“Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el
pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de
otro modo se obtiene la vida en un cuento”
El infierno artificial
Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre
las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva
un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con
cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del
pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa
del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y
cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido
espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge
el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la
segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a
la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas
singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero
hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos
-inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a
su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.
...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo,
entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y
junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo,
sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un
hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca
amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a
disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo
prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del
cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el
sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la
jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el
hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia,
¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?
El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y
no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el
menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con
perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no
fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y
apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de
envidiosa sorpresa.
-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía!
¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza
de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor...
¿cloroformo?
-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de
su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me
mataría antes que dejarlo.
La voz sonó un poco burlona.
-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera
de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.
Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho
años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite;
que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no
fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma,
transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la
eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún
burlona.
-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah,
le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su
cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su
droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo,
apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.
-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted
conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces.
A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable
y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era
demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto
que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo
solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre
lujo.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor
nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue
con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba:
nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y
todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la
criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas
después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días,
nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi
mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un
ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un
ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.
-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.
-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de
mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no
darán.
Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína!
Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama
vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola
gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes;
súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones
que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se
precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi
mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted
puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina
acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante
quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis
mortal.
Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres,
contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más
nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me
asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin
resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía
otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia,
qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!
Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de
torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre,
sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz,
para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de
dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la
curación.
Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado
constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente
a descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el
heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un
frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí
inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de
reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante
sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo
ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se
resquebrajaba visiblemente.
-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una
vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.
Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un
morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto
en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez
y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia:
su envase natural.
La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una
nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia,
idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y
espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la
inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras
aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara
neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...
Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume
favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la
vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto
más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra
pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y
elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a
vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su
casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que
mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se
llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la
misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la
profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo
la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y
taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la
muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano
helada, el frasco de Jicky.
Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y
cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el
ardiente lujo de su falda inmaculada!
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin
llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden
party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba
al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán
brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados,
al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones
inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus
reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo
goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años,
admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía
pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue
la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años...
y con esa hermosura!
Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme
me miró con fría extrañeza.
-Sí... -murmuré.
-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la
boca en pesados movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los
ojos.
¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia
viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre,
ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y
hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo
silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos
abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero
relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de
honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el
sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del
de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en
que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme
del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!
Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde
aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
-Matémonos -le dije.
Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada
de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:
-Matémonos -murmuró.
Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala,
en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
-Aquí no -agregó.
Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la
casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y
cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y
me maté a mi vez.
Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó
bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo
dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis
nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida
volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había
matado, pero yo la había muerto a mi vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver,
entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos
muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!
Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
A Horacio Quiroga
Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como siempre en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria ...
Allá dirán.
No se vive en la selva impunemente,
ni cara al Paraná.
Bien por tu mano firme, gran Horacio ...
Allá dirán.
“No hiere cada hora –queda escrito-,
nos mata la final.”
Unos minutos menos ... ¿quién te acusa?
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio que la muerte
que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreías ...
Allá dirán.
Sé que la mano obrera te estrecharon,
mas no si Alguno o simplemente Pan,
que no es de fuertes renegar su obra ...
(Más que tú mismo es fuerte quien dirá.)
Alfonsina Storni, Poesías Completas,
Soc. Editora Latino Americana, Bs. As., 1968.
De: Prof. Cristina González- Facebook
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