La
voz que dicta
Día de invierno.
Cinco de la mañana. Aúlla el mar.
Camino desesperado
por la escollera gris y fría. Una lucidez extraordinaria domina mi espíritu;
pero mis pies están helados. Se diría que he cometido la locura de ponerme
zapatos de hielo. Mis pies están helados; apenas obedecen a mi voluntad. Ahora
siento circular en mí una avalancha de ideas claras, risueñas, como nunca.
Me aseguro a mí
mismo:
–Todo el mundo
duerme; pero yo estoy despierto.
Ningún deseo grosero
entorpece mi sentimiento.
Abarco la ciudad
pequeña y detallada irregularmente; torres, casas altas y bajas, luces, el mar,
el cerro.
El viento, que hace
aullar al mar, sacude, contrae, retuerce los árboles
de ramas secas, y se reparte armoniosamente, en perspectiva.
Pienso en mis dos
amigos, a quienes nunca les hablo ni de mis hambres ni de mis sueños: Mario
Funes, alto, fornido, de ojos castaños enfermizos, que a pesar de sus treinta y
cinco años y sus nueve hijos, es un divino solitario; Enrique Gabriel,
hombrecillo de ojos brillosos, finos; semblante redondo, pálido, chupado por la
vida de meditación. Funes me ha explicado días atrás el significado de ‘‘Los
candelabros del Bautista’’, mientras Gabriel y un marino, que siempre cuenta
aventuras amorosas, sonreían irónicamente.
Una gran lucidez
domina mi espíritu, y mi negra, constante preocupación de la muerte, se
transforma en alegría, en infinita, en cósmica alegría.
En un café próximo al
puerto, juegan al billar dos individuos. Un vagabundo sucio, despeinado, que
está de pie, a cierta distancia de los jugadores, se rasca y pone en el juego
una atención cómica y desesperada.
Me siento en una
silla. Miro la pizarra en donde está escrito un número entero y una fracción;
indica la hora en que empezó el partido. Dos filas del contador están
desordenadas.
Ahora duermo. La
lucidez, visión sobrenatural, con una persistencia de imagen, sigue dominando
mi espíritu; no se altera. Duermo con el cerebro despierto.
Una voz me dicta
(‘‘la voz que dicta’’).
–Seríamos felices si
no tuviéramos el sentido del tiempo; divinamente felices.
Duermo con el cerebro
despierto. Mi cansancio se abandona a lo inesperado. Alguien ha encendido los ‘‘Candelabros del Bautista’’ y da
vueltas alrededor de un tiempo peligroso, opresor; estremecido de alegría y
locura.
Me sacuden
violentamente.
Gritan:
–Aquí no se puede
dormir. Parece mentira. ¡Un hombre joven!
En la mesa de billar
rueda la bola roja, salta y cae sobre el piso de madera cubierto de aserrín,
puchos y escupitajos.
–¿Lo ahorcaron?
–pregunta uno de los jugadores, que lleva bufanda negra, bien envuelta al
cuello.
Son unos bárbaros
los... sanguinarios, inquisidores. Nadie debe matar a nadie. A eso le llaman
justicia, comenta su acompañante.
Habla, sin duda,
de un proceso.
‘‘La voz que dicta’’
me interroga.
–¿Aversión?
Los jugadores han
interrumpido el juego.
Permanecen en
silencio, mudos; con los ojos fijos, inexpre-sivos, muertos.
‘‘La voz que dicta’’
prosigue:
–No sentía aversión
por nadie. No sentía nada por nadie. Prefería huir de las compañías humanas.
Vuelven a sacudirme
violentamente. Miro. Es el patrón. Sus hombros, sus manos de sapo, blancas,
rosadas, callosas.
Ordena:
–Fuera, atorrante. ¡A
trabajar! Parece mentira. ¡Un hombre joven, lleno de salud!
(Hacía poco que me
habían dado de alta del manicomio, en Buenos Aires.)
Salgo. Mi paso es
lento, inseguro.
Las calles siguen húmedas,
frías. Camino durmiendo; mi cerebro está despierto, pero mis pies helados.
En el fondo de mi ser
recobro la lógica; asocio ideas maravillosamente, en un estilo extraordinario,
sobrenatural.
‘‘La voz que dicta’’
se quiebra como un vidrio y se divide en muchas voces: se sinfoniza.
Una de las voces
dicta:
–Por este motivo.
Otra:
–¿Cómo era que no
hablaban sus personajes?
Otra:
–No.
Otra:
–Se explica.
Un golpe duro, como
un hachazo, me hace volver a la realidad. He chocado con unárbol que tiene las
ramas limpias, peladas. Una opresión en el pecho me hace pensar si no estoy
enfermo.
Interrogo al árbol y escucho ‘‘las voces que
dictan’’.
Una voz:
–No tiene cabellos.
Otra:
–Ni voz ni nada.
Se me aparece Funes.
Sonríe. Declara, resolviendo como una clave, el significado de las voces:
–Es tan puro que no
sabe de la desnudez todavía...
Un borracho, en
una esquina, grita:
–¡Viva las mulas del
Estado!
En efecto, pasan los
carros tirados por mulas. Dan la sensación de rascar piedras.
Duermo. Una lucidez
ardiente domina mi espíritu; pero mis pies están helados.
Una de las voces
dicta:
–Detestaba su cuerpo
desproporcionado y feo.
Recuerdo una
narración interrumpida que oí hace varios años entre dos mujeres turcas,
vestidas con trajes pintorescos.
Estoy cerca de un
mercado. Gente que va, gente que viene.
Una de las voces
dicta:
–Todavía no ven.
Otra:
–Están ciegos.
Otra:
–Hay que modelarles
los ojos.
Otra,
piadosamente:
–No sabrían caminar.
¿Por qué me acuerdo
de Teresa? Su hermano Ricardo me ha escrito que ella se casa muy pronto. Sufro
amarga-mente.
Una de las voces
dicta:
–¿Celos?
La oscuridad de la
calle me despierta. Todas las luces están apagadas.
Ahora las voces
se reducen a una sola, y la voz me dicta:
–De pronto
aparecieron en su espíritu los celos; pero suavizados por un anhelo puro. No
sospechó los inconvenientes...
Teresa es pelirroja,
de ojos enfermos, manos regordetas y piernas redondas, como las de esas muñecas
rellenas de aserrín que hay en los bazares.
Me pregunta (diálogo
que sostuve el año pasado):
–¿Usted sería capaz
de hacer vida burguesa?
–Pero si yo soy un
burgués. Me han ofrecido un empleo de quinientos pesos –contesto.
La madre, que
acaba de entrar, me aconseja:
–Acéptelo. No sea
zonzo. ¿Para qué va a volver a Montevideo?
El padre, que nos ha
vigilado, que nos ha descubierto, sacándose los lentes de armazón dorado,
también me aconseja:
–No; no se quede;
vuelva a Montevideo. Así terminará de curarse completamente.
Despierto
sobresaltado.
Una puerta rechina.
Viejas beatas se encaminan a oír maitines.
Un vendedor de
diarios anuncia:
–‘‘El Día’’,
‘‘Tribuna Popular’’, y desaparece.
Aúlla el mar.
[Publicado por primera vez en la
revista Martín Fierro (2da. ép.), Nº 35, Buenos Aires, 5 de
noviembre de 1926.]
Jacobo Fijman
Aunque ya fallecido, sería grotesco e imperdonable generarle una nueva constricción a Jacobo Fijman y por ello, invitamos a recorrer los muchos Sitios de la Web que aportan información sobre su riquísima y atribulada vida... Hay emociones intransferibles...
Sin embargo, y emblemáticamente, podríamos decir que pretendió, a través del Arte, multiplicar en soles sus infinitos inviernos. Tal vez lo consiguió y creyó dejar cifrada su alquimia en estos textos que estuvieron también confinados a la soledad por demasiado tiempo.
ALEGRÍA DE INVIERNO
Las
flautas de mi angustia en el paisaje de las constelaciones.
Bosques
de estrellas blancas sin canciones.
¡Alegría de invierno!
¡Alegría de invierno!
Mana
silencio de mi pecho;
mi silencio tan viejo como el mundo.
¡Alegría de invierno!
mi silencio tan viejo como el mundo.
¡Alegría de invierno!
A la
costa del tiempo mis músicas se apagan como bujías.
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