lunes, 21 de enero de 2013

Jéssica Camacho


        En pocas palabras quiero expresar mi más profundo sentimiento. Disculpen mi limitación gráfica; en realidad, no me importa nada que proceda de esfuerzos mentales.
         Encontré lo que me hace feliz. Me hace sonreír. Es un placer recorrer este camino de aprendizaje, de intercambios, un camino que no tiene fin. Puedo pintar, dibujar, desdibujar mis pensamientos a mi antojo. Y esto, no hace tediosa ninguna de mis horas.
                                                                                  Jéssica Camacho




La señorita Yaneth Zalkind y Yaneth



         La señorita Yaneth Zalkind, llegaba a su casa entre las 19 y las 23 horas. Por lo general, no tenía día de descanso. Ella decía que no tenía nada que hacer en su casa, entonces hacía horas extras. Era eficiente en su labor, dinámica, resolvía problemas, problemas que no siempre eran parte de su trabajo, y se comunicaba bien con los clientes. Algunos de ellos tenían deseos, deseos que se deslizaban más allá del trato empleada-cliente.
         El mostrador  era un buen resguardo, y ella, con cintura, y con la cintura y sus palabras sofisticadas, se colocaba al margen de la formal relación. Entonces dejaba que su imaginación se manifestara y los veía, a veces en bóxer, semidesnudos, enredados con pasión en su cuerpo, desfallecientes entre las sábanas de algún hotel. Es decir que, en su mente, no había protección para ninguno. Sus compañeros y compañeras no la invitaban a salir al término de la jornada; decían que era agria, que vivía para el trabajo, que no se lavaba la cara en la palangana pero que “unos cuántos daríamos mucho, mucho, por verle el culo en el bidet”.
         La habían criado y educado como Yaneth Zalkind; tenía que ser Yaneth Zalkind en todos lados. “Cuida tu imagen” decía la abuela.
         Para trabajar usa tacos negros, taco aguja. La falda generosa, azul. La camisa blanca, por debajo de la falda azul. En las curvas de su cintura y de sus glúteos, muchos engendran sueños, muy fugaces. Su esculpido y suave cuerpo no armoniza con su rostro: su semblante impone autoridad, seriedad; lleva recogido el cabello largo en un moño: un elaborado soretito en perfecta armonía con  su cara de culo. Así está programada la que llega veinticinco minutos antes y se va horas después; todo, casi todo, al mismo precio. Porque, en su casa, no tiene nada que hacer.
         El domingo, Yaneth llegó a su casa a las 19y30. Resopló, pateó los  tacos, tiró la cartera arriba del sillón, y se dejó caer, con fuerza, con bronca; el sillón crujió a nuevo. Se apretó las sienes, y monologó que estaba cansada de poner cara de tarada y voz de amable cuando algún cliente hacía un reclamo por el servicio, o por querer pasarse de listo. Se levantó, buscó su vino tannat, lo colocó entre sus piernas, se encorvó bastante porque no podía descorcharlo, agregó “Me cago en dios” y destapó la botella. Se sirvió en una copa exageradamente grande, y el vino se mareaba en el cuenco. Observó su color, aspiró su aroma... Pero su mirada fue reclamada por la imagen que se recortaba a lo largo de metro y medio de espejo y especialmente por la predominante curva de sus glúteos. Se sentó. Tomó delicadamente un sorbo, apretó la lengua contra el paladar y respiró. Con la rapidez de un tic, las cejas se le irguieron: “Esto no es lo mismo sin vos”, pensó. Encendió la radio, sintonizó la estación que siempre escuchaba con él. Se soltó el cabello castaño y bien cuidado al ritmo del reggae que estaba sonando. El proceso de  transformación hacia Yaneth palpitaba en su cerebro, y la rebeldía corría caliente por la sangre. Encendió “algo divertido”, sintió el único placer del día y se imaginó con los labios rojos, el cabello acariciándole el roce de la camisa y con los lentes de descanso en la mano.   “Así me presento mañana, ¡es más! cuando baje el señor Martínez a  entregar las llaves, discretamente le doy mi número. Él se va  el miércoles, y mañana es lunes...”  Se desabrochó dos botones. Tomó otro sorbo y pitó más largamente. Dos golpes a la puerta. Un poquito de vino se le derramó sobre la camisa. Malhumorada, prepoteó: “¿Quién?” En el vidrio esmerilado se dibujaba un contorno oscuro que respondió “Yo”. Y ese yo que entró por sus oídos, en un segundo le paralizó el cerebro y corrió furtivo, por la sangre, por su cuerpo, por todas sus santas curvas. Sólo Yaneth conocía aquel latido tan intenso. Hacía seis meses que ese alguien no tocaba a esa puerta que nadie más había rozado siquiera. Se miró la naciente de los pechos. Los pechos firmes, turgentes, de Yaneth. ¡Bah! ¡Sus tetas hechas! Porque hasta treinta minutos atrás la señorita Yaneth Zalkind había sido un producto, un producto en la vidriera de su traje, el traje del hotel desde atrás del mostrador... en síntesis, un par de tetas.  Yaneth Zalkind intentó cerrarse la prenda pero Yaneth se desabrochó el tercero.
         Con aquella copa desmesurada en la mano abrió la puerta. Se miraron a los ojos y en milésimas de segundos se desearon. Un beso breve en la comisura de los labios y la provocación:
         -¿Regresas a buscar algo bueno? Servite vino. Alguien le observaba la frialdad: era un alma pidiendo ser bebida, ser amada, no ser abandonada. “Pide, pide, pide, pero no ruega, no se arrodilla”. Le bordeó la falda con el dedo, buscándole la piel y murmurando:                                                                                                                                            
         -Cuánto te extrañé, no daba más.
         Pero el fantasma de Yaneth Zalkind se colaba en las palabras de Yaneth:                                                                                                                    
          - No, Alguien, no… Hablemos… Nooo- y la piel erizada por el vino.
-Yaneth… Hablemos el idioma más antiguo, el del silencio.
         Entonces se dio vuelta contra la pared, encerró al fantasma detrás de sus párpados y gritó:                                                                      
         -Por el culo, Alguien, por el culo.









Sin juicio previo



         “Según una estadística sexológica, el 88% de las mujeres finge la culminación del placer sexual, debido a un déficit en las condiciones anatómicas, fisiológicas y psicológicas. La mayoría no puede llegar al orgasmo mediante el coito vaginal, pues necesita la estimulación en el clítoris. Pero… yo conozco a alguien que no finge…ni un poquito”, le estaba comentando a mi maduro interlocutor, cuando recibí  la llamada, al fin. Casi inevitable. Un empuje, tal vez. Las necesidades, los impulsos. La pasión desenfrenada, ¿tiene cura? ¿Y tratamiento? Tendré que visitarla y llevarle cigarros, caramelos, algún texto... No cualquier texto: uno que no cite la palabra: “hombre”. ¿Su mal? Hombre. ¿Su remedio? Hombre. En síntesis: hambre de hombre. ¿Estará haciendo de las suyas con algún enfermero, uno de esos bien atrevido? Le gustan los atrevidos, los
lanzados, los que le dan un beso y a ella le generan sed: sed de sus ojos, de sus cuerpos…Es así: un beso y su sed incontrolable, insaciable, enfermiza, avasallando a cualquiera. Hasta con Arturo pudo. Que no molestaba, no hablaba, no pensaba. Cumplía con su papel. Arturo podía  con ella. ¿Un desgraciado Arturo? No. ¿Un infeliz? No. ¿Qué hará Arturo ahora? ¿Cuál será su tarea ahora? ¿Tiene sentido ahora el propósito por el cual vino a este mundo el inerte Arturo?
         Jimena Bernárdez no es profesional y tiene buen empleo. Vive sola en su casa de altos ubicada en la ciudad. Desde la ventana amplia de la habitación, se ve un inmenso patio, con sectores verdes y flores multicolores. En una multinacional trabaja. Comparte su turno con 299 empleados. Sonríe. Sonríe a gerentes, encargados, alcahuetes de encargados, a clientes, y les sonríe especialmente si son hombres. Su vida es interesante, sociable e intensa. Se comporta como es la norma en la ciudad: se levanta sobre la hora, se maquilla, usa chaqueta, pollera y tacos; mientras se lava los dientes calienta el café; llega tarde a todos lados y no tiene novio formal. Pero nunca descansa de su rastreo: Jimena busca hombre, busca sexo y el sexo del hombre. Quiere uno que esté dispuesto en el momento indicado. Ella apunta con el dedo, doma, manipula, y se compra collares de perros (y los perros disparan aunque estén famélicos). A mí me pasa que cuando duermo con ella, en los primeros minutos estoy al acecho pero después me aflojo, y sobrevivo. Ya no quedan vecinos ni compañeros de trabajo ni profesor o farmacéutico, cocinero, contador, reponedor, pistero, ciclista, médico, bisexual, que no huya.
          Una tarde me llamó para decirme que fuera a conocer a alguien. Lo describió como encantador, perfecto, y yo percibí un tono perverso en su voz, que se mantuvo después que llegué y me causó un escalofrío desconocido.   Allí, sobre su cama, iluminado por la amplia ventana estaba él. “Arturo se llama y es absolutamente sumiso. Jimena es la que piensa y  habla por él. ¿Verdá, Arthur? Él no pide  explicaciones, obedece, no bebe, no fuma. ¿Qué te parece?”
         Yo no pude responder nada. Por mi cabeza corrió un fluido tibio, un latido perverso, una complicidad temible. Entonces agregó que hay más Arthurs, que puede conseguirme uno. O que yo podía comprar alguno. Comprar, pagar, saciar, ver la luz. “Con él veo las mejores luces”, escuché desde mi vértigo.
             Después, la vorágine: por la mañana, Arturo, por la tarde Arturo, lavándose los dientes Arturo, hablando por teléfono con la abuela Arturo,  Arturo Arturo Arturo a su antojo, y él, siempre dispuesto y comprometido con su hembra. “Dome, Jimena, dome”, parecía decir el perro flaco atendiendo dócilmente su obsesiva tarea, aunque no vería más que secuencias de imágenes: boca, lengua, miradas. Ninguna caricia. Chorros de palabras agrias desde el surtidor desarticulado del cerebro de su ama. Tal vez por eso, un sábado equis, temprano y fresquito estaba, la radio sonando a todo volumen, el galgo se rebeló. No quiso. O no pudo. Súbito bajón de energías. Patético desmayo sobre la losa del baño. Ella lo sacudió, lo insultó, lo maltrató, le estrelló la cabeza contra la pared y, sin el menor atisbo de piedad, aventó aquel cuerpecillo moribundo por la amplia ventana.
         Incontrolable, insaciable, enfermiza, sí, así es Jimena Bernárdez. Lo acepto, sí, y a ella también; creo que la he aceptado siempre. Ahora debo contenerla. Sin reproches. Mi silencio fue cómplice de su caída; ahora debe ser promotor de su recuperación. Y por favor, que no se me escape en ningún momento lo que me contó el viejito del geriátrico lindero al apartamento, justo antes de su llamada: “¿Sabe lo que encontró entre las flores del patio Catalina, esa novia de la soledad de la que le he hablado tantas veces? ¡Un consolador! ¡Y resulta que ahora no quiere ni sentarse conmigo en la hamaca! Ayer espié y se lo vi muy paradito en la mesita de luz. A Rosana, la enfermera, le dijo que había llevado a un amigo de la juventud a vivir con ella, que su amigo se llamaba Tomás y que nadie la ha hecho más feliz en su vida. ¿Cómo habrá llegado al jardín ese intruso?

                                           '
                                                            

No conozco moralista que sea un poeta de primer orden. Es extraño, dirá alguien.
                                                                                                  Lautreamont








Jéssica es la nena de esta Casa.
Una nena que es la mamá de Mayte.
Una nena que viaja hora y media para llegar al Taller 
y otra hora y media para regresar. 
Una nena que, todos los días, asume esas mismas tres horas de traslado
 con irrenunciable  sonrisa, 
porque sabe que así podrá  sostener 
las invariables ocho horas de su trabajo en la gastronomía.
La enumeración podría continuar 
pero entonces me acuerdo de aquella línea 
de un hermoso poema de Leonardo Garet que dice: 
Cuántos árboles son necesarios para sostener un amor”, 
y me doy cuenta de que Jéssica es, en realidad, 
una de las tantas venerables ancianas que disfrazan su sabiduría 
para que no nos avergüence el atadito de unos pocos árboles talados 
que a muchos adultos nos agobian. 
No en vano el poema se titula: Por adentro la tormenta. 
Una tormenta en la que Jéssica, 
de los crudos relámpagos, modela pétalos.



       

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