V
Asomaba una aurora
gris-cenicienta, pues el sol era impotente para romper la densa valla de nubes
tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del
matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda
a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios
desolados.
Jinetes y
cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos acá
y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de
la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en
las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la voz; tal era el
cuadro en el campo que ocupó el enemigo.
El capitán Heitor, yacía
boca abajo junto a un abrojal ramoso.
Una bala certera
disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto,
produciendo el tiro y la caída, la confusión y la derrota de sus tropas, que en
la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.
Al huir aturdidos,
presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas
sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.
De ahí le manaba un
grueso hilo de sangre negra.
El capitán aún se
movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para
volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo
enrojecido y cubierto de cuajarones.
Revolcado con las
ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo
bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un
cuchillo de mango de asta en la diestra.
Hacia el frente,
veíase la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso
de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se marearon los caballos, un
montón deforme en que sólo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y
matalotes en lúgubre entrevero.
El llano estaba
solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza,
mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar
los pastos a pesar del freno. Saliales junto a las coscojas un borbollón de
espuma sanguinolenta.
Al otro flanco, se
alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.
En su orilla, como
atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas,
ávidas de olfateo, medía docena de perros cimarrones iban y venían inquietos
lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.
Catalina, que había
apurado su avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena
suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporose sobre sus
rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el
cuello del oficial portugués, apartando e1 liquido coagulado de los labios de
la herida.
Si hubiese visto
aquellos ojos negros y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él,
aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en
cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso
soldado hubiérase estremecido de pavura.
Al sentir la
presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando
una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e
implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió- con un gesto de espantosa
saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano
de la víctima, que tentó alzarse convulsa.
-Al ñudo ha de ser!
-rugió el dragón-hembra con ira reconcentrada.
Tejidos y venas
abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos
veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó- en espeso chorro toda la
sangre entre ronquidos.
Esa lluvia caliente
y humeante batió el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.
Soportola inmóvil,
resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó
de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las uñas clavadas en tierra, en
tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos
saltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el
puño cerrado por el seno de arriba abajo con expresión de asco, hasta hacer
salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:
-¡Que la lamban los
perros!
Luego se echó de
bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.
Entonces, los
cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto
podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho
de los declives.
Fragmento de El Combate de la Tapera
Eduardo
Acevedo Díaz
Antología del cuento uruguayo
Arturo S. Visca
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968
Antología del cuento uruguayo
Arturo S. Visca
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968
De: EspacioLatino.com
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Extraída de: www.flickr.com
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