24 de julio de 1783 |

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La última visita que recibió la noche anterior fue la de Manuela Sáenz,
la aguerrida quiteña que lo amaba, pero que no iba a seguirlo hasta
la muerte. Se quedaba, como siempre, con el encargo de mantener
al general bien informado de todo cuanto ocurriera en ausencia
suya, pues hacía tiempo que él no confiaba en nadie más que en ella.
Le dejaba en custodia algunas reliquias sin más valor que el de haber sido
suyas, así como algunos de sus libros más preciados y dos cofres de sus
archivos personales. El día anterior, durante la breve despedida formal,
le había dicho: «Mucho te amo, pero más te amaré si ahora tienes
más juicio que nunca». Ella lo entendió como otro homenaje de los tantos
que él le había rendido en ocho años de amores ardientes. De todos sus
conocidos ella era la única que lo creía: esta vez era verdad que se iba.
Pero también era la única que tenía al menos un motivo cierto para esperar
que volviera.
No
pensaban verse otra vez antes del viaje. Sin embargo, doña Amalia, la
dueña de casa, quiso darles el regalo de un último adiós furtivo, e hizo entrar
a Manuela vestida de jineta por el portón de los establos burlando los
prejuicios de la beata comunidad local. No porque fueran amantes clandestinos,
pues lo eran a plena luz y con escándalo público, sino por preservar
a toda costa el buen nombre de la casa. Él fue aún más timorato,
pues le ordenó a José Palacios que no cerrara la puerta de la sala
contigua, que era un paso obligado de la servidumbre doméstica, y donde
los edecanes de guardia jugaron a las barajas hasta mucho después
que terminó la visita.
Manuela
le leyó durante dos horas. Había sido joven hasta hacía poco tiempo,
cuando sus carnes empezaron a ganarle a su edad. Fumaba una cachimba
de marinero, se perfumaba con agua de verbena que era una loción
de militares, se vestía de hombre y andaba entre soldados, pero su voz
afónica seguía siendo buena para las penumbras del amor. Leía a la luz
escasa de la palmatoria, sentada en un sillón que aún tenía el escudo
de armas del último virrey, y él la escuchaba tendido bocarriba
en la cama, con la ropa civil de estar en casa y cubierto con la
ruana de vicuña. Sólo por el ritmo de la respiración se sabía que no estaba
dormido. El libro se llamaba Lección de noticias y rumores que corrieron
por Lima en el año de gracia de 1826, del peruano Noé Calzadillas,
y ella lo leía con unos énfasis teatrales que le iban muy bien
al estilo del autor.
Durante
la hora siguiente no se oyó nada más que su voz en la casa
dormida. Pero después de la última ronda estalló de pronto una carcajada
unánime de muchos hombres, que alborotó a los perros de la
cuadra. Él abrió los ojos, menos inquieto que intrigado, y ella cerró el
libro en el regazo, marcando la página con el pulgar.
«Son
sus amigos», le dijo.
«No
tengo amigos», dijo él. «Y si acaso me quedan algunos ha de ser
por poco tiempo».
«Pues
están ahí afuera, velando para que no lo maten», dijo ella.
Fue
así como el general se enteró de lo que toda la ciudad sabía: no uno
sino varios atentados se estaban fraguando contra él, y sus últimos partidarios
aguardaban en la casa para tratar de impedirlos. El
zaguán y los corredores en torno del jardín interior estaban tomados
por los húsares y granaderos, todos venezolanos, que iban a acompañarlo
hasta el puerto de Cartagena de Indias, donde debía abordar
un velero para Europa. Dos de ellos habían tendido sus petates
para acostarse de través frente a la puerta principal de la alcoba,
y los edecanes iban a seguir jugando en la sala contigua cuando
Manuela acabara de leer, pero los tiempos no eran para estar seguros
de nada en medio de tanta gente de tropa de origen incierto y diversa
calaña. Sin inmutarse por las malas noticias, él le ordenó a Manuela
con un gesto de la mano que siguiera leyendo.
Siempre
tuvo a la muerte como un riesgo profesional sin remedio. Había
hecho todas sus guerras en la línea de peligro, sin sufrir ni un rasguño,
y se movía en medio del fuego contrario con una serenidad tan insensata
que hasta sus oficiales se conformaron con la explicación fácil de
que se creía invulnerable. Había salido ileso de cuantos atentados se urdieron
contra él, y en varios salvó la vida porque no estaba durmiendo en
su cama. Andaba sin escolta, y comía y bebía sin ningún cuidado de lo que
le ofrecían donde fuera. Sólo Manuela sabía que su desinterés no era
inconsciencia ni fatalismo, sino la certidumbre melancólica de que había
de morir en su cama, pobre y desnudo, y sin el consuelo de la gratitud
pública...
El
General en su Laberinto
Gabriel
García
Márquez
De:
vocesantiimperialistas.org
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