En pocas palabras quiero
expresar mi más profundo sentimiento. Disculpen mi limitación gráfica; en
realidad, no me importa nada que proceda de esfuerzos mentales.
Encontré
lo que me hace feliz. Me hace sonreír. Es un placer recorrer este camino de
aprendizaje, de intercambios, un camino que no tiene fin. Puedo pintar,
dibujar, desdibujar mis pensamientos a mi antojo. Y esto, no hace tediosa
ninguna de mis horas.
Jéssica Camacho
La señorita Yaneth Zalkind y Yaneth
La señorita Yaneth Zalkind, llegaba a
su casa entre las 19 y las 23 horas. Por lo general, no tenía día de descanso.
Ella decía que no tenía nada que hacer en su casa, entonces hacía horas extras.
Era eficiente en su labor, dinámica, resolvía problemas, problemas que no siempre
eran parte de su trabajo, y se comunicaba bien con los clientes. Algunos de
ellos tenían deseos, deseos que se deslizaban más allá del trato
empleada-cliente.
El mostrador era un buen resguardo, y ella, con cintura, y
con la cintura y sus palabras sofisticadas, se colocaba al margen de la formal
relación. Entonces dejaba que su imaginación se manifestara y los veía, a veces
en bóxer, semidesnudos, enredados con pasión en su cuerpo, desfallecientes
entre las sábanas de algún hotel. Es decir que, en su mente, no había
protección para ninguno. Sus compañeros y compañeras no la invitaban a salir al
término de la jornada; decían que era agria, que vivía para el trabajo, que no
se lavaba la cara en la palangana pero que “unos cuántos daríamos mucho, mucho,
por verle el culo en el bidet”.
La habían criado y educado como Yaneth
Zalkind; tenía que ser Yaneth Zalkind en todos lados. “Cuida tu imagen” decía
la abuela.
Para trabajar usa tacos negros, taco aguja. La falda
generosa, azul. La camisa blanca, por debajo de la falda azul. En las curvas de
su cintura y de sus glúteos, muchos engendran sueños, muy fugaces. Su esculpido
y suave cuerpo no armoniza con su rostro: su semblante impone autoridad, seriedad; lleva
recogido el cabello largo en un moño: un elaborado soretito en perfecta armonía
con su cara de culo. Así está programada
la que llega veinticinco minutos antes y se va horas después; todo, casi todo,
al mismo precio. Porque, en su casa, no tiene nada que hacer.El domingo, Yaneth llegó a su casa a las 19y30. Resopló, pateó los tacos, tiró la cartera arriba del sillón, y se dejó caer, con fuerza, con bronca; el sillón crujió a nuevo. Se apretó las sienes, y monologó que estaba cansada de poner cara de tarada y voz de amable cuando algún cliente hacía un reclamo por el servicio, o por querer pasarse de listo. Se levantó, buscó su vino tannat, lo colocó entre sus piernas, se encorvó bastante porque no podía descorcharlo, agregó “Me cago en dios” y destapó la botella. Se sirvió en una copa exageradamente grande, y el vino se mareaba en el cuenco. Observó su color, aspiró su aroma... Pero su mirada fue reclamada por la imagen que se recortaba a lo largo de metro y medio de espejo y especialmente por la predominante curva de sus glúteos. Se sentó. Tomó delicadamente un sorbo, apretó la lengua contra el paladar y respiró. Con la rapidez de un tic, las cejas se le irguieron: “Esto no es lo mismo sin vos”, pensó. Encendió la radio, sintonizó la estación que siempre escuchaba con él. Se soltó el cabello castaño y bien cuidado al ritmo del reggae que estaba sonando. El proceso de transformación hacia Yaneth palpitaba en su cerebro, y la rebeldía corría caliente por la sangre. Encendió “algo divertido”, sintió el único placer del día y se imaginó con los labios rojos, el cabello acariciándole el roce de la camisa y con los lentes de descanso en la mano. “Así me presento mañana, ¡es más! cuando baje el señor Martínez a entregar las llaves, discretamente le doy mi número. Él se va el miércoles, y mañana es lunes...” Se desabrochó dos botones. Tomó otro sorbo y pitó más largamente. Dos golpes a la puerta. Un poquito de vino se le derramó sobre la camisa. Malhumorada, prepoteó: “¿Quién?” En el vidrio esmerilado se dibujaba un contorno oscuro que respondió “Yo”. Y ese yo que entró por sus oídos, en un segundo le paralizó el cerebro y corrió furtivo, por la sangre, por su cuerpo, por todas sus santas curvas. Sólo Yaneth conocía aquel latido tan intenso. Hacía seis meses que ese alguien no tocaba a esa puerta que nadie más había rozado siquiera. Se miró la naciente de los pechos. Los pechos firmes, turgentes, de Yaneth. ¡Bah! ¡Sus tetas hechas! Porque hasta treinta minutos atrás la señorita Yaneth Zalkind había sido un producto, un producto en la vidriera de su traje, el traje del hotel desde atrás del mostrador... en síntesis, un par de tetas. Yaneth Zalkind intentó cerrarse la prenda pero Yaneth se desabrochó el tercero.
Con
aquella copa desmesurada en la mano abrió la puerta. Se miraron a los ojos y en
milésimas de segundos se desearon. Un beso breve en la comisura de los labios y
la provocación:
-¿Regresas a buscar algo bueno? Servite
vino. Alguien le observaba la frialdad: era un alma pidiendo ser bebida, ser
amada, no ser abandonada. “Pide, pide, pide, pero no ruega, no se arrodilla”.
Le bordeó la falda con el dedo, buscándole la piel y murmurando:
-Cuánto
te extrañé, no daba más.
Pero
el fantasma de Yaneth Zalkind se colaba en las palabras de Yaneth:
- No, Alguien, no… Hablemos… Nooo- y la piel
erizada por el vino.
-Yaneth… Hablemos el idioma más
antiguo, el del silencio.
-Por
el culo, Alguien, por el culo.
Sin juicio previo
“Según
una estadística sexológica, el 88% de las mujeres finge la culminación del
placer sexual, debido a un déficit en las condiciones anatómicas, fisiológicas
y psicológicas. La mayoría no puede llegar al orgasmo mediante el coito
vaginal, pues necesita la estimulación en el clítoris. Pero… yo conozco a
alguien que no finge…ni un poquito”, le estaba comentando a mi maduro
interlocutor, cuando recibí la llamada,
al fin. Casi inevitable. Un empuje, tal vez. Las necesidades, los impulsos. La
pasión desenfrenada, ¿tiene cura? ¿Y tratamiento? Tendré que visitarla y
llevarle cigarros, caramelos, algún texto... No cualquier texto: uno que no
cite la palabra: “hombre”. ¿Su mal? Hombre. ¿Su remedio? Hombre. En síntesis:
hambre de hombre. ¿Estará haciendo de las suyas con algún enfermero, uno de
esos bien atrevido? Le gustan los atrevidos, los
lanzados, los que le dan un
beso y a ella le generan sed: sed de sus ojos, de sus cuerpos…Es así: un beso y
su sed incontrolable, insaciable, enfermiza, avasallando a cualquiera. Hasta
con Arturo pudo. Que no molestaba, no hablaba, no pensaba. Cumplía con su
papel. Arturo podía con ella. ¿Un
desgraciado Arturo? No. ¿Un infeliz? No. ¿Qué hará Arturo ahora? ¿Cuál será su
tarea ahora? ¿Tiene sentido ahora el propósito por el cual vino a este mundo el
inerte Arturo?
Jimena Bernárdez no es profesional y
tiene buen empleo. Vive sola en su casa de altos ubicada en la ciudad. Desde la
ventana amplia de la habitación, se ve un inmenso patio, con sectores verdes y
flores multicolores. En una multinacional trabaja. Comparte su turno con 299
empleados. Sonríe. Sonríe a gerentes, encargados, alcahuetes de encargados, a
clientes, y les sonríe especialmente si son hombres. Su vida es interesante,
sociable e intensa. Se comporta como es la norma en la ciudad: se levanta sobre
la hora, se maquilla, usa chaqueta, pollera y tacos; mientras se lava los
dientes calienta el café; llega tarde a todos lados y no tiene novio formal.
Pero nunca descansa de su rastreo: Jimena busca hombre, busca sexo y el sexo
del hombre. Quiere uno que esté dispuesto en el momento indicado. Ella apunta
con el dedo, doma, manipula, y se compra collares de perros (y los perros
disparan aunque estén famélicos). A mí me pasa que cuando duermo con ella, en
los primeros minutos estoy al acecho pero después me aflojo, y sobrevivo.
Ya no quedan vecinos ni
compañeros de trabajo ni profesor o farmacéutico, cocinero, contador,
reponedor, pistero, ciclista, médico, bisexual, que no huya.
Una tarde
me llamó para decirme que fuera a conocer a alguien. Lo describió como
encantador, perfecto, y yo percibí un tono perverso en su voz, que se mantuvo
después que llegué y me causó un escalofrío desconocido. Allí, sobre su cama, iluminado por la amplia
ventana estaba él. “Arturo se llama y es absolutamente sumiso. Jimena es la que
piensa y habla por él.
¿Verdá, Arthur? Él no pide explicaciones,
obedece, no bebe, no fuma. ¿Qué te parece?”
Yo no pude responder nada. Por mi
cabeza corrió un fluido tibio, un latido perverso, una complicidad temible.
Entonces agregó que hay más Arthurs, que puede conseguirme uno. O que yo podía
comprar alguno. Comprar, pagar, saciar, ver la luz. “Con él veo las mejores
luces”, escuché desde mi vértigo.
Después, la vorágine: por la
mañana, Arturo, por la tarde Arturo, lavándose los dientes Arturo, hablando por
teléfono con la abuela Arturo, Arturo
Arturo Arturo a su antojo, y él, siempre dispuesto y comprometido con su
hembra. “Dome, Jimena, dome”, parecía decir el perro flaco atendiendo
dócilmente su obsesiva tarea, aunque no vería más que secuencias de imágenes:
boca, lengua, miradas. Ninguna caricia. Chorros de palabras agrias desde el
surtidor desarticulado del cerebro de su ama. Tal vez por eso, un sábado equis,
temprano y fresquito estaba, la radio sonando a todo volumen, el galgo se
rebeló. No quiso. O no pudo. Súbito bajón de
energías. Patético desmayo sobre la losa del baño. Ella lo sacudió, lo insultó,
lo maltrató, le estrelló la cabeza contra la pared y, sin el menor atisbo de
piedad, aventó aquel cuerpecillo moribundo por la amplia ventana.
Incontrolable, insaciable, enfermiza,
sí, así es Jimena Bernárdez. Lo acepto, sí, y a ella también; creo que la he
aceptado siempre. Ahora debo contenerla. Sin reproches. Mi silencio fue
cómplice de su caída; ahora debe ser promotor de su recuperación. Y por favor,
que no se me escape en ningún momento lo que me contó el viejito del geriátrico
lindero al apartamento, justo antes de su llamada: “¿Sabe lo que encontró entre
las flores del patio Catalina, esa novia de la soledad de la que le he hablado
tantas veces? ¡Un consolador! ¡Y resulta que ahora no quiere ni sentarse
conmigo en la hamaca! Ayer espié y se lo vi muy paradito en la mesita de luz. A
Rosana, la enfermera, le dijo que había llevado a un amigo de la juventud a
vivir con ella, que su amigo se llamaba Tomás y que nadie la ha hecho más feliz
en su vida. ¿Cómo habrá llegado al jardín ese intruso?
'
No conozco moralista que sea un poeta de
primer orden. Es extraño, dirá alguien.
Lautreamont
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