domingo, 21 de abril de 2013

"...Hacia el frente, veíase la tapera hecha terrones..." - Eduardo Acevedo Díaz


V

Asomaba una aurora gris-cenicienta, pues el sol era impotente para romper la densa valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios desolados.
Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la voz; tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.
El capitán Heitor, yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso.
Una bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto, produciendo el tiro y la caída, la confusión y la derrota de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.
Al huir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.
De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.
El capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cuajarones.
Revolcado con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta en la diestra.
Hacia el frente, veíase la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se marearon los caballos, un montón deforme en que sólo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.
El llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar los pastos a pesar del freno. Saliales junto a las coscojas un borbollón de espuma sanguinolenta.
Al otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.
En su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas de olfateo, medía docena de perros cimarrones iban y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.
Catalina, que había apurado su avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporose sobre sus rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello del oficial portugués, apartando e1 liquido coagulado de los labios de la herida.
Si hubiese visto aquellos ojos negros y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso soldado hubiérase estremecido de pavura.
Al sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió- con un gesto de espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.
-Al ñudo ha de ser! -rugió el dragón-hembra con ira reconcentrada.
Tejidos y venas abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó- en espeso chorro toda la sangre entre ronquidos.
Esa lluvia caliente y humeante batió el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.
Soportola inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las uñas clavadas en tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos saltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajo con expresión de asco, hasta hacer salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:
-¡Que la lamban los perros!
Luego se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.
Entonces, los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho de los declives.

Fragmento de El Combate de la Tapera

Eduardo Acevedo Díaz
Antología del cuento uruguayo
Arturo S. Visca
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968
De: EspacioLatino.com
Extraída de: www.flickr.com 


















Eduardo Acevedo Díaz
20 de noviembre de 1851
Iniciador de la novela histórica en Uruguay
Museo Virtual de Fotografía de San José

Caricatura del doctor Eduardo Acevedo Díaz, 
en Caras y Caretas,
www.flickr.com 

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