lunes, 21 de enero de 2013

El mundo de la escritura es una terapia para el alma














         Nací en 1961 en la ciudad de Artigas (Uruguay).-
         En 1980, terminado el Bachillerato, me traslado a Montevideo para cursar estudios de Economía y más tarde, de Periodismo.-
         Desde 1986 me desempeño como empleada pública.-
         Soy madre de 3 chicos adolescentes.-
         Aficionada a la lectura desde siempre, hoy, a los 50 años, con ansias de encontrar nuevos horizontes para continuar realizándome como persona,  incentivada por mis hijos y buscando una terapia para el alma, llegué al mundo de la escritura: me inicio en Taller Literario, y de la mano de Ana Milán, comienzo a dar mis primeros pasos, y con ellos,  mis primeras publicaciones.- 

                                            Gladys Calvano    




Mi  caramelo 







         Se acercaba la noche cada vez más de prisa y con ella, sin piedad, el frío de otro invierno. Como era su rutina desde hacía años, Carmelo prendía un suave fuego con lo que encontraba alrededor y se cobijaba dentro de una frazada vieja y cartones, donde trataba de recostarse y dormir en el calor que se daban mutuamente con Candy. La vieja perra hacía honor con su nombre a aquellos caramelos duros pero muy ricos, toda una tentación, que solíamos comprar cuando niños en el almacén del barrio.



         Eran inseparables; corrían, jugaban y se sumergían en largas conversaciones. Vivían el uno para el otro. Cuando el sol calentaba en los mediodías, lo aprovechaban a grandes sorbos; necesitaban acopiarlo para afrontar las crudezas nocturnas. Con nylon, trozos de madera y algunos cartones estaba armado su nuevo hogar, frente al local abandonado de la fábrica que había quebrado en la última crisis del país y lo había convertido en un desocupado irreversible. Alguna ayuda siempre llegaba de los vecinos porque “formaban parte del paisaje barrial”, como se escuchaba decir.

En ese paisaje estaban sus raíces: Carmelo había crecido feliz allí, había formado su familia allí, y allí también se había negado a emigrar a tierras lejanas; allí, en la inmensa casa familiar sumergida en profundo silencio, se quedó con Candy hasta que el feroz martillo los dejó a la intemperie.

         Desde entonces la vida se había transformado en un caminar sin camino, en una soledad sin solos.

         Ya instalados - la noche en su dominio y los sobrevivientes en su refugio-, una imprevista presencia despertó las llamitas adormecidas de la fogata casera. Dos personas que se presentaban como emisarias del gobierno, ofrecían a Carmelo pernoctar en un local donde podría asearse, comer un plato caliente y dormir en condiciones confortables, ya que estaban previstas temperaturas peligrosas de soportar en situación de calle.  Quizás porque estaba adormilado todavía,  quizás porque era la primera puerta que se abría después de tantas pérdidas, quizás porque se sentía cansado de las circunstancias en que había elegido vivir, no se cuestionó mucho y accedió. Con el hatillo de sus pertenencias bajo un brazo y Candy bajo el otro, marchó hacia el móvil que le indicaron. Pero no pudo siquiera rozar la manija: uno de los encargados del operativo le aclaró que la perra no podía acompañarlo.
         Carmelo no titubeó: desanduvo sus pasos, tiró sobre los cartones su magro equipaje, liberó a Candy de su abrazo y se sentó en su lugar habitual. Sintió el golpe de la portezuela muy adentro. Y desde tan adentro subió a sus ojos húmedos su mejor agradecimiento: “¡No te cambio por nada, mi Caramelo!”





Sin talento





        Como todos los domingos, se había escuchado por todo San Germán el repicar de las campanas de la Iglesia. Era un día lluvioso de junio; el frío y los vientos no daban tregua al pueblito, situado a cinco kilómetros de la ruta. Pocos feligreses habían llegado hasta la parroquia, asentada frente a la plaza principal, como la comisaría, la escuela y algún comercio importante.



         El cura se aprestaba a comenzar la misa. Era un  hombre de mediana edad, casi sin cabello, y de estatura regular, conocido y respetado por todos los habitantes.


         Un desconocido que se encontraba al  fondo del templo, alejado del pequeño grupo de fieles, llamó la atención del sacerdote. Vestía un pantalón negro, suéter y saco en el mismo tono; tan oscuro uniforme contrastaba con su tez demasiado blanca y aquella especie de cresta de gallo de color naranjo en la cabellera azabache.

            Don Benito comenzó la misa con la señal de la cruz y observó que el Señor de Negro se mantenía inmóvil. El silencio era total mientras leía el milagro de Jesús sobre la multiplicación de los panes. Por eso nadie pudo confundirse: no era la voz de Cristo aquella que de pronto dijo “Pidan cuanto deseen; yo puedo complacerlos”. Pero el sacerdote continuó sosteniendo la palabra de Dios, como si nada extraño hubiera ocurrido.

El público, sin embargo,  estaba desconcentrado y nervioso. Y en una muestra de sagacidad, la atrevida voz solicitó a todos que fijaran su mirada en la Cruz “donde murió por  ustedes”, agregó con tono irónico, mientras de la boca de la imagen, en efecto,  brotaba un chorro de sangre. Los fieles salieron corriendo hacia la calle.                - ¿Qué me decís?-le increpó el desconocido pero el cura prolongó su sermón apasionadamente.
         Furioso, el satánico individuo se pasó la mano por el cabello y arremetió otra vez:
        -¡Mirá la Virgen, tú, que te hacés llamar hijo del Señor!

       
        De los ojos de la estatua caían lágrimas, pero don Benito, casi sin levantar sus párpados, masculló apenas “¡Qué poderes!”, y reorganizó su letanía.


        - ¡Vos sólo sabés engañar a la gente con tus lecturas! ¡No tenés talento! ¡No me gasto más!- gritó en un ataque de cólera el individuo, y se perdió tras la puerta principal de la parroquia, que quedó rechinando, como si un animal gigantesco y feroz la hubiera topado.







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