lunes, 8 de abril de 2013

De vez en cuando, vale la pena perder los lentes.


Hace unos días perdí mis lentes de visión cercana. “Dentro de casa”, pensé, ya que estaba casi segura de haberlos usado luego que volví del centro. Al rato, al no encontrarlos, la búsqueda se convirtió en tragedia.
Mi marido tiene fama de “encuentra-cosas“y puso manos a la obra. Le oí mascullar entre dientes: “Que aparezcan, sino qué hago con esta mujer sin poder leer”.
La atmósfera se iba cargando. Yo había empezado a buscar en los lugares más
normales : arriba de las mesas, debajo de los almohadones, arriba de las sillas, para luego acordarme de mamá que decía que cuando las cosas no aparecen en los lugares lógicos hay que buscarlas en los ilógicos; me puse en acción. No busqué debajo del jabón de tocador, como dijo un gracioso alguna vez, pero sí entre los cubiertos, en el cajón de la ropa interior, en los estantes de más arriba de las bibliotecas y hasta en el horno de la cocina.
Llamé al óptico, no lo encontré, y a los tres comercios en que había estado, nada. Mi angustia crecía acordándome de que estos lentes eran los de repuesto, ya que los otros los había perdido el año anterior en un viaje desde el Ateneo a casa.
De repente, una exclamación victoriosa y aliviada de Jaime: “Aquí están“. Los vi  paraditos, sobre la alfombra, pegados al sofá, con un aire de inocencia que daba ganas de matarlos, no sé cómo no los pisamos.
A los dos nos volvió el alma al cuerpo. No abrimos una botella de champagne porque no la teníamos, pero estoy segura de que ambos reíamos tontamente.
Más tarde me puse a pensar: ¿No será que el excelente hábito de leer se me ha convertido en una especie de vicio? No son normales mis reacciones cuando pienso que no puedo hacerlo, porque confieso que estuve a punto de llorar.
Entonces empecé a recordar cómo y desde cuándo había empezado mi contacto con los libros.
Me recuerdo de niña, antes de saber leer, paseándome con algún libro infantil abierto, recitando, sin equivocarme ni en una coma, toda su lectura. Inocentemente pensaba que iba convencer a los mayores de que ya leía. Ellos actuaban como si lo creyeran. Después de un tiempo cuando sí supe leer, un velo espeso se corrió y pude entrar en un mundo maravilloso.
Mis padres tenían una buena biblioteca y nunca me prohibieron leer nada; me aconsejaban diciéndome: “Este libro no lo vas a entender, dejalo para más adelante, ahora están estos otros que te van a gustar.” Así pasé de los clásicos infantiles a algunos de aventuras como  Tom  Sawyer y aventuras de Huck, y otros femeninos, como Juvenilia, Mujercitas, Jane Eyre y algunos más. Luego vinieron Moby Dick y varios tomos de las aventuras de Naricita de Monteiro Lobato que me gratificaron hondamente. Los clásicos me llegaron mucho más adelante. ¡Y la poesía ¡ Sufrí y amé con Darío, Nervo, Bécquer y Neruda. En mi adolescencia el sufrir por amor era algo insoslayable. Y a pesar de mi corta edad apoyaba con fervor a Manrique cuando dice que todo tiempo pasado fue mejor. “¿Te acordás?” decíamos con dos o tres amigas; y los mayores retrucaban entre risas: “¿De qué se van a acordar ustedes?”  
Confieso que cuando crecí tuve algunas desilusiones: El castillo de Saint Michele de Axel Munthe (lugar que tuve la dicha de conocer en Anacrapi mucho después) me deslumbró a los quince años; cuando lo releí a los treinta me desilusionó. “Moraleja -me dije- no vuelvas a leer de adulta lo que te encantó en la adolescencia, es peligroso”. Todo tiene su ciclo y me volvió a gustar en mi ineluctable madurez. Aquí vinieron los imprescindibles: Flaubert, Dickens, Tolstoi, Malraux, Camus, Faulkner, Sartre y tantos otros. Pero antes cuando había cursado Literatura en el Secundario, descubrí el mundo maravilloso de Homero, Esquilo, el Siglo de Oro español, Shakespeare, Cervantes, Ibsen y muchos más.
Cuenta Vargas Llosa que de niño alargaba los cuentos porque no quería que terminaran; yo les cambiaba el final si no me gustaban y muchas veces compartí con los protagonistas sus aventuras fantásticas: me metí en un hueco en la tierra de la mano de Alicia, me adentré en un bosque tras los pasos de Gretel y bailé hasta el alba con el príncipe sin nombre de la Cenicienta; yo se lo puse, se llamaba Gabriel.
Pasando los años, el pre-boom y el boom latinoamericano: Carpentier, Rulfo, Onetti, Octavio Paz, Fuentes, la maravillosa escritura de las primeras novelas de Vargas Llosa,  yendo adelante y atrás en el tiempo y mezclando conversaciones, y el monumental García Márquez que nos relata con alegría y de forma colorida por más que los cuentos sean terribles temas de su América fantástica y mestiza.
Mucho más acá en el tiempo, hará cuatro o cinco años, escritores asiáticos, afganos, iraníes, indios, nos descubren un mundo contradictorio pero exento de belleza, al que Occidente ha catalogado con una sola palabra: atraso.
A pesar de todas  estas lecturas tengo un debe muy grande con escritores ineludibles: Platón, Proust, Conrad, Yeats, Mann, T.S.Elliot y muchos más. Es entonces que me convierto en la niñita que se pasea oronda recitando el texto de un libro, pensando que engaña a los mayores haciéndoles creer que sabe mucho cuando en realidad sabe tan poco.

 María Cristina Fuentes   /     Grupo ALAS
Marzo de 2013


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