Durante unos cuantos días, en la Facultad de
Veterinaria del 68, una gorra policial se meció al ritmo del viento de agosto, en
el extremo de un rústico mástil.
Trofeo singular: una guerra supone el enfrentamiento
de fuerzas equiparables... Pero en la puerta de la Universidad sólo se habían
amontonado pechos, consignas, visiones de un mundo quizás mejor. Armados sólo
estaban los agentes del “orden”: los defensores de privilegios, ciegos a sus
propias miserias.
Cuando Líber
Arce cayó, asaeteado por el mandato feroz de la ignorancia, sólo uno de sus
compañeros reaccionó y se apoderó de la gorra del tirador. ¡Qué simbolismos
propone la Vida cuando abre su mano agarrotada! El policía quedó despojado de
su segunda “cabeza”, ésa que tal vez le impedía pensar como hermanos a sus
enemigos prediseñados.
Bicho de mal agüero esa visera como una medialuna
eclipsando el horizonte. De muy mal agüero: una señal funesta de que, otra vez
en la Historia, los jóvenes serían la carne sabrosa que se comerían los gerontes.
Y lo fueron.
Pero en el aire quedó flotando un perfume. La carne
humana huele como ninguna otra de las savias del universo. Por eso, muchos no
te olvidamos, Líber Arce, y vos lo
sabés: tu aroma nos sigue marcado la línea sinuosa, compleja, agotadora y
consciente de la liberación.
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