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Otra mujer especial; de la talla de Delmira, de Alfonsina, de Violeta... 5 de octubre de 1889 |
Así abre la escritora la obra, una obra ineludible:
Mamá Blanca, quien me legó al morir suaves recuerdos y unos
quinientos pliegos de papel de hilo surcados por su fina y temblorosa letra
inglesa no tenía el menor parentesco conmigo. Escritos hacia el final de su
vida, aquellos pliegos, que conservo con ternura, tienen la santa sencillez
monótona que preside las horas en la existencia doméstica, y al igual de un
libro rústico y voluminoso, se hallan unidos por el lomo con un estrecho cordón
de seda, cuyo color, tanto el tiempo como el roce de mis manos sobre las huellas
de las manos ausentes, han desteñido ya. A falta de todo parentesco uníanme
estrechamente a Mamá Blanca misteriosas afinidades espirituales, aquellas que
en el comercio de las almas tejen la trama más o menos duradera de la simpatía,
la amistad o el amor, que son distintos grados dentro del mismo placer supremo
de comprenderse. Su nombre, Mamá Blanca, era, en el fervor de mis labios
extraños, la expresión que mejor convenía a su vejez generosa y sonriente.
Habíaselo dado al romper a hablar el mayor de sus nietos. Como los niños y el
pueblo, por su ignorancia o desdén de las abstracciones, poseen la ciencia de
acordar las cosas con la vida, saben animar de sentido las palabras y son los
únicos capaces de reformar el idioma, el nombre que describía a un tiempo la
blancura del cabello y la indulgencia del alma fue cundiendo en derredor con
tal naturalidad que Mamá Blanca acabaron diciendo personas de toda edad, sexo y
condición, pues que no era nada extraño el que al llegar a la puerta una pobre
con una cesta de mendrugos, o un vendedor ambulante con su caja de quincalla,
luego de llamar: toe, toe, y de anunciar asomando al Patio la cabeza:
"¡Gente de paz!", preguntasen familiarmente a la sirvienta vieja, que
llegaba a atender, si se podía hablar un momento con la señora Mamá Blanca. Aquella
puerta que, casi siempre entornada, parecía sonreír a la calle desde el fondo
del zaguán, fue un constante reflejo de su trato hospitalario, una muestra
natural de su amor a los humildes, un amable vestigio de la edad fraternal sin
timbres ni llave inglesa y fue también la causa o circunstancia de donde
arrancó nuestro mutuo, gran afecto. Conocí a Mamá Blanca mucho tiempo antes de
su muerte, cuando ella no tenía aún setenta años ni yo doce. Trabamos amistad,
como ocurre en los cuentos, preguntándonos los nombres desde lejos,
amortiguadas las voces por el rumor del agua que cantaba y se reía al caer
sobre el follaje. Iba yo jugueteando por el barrio y de pronto, como se me
viniese a la idea curiosear en una casa silenciosa y vieja, penetré en el
zaguán, empujé la puerta tosca de aldabón y barrotes de madera, pasé la cabeza
por entre las dos hojas y me di a contemplar los cuadros, las mecedoras, los
objetos y en el centro del patio un corro de macetas, con helechos y novios que
subidos al brocal de la pila se estremecían de contento, azotados por la lluvia
de un humilde surtidor de hierro. (...)
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