Matisse, más que la alegría de vivir
Manuel Calderón - Madrid
Detrás de la «joie de vivre», de la alegría de vivir,
que transmite la pintura de Matisse, de esa sencillez inocente y colores
sofisticados, se escondía un pintor que vivía en permanente tensión, algo
atormentado, con problemas de insomnio y comunicación y que meditaba
obsesivamente sobre su pintura. No sólo pintaba –Picasso lo hacía incluso en
mayores cantidades pero queda por ver quién fue más influyente–, sino que
quería saber por qué había de hacerlo de una determinada manera y hasta dónde
podía llegar con el pincel para expresarse con más pureza. Durante muchos años
ocupó el lugar central del arte moderno plasmado por las grandes telas, como
«La música» y «La danza», que se convirtieron en verdaderos estandartes de su
pintura y del artista libre. Pero a partir de 1917, acabada la Primera Guerra
Mundial, su obra empieza a cambiar y, con ella, él. Primero porque pierde a sus
coleccionistas, rusos en su mayoría, arrastrados por una revolución bolchevique
que lo ha arrasado todo, y deja de hacer las grandes pinturas por encargo que
marcaron un modo de hacer. Segundo, porque aparece un nuevo cliente, un burgués
moderno y anónimo para el que está hecha la pintura de pequeño formato. Fue en
1917 cuando decidió dejar París para instalarse en Niza, ciudad de la Riviera
francesa donde encontró luz, buen clima y una sensualidad silenciosa para
empezar esta nueva etapa.
Íntimas y sensuales
«Algunos especialistas sostienen
que Matisse está en el origen de la abstracción basada en el color y lo
sublime, como si fuera un precursor de Rothko. Esta es la imagen que ha
prevalecido de él y que ha eclipsado el cuerpo central de su obra», comenta
Tomás Llorens, comisario de la muestra que quiere explicar su pintura entre
1917 y 1941, periodo fundamental pero al que se ha prestado menos atención.
«Pero él no quiso nunca hacer
pintura abstracta –añade–, por eso voy a contar esta historia desde el punto de
vista del propio Matisse, de lo que el quiso hacer». Vive un largo periodo de
aislamiento, alejado de su familia –de su mujer Amélie acaba separándose
agriamente–, viviendo en un hotel, poco menos que acompañado por una modelo y,
como en el caso de Lidia, una joven rusa a la que estuvo muy unido, su único
asidero. Muchas tarde acude a la Academia de Bellas Artes de Niza a copiar
yesos. Con Renoir fue con una de las pocas personas que mantuvo relación. Pero
seguía siendo el «maestro», e incluso Picasso, más joven que él, también menos
intelectual y con un carácter menos adusto, así lo reconocía. «Matisse fue un
gran teórico de la pintura, mientras que Picasso se dejaba llevar», sostiene
Llorens.
En estas pequeñas pinturas
íntimas y sensuales resuena Vermeer y el cuadro como ventana; Miguel Ángel y la
concepción de la perspectiva como una sucesión de planos de los que brotan las
figuras; y las voces de Baudelaire y Mallarmé, los verdaderos inspiradores de
la modernidad. Del primero está el «flâneur», esa actitud vital de pérdida del
tiempo o de estar en el tiempo de una manera inconsciente y que tan presente
está en las pinturas de esta época y que mantiene un paralelismo con la música
de Debussy (él mismo tocaba el violín y se pinta haciéndolo). Son mujeres, sus
fieles modelos, sentadas en estancias soleadas, con los visillos moviéndose por
la brisa, algo alicaídas. Vuelve también a pintores como Manet, Courbet y
Chardin. Esta intimidad coincide con la edición de «En busca del tiempo
perdido», de Proust, cuyo primer volumen aparece en 1913 y el último en 1927, y
con la lectura de Mallarmé (su poema «La siesta y el fauno» es una referencia),
lo que añadirá a la pintura un «aspecto reflexivo». «La obra de arte prevalece
matando al artista», dice al respecto Llorens.
Historia de un fracaso
¿Y cuál fue la gran aportación de
Matisse en esos años? «Sustituir una teoría del arte que se basa en ver, como
los impresionistas, por la de mirar, que
es un acto con intención», dice el comisario. Pero fue, añade, la historia de
un fracaso. Si cuando se instala en Niza
firma un contrato con el galerista Bernheim-Jeune, diez años más tarde,
en 1927, su obra se había ido reduciendo a lo mínimo. «Matisse quiere responder
al cubismo y por esto tiene una concepción fenomenológica del volumen, del
color, de la forma, como Cézanne. Es decir, es el hombre que mira quien
construye la imagen y él pinta bajo la idea de que la pintura se completa con
la mirada del hombre», explica Llorens, que ha conseguido que en el Museo
Thyssen esté la pintura de Cézanne «Tres bañistas», que el propio Matisse había
adquirido después de empeñar algunos bienes familiares –sobre todo de su mujer–
para hacerse con él, y que en 1936 donó al Museo de Bellas Artes de París.
Matisse está fascinado por el instante, por retener un momento fugaz, de ahí que sus pinturas sean cada vez
más evanescentes, de colores fuertes pero poco perfilados. «Él se da cuenta de
que la pintura pierde corporeidad y siente que ha fracasado», explica Llorens.
Escala en Nueva York
En 1930 deja de pintar y en ese
momento de crisis Matisse decide emprender un largo viaje a Tahití, solo, un
lugar escogido también para rememorar a Gaugin. Poco antes había recibido el
encargo de realizar un mural para Alfred Barnes, un hombre de negocios
norteamericano, pero aun así decide emprender la travesía, aunque primero hace
escala en Nueva York para visitar a su hijo Pierre y luego cruza todo EEUU para
embarcarse en San Francisco. Su vuelta a la pintura coincide con un momento
político agitado que desembocará pronto en la Guerra Civil española y en la
Segunda Guerra Mundial, lo que supuso en su caso la pérdida de clientes porque,
según Llorens, el «mercado moderno del arte había sido barrido». Durante la
ocupación alemana, vivió refugiado en Niza, no quiso dejar Francia. A pesar de
que su esposa y uno de sus hijos estaban en la Resistencia, Matisse nunca fue
molestado.
En esos momentos, centró una
buena parte de su trabajo en el dibujo y edita el libro «Thémes et variations»,
que se publicó en 1943 con texto de Louis Aragon. Son 17 variaciones al
carboncillo que «casi pudo dibujar sin mirar, sólo inspirándose». Una edición
de este libro la ha comprado el Thyssen y se expone en la muestra.
Dibujar hasta en la cama
Henri Emile Benoît Matisse nació
en 1869 y murió con casi 85 años en 1954, pero casi hasta el final de su vida
estuvo pintando, a pesar de dos graves operaciones a las que fue sometido y que
le obligó a dibujar en la cama. En 1950 pintó los frescos para la iglesia de
los dominicos de Vence, su última obra de gran tamaño. El hotel donde vivió en
Niza es ahora un museo dedicado al artista. La exposición «Matisse: 1917-1941»
se compone de 41 pinturas, nueve esculturas y relieves y dibujos, entre ellos
la serie de «Thèmes et Variations».
De: La Razón.es
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31 de diciembre - Cambrésis, Francia |
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