano.
-Pero,
¿cómo?
-Me
lo había entregado como pago por ocuparme de ubicarte en un trabajo seguro. El
día de la evacuación vino a verme y me pidió que se lo devolviera. La conozco
hace años, fue mi amiga en el colegio, y accedí. En ese momento entró un
soldado y nos obligó a salir. Corrimos, nos persiguió, pero éramos demasiado
ágiles. Pensamos que nos habíamos salvado, pero el desgraciado volvió con otro
y su perro. Tu madre me rogó que te lo diera; me dijo que iba a reunirse con su
marido y sus hijos, y escapó; no pude detenerla. A los segundos escuché gritos
y un disparo. No quise mirar.
Gadit
apretó la Estrella en su mano. “Volviste, madre, volviste”. Quiso llorar pero
no pudo. Hasta de las lágrimas la habían despojado los malditos. “Pero estoy
viva, madre, estoy viva. Ahora estoy segura de que fuiste tú quien me salvó
aquella noche”.
Daniela Rostkier
Taller de Narrativa (Presencial)
Pasiones Literarias
Centro de Formación Humanística PERRAS
NEGRAS
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