7 de diciembre de 1873 - Virginia, Estados Unidos. |
Willa Cather (1873-1947) es a menudo estudiada como
miembro del grupo de los "muckrakers" o "removedores de
estiércol", que aparecieron cuando las aspiraciones democráticas
impacientes chocaron con la tecnología del nuevo periodismo. Escritores como
Upton Sinclair y Jack London se empeñaron en buscar escándalos y en destapar
corrupciones en empresas e instituciones y, si Cather aparece en esa lista, es
porque dirigió, entre 1906 y 1912, la
revista McCLure's Magazine, una de las que pedían reformas y hasta
revoluciones.
Sin embargo, en 1912 Cather
abandonó su carrera de editora y periodista para escribir literatura sobre la
zona fronteriza de Nebraska, donde se crió desde los 10 años. Las novelas de
Cather conmemoran el contumaz y primigenio paisaje que casi había desaparecido
cuando ella empezó a escribir; y sus fronteras ficticias evocan la grandeza de
fuerzas eternas y misteriosas que movilizaban a sus primeros habitantes. Así,
Cather rindió homenaje a los esfuerzos de los hombres y mujeres de la pradera
por vivir de forma decente y satisfactoria pese a las duras condiciones en que
vivían en el Medio Oeste.
Una de estas mujeres fuertes y
decididas es Alexandra Bergson, la protagonista de Oh Pioneers! (1913), hija de
un inmigrante que se hace cargo de la granja cuando muere su padre, dispuesta a
sacarla adelante con su grandeza e integridad. No es coincidencia que Cather
dedicara esta novela a su muy admirada Sarah Orne Jewett. El personaje está
basado en todos esos inmigrantes escandinavos, rusos, alemanes, o franceses que
Willa conoció cuando sus padres se trasladaron a Nebraska: la mezcla de etnias
que en un principio asustó a la niña se convertiría con el tiempo en un regalo
para la creatividad de la escritora, puesto que en varias de su s novelas y relatos
retrata la vida de los inmigrantes de Nebraska; esos que le enseñaron culturas
e historias que desviaron por vez primera su atención desde América hacia
Europa. Pero el/la pionero/a no es el
único personaje que celebra Cather. Otro es el artista, retratado primero en el cantante de ópera de The Song
of the Lark (1915), y más tarde en la actriz de Coming, Aphrodite! (1920). Y si Willa Cather es también estudiada como
una "new woman" no es sólo por las mujeres fuertes y rebeldes que
pueblan sus novelas, sino porque en 1888, con sólo quince años, rechazó las
constricciones de la feminidad Victoriana y adoptó una personalidad masculina,
vistiendo como un chico, cortándose el pelo, y llamándose a sí misma
"William Cather".
My Ántonia (1918) es una novela
altamente autobiográfica en la que un narrador masculino presenta los recuerdos
de la infancia de su autora en Nebraska. Ántonia Shimerda es otra mujer llena
de fortaleza y decisión, que supera de forma heroica el suicidio de su padre,
el duro trabajo en la granja, un empleo en la ciudad, y un embarazo ilegítimo,
para convertirse en "a rich mine of life, like the founders of early
races".
Pese a que su siguiente novela,
One of Ours, ganó el premio Pulitzer en 1922, Cather se sumergió en una época
de depresión y desasosiego por su mala salud y por la falta de valores de la
sociedad. Su ficción daría un giro nostálgico entonces hacia períodos
pretéritos, como el de los colonos franco-canadienses del siglo XVII de Shadows
on the Rock (1931).
Su última novela, Shappira and
the Slave Girl (1940), sin embargo,
vuelve a celebrar la creatividad femenina de aquellas mujeres que iban a ayudar
con la costura, la cocina, el enlatado, o la limpieza a su granja natal de Virginia.
Es decir, Cather buscó consuelo ante el presente despreciable en la coherencia
del pasado y en la riqueza de la naturaleza: si puentes y fábricas
representaban el poder de la civilización masculina, las energías biológicas y
geológicas inherentes a la tierra expresaban un poder muy superior al de la así
llamada civilización moderna. Cather se alió con esas energías de la tierra
norteamericana y las identificó con la mujer; con Alexandra Bergson, con
Ántonia, con Thea Kronborg, de Song of the Lark. Ellas representan los valores
generativos de la tierra, sus ciclos naturales, los cambios temperamentales de
su climatología; su valor espacial. Cather, una romántica, insiste en que el
artista cante la canción de un mundo orgánico de existencia corporal y
vegetativa.
De: Liceus.com
Cuando Truman Capote era
un muchacho a la conquista de Nueva York, solía pasar las tardes en una
biblioteca pública. Allí había observado más de una vez a una sólida anciana de
semblante abierto. Cierta vez, coincidieron ambos en la salida y naturalmente comenzaron
a charlar mientras caminaban juntos en la misma dirección.
Viniendo de una biblioteca, los libros fueron el tema de la conversación. Coincidieron en Jane Austen, en las hermanas Brönte y por la misma razón, ambos privilegiaron la pasión de Emily sobre la constancia de Charlotte. Esas coincidencias entusiasmaron al joven Capote. Entonces la dama del rostro franco y limpio de maquillaje, sugirió que todas esas escritoras estaban muertas hacía rato, queriendo saber si entre los vivos había encontrado alguna voz que le sugiriera tanto.
Capote no dudó en responder que su predilecta era Willa Cather. A lo que la dama respondió, hundiendo apenas el mentón en la bufanda y dando un breve suspiro que sin embargo no la ruborizó, “Ah, ésa soy yo”. Eso cuenta, en uno de los extraordinarios relatos de Los perros ladran (Emecé), Truman Capote.
Viniendo de una biblioteca, los libros fueron el tema de la conversación. Coincidieron en Jane Austen, en las hermanas Brönte y por la misma razón, ambos privilegiaron la pasión de Emily sobre la constancia de Charlotte. Esas coincidencias entusiasmaron al joven Capote. Entonces la dama del rostro franco y limpio de maquillaje, sugirió que todas esas escritoras estaban muertas hacía rato, queriendo saber si entre los vivos había encontrado alguna voz que le sugiriera tanto.
Capote no dudó en responder que su predilecta era Willa Cather. A lo que la dama respondió, hundiendo apenas el mentón en la bufanda y dando un breve suspiro que sin embargo no la ruborizó, “Ah, ésa soy yo”. Eso cuenta, en uno de los extraordinarios relatos de Los perros ladran (Emecé), Truman Capote.
Después de una bucólica y durísima infancia, Willa Cather,
vestida con traje de hombre y firmando William, se presentó en Nebraska, al
examen de la Universidad, donde fue aceptada y alcanzó el título en 1895. A
continuación se desempeñó como maestra de enseñanza media, trabajó para un
periódico y viajó sistemáticamente. En 1905 aparece su primera obra, un
conjunto de cuentos llamado El jardín de los gnomos y que publicó en 1967 Plaza
y Janés en la Argentina, con traducción de Raúl Acuña.
En este libro, en el que puede leerse la admiración de Willa Cather por Henry James, brújula natural de la narrativa americana de ese momento, el tema nuclear es el arte como superación.
En este libro, en el que puede leerse la admiración de Willa Cather por Henry James, brújula natural de la narrativa americana de ese momento, el tema nuclear es el arte como superación.
Cada cuento analiza una faceta de ese más allá de la
percepción que es el arte, pero atravesando una figura deformada por la
experiencia de la miseria, la infelicidad o el agudo sentimiento de no
corresponder al medio en el que naufraga. En todos, también, la presencia de la
gran niveladora, la muerte, que en uno u otro cuento, siempre arrastra el
destino del que huye al remoto origen, como si se tratara de un trágico
boomerang.
Pero uno de esos cuentos, Una muerte en el desierto, merece especial mención, porque hace a la lente con la que Cather constituirá sus futuras novelas. Aquí se trata de un viajero que se detiene con el tren (emblemático de la frontera, que reaparece en Una dama perdida) en un pueblo remoto donde una mujer, en un mismo movimiento, lo reconoce y lo confunde con otro: su hermano. Ella había sido la única mujer que el viajero había amado y la acompañará hasta su último aliento, comprendiendo sin embargo que al que ama es al ausente. Propiciará las confesiones de ésta, que triunfó cantando en los escenarios de Europa, y ahora, tísica, muere en el desolador desierto, tal vez por no haber sido amada por aquel hermano, siempre en pos de éxito, mientras éste, oscuro, carga el parecido y una pasión musical idéntica, aunque sin premio.
Extraordinaria síntesis para problemas tan arduos como los que aquí atraviesa Cather. Porque no se queda en enunciados sino que agota la última instancia de la historia, sencilla y riesgosa.
Pero uno de esos cuentos, Una muerte en el desierto, merece especial mención, porque hace a la lente con la que Cather constituirá sus futuras novelas. Aquí se trata de un viajero que se detiene con el tren (emblemático de la frontera, que reaparece en Una dama perdida) en un pueblo remoto donde una mujer, en un mismo movimiento, lo reconoce y lo confunde con otro: su hermano. Ella había sido la única mujer que el viajero había amado y la acompañará hasta su último aliento, comprendiendo sin embargo que al que ama es al ausente. Propiciará las confesiones de ésta, que triunfó cantando en los escenarios de Europa, y ahora, tísica, muere en el desolador desierto, tal vez por no haber sido amada por aquel hermano, siempre en pos de éxito, mientras éste, oscuro, carga el parecido y una pasión musical idéntica, aunque sin premio.
Extraordinaria síntesis para problemas tan arduos como los que aquí atraviesa Cather. Porque no se queda en enunciados sino que agota la última instancia de la historia, sencilla y riesgosa.
Esta primera edición le valió un nombramiento como redactora adjunta de la McClare’s Magazine, donde trabajó unos seis años, cuando por fin comprendió que estaba más lejos que nunca de la escritura y renunció a todo para buscarse en la pluma.
Entonces hubo una primera novela fallida y en 1913, Los
colonos, donde se hace dueña de sí, de su propia historia, se aleja de
influencias y encuentra la voz cuyo caudal celebramos aquí.
Mi Antonia vendrá en 1918 y Una dama perdida (perla
extraordinaria) en 1923, así como Mi enemigo mortal en 1926 y La muerte viene
hacia el arzobispo en 1927.
Quien
abre Una dama perdida, o Mi enemigo mortal, descubre un personaje femenino
cautivante. Se trata de una mujer en la frontera, que no pertenece más que a sí
misma, apasionada hasta el error, viva en la enésima potencia de la intensidad.
Alguien adorable y temible cuya dimensión se logra en la contrafigura del
hombre que la ama, dignísimo y miserable. Esta paradoja, entre la admiración y
la abominación, ilumina la infancia de quien narra, mostrándole “otro mundo”
que lo salva de la opacidad que le está destinada. Hay, pues, una idealización
y una gratitud que sin embargo se hacen añicos en la vuelta de tuerca que
Cather sabe darle a la historia, al personaje y al narrador mismo. Narrar el
fracaso en los ojos asombrados de un adolescente es lo que hizo genialmente
esta pionera, que nunca se deshizo de cierto escepticismo y reserva.
“Las
naturalezas apasionadas como la suya se vuelven a veces contra sí mismas”,
escribe la misma Willa en Mi enemigo mortal.
“Willa
Cather –sigue escribiendo Katherine Anne
Porter, otra sureña– actuaba por preferencia emocional, instintiva; fue de
aquí para allá, de país en país, de descubrimiento en descubrimiento, en muy
ricos niveles; así lo creía ella y así fue; pero era como extraer oro y piedras
preciosas de las rocas, porque poseía un maravilloso equilibrio mental, una
auténtica severidad y firmeza de carácter, y una disciplina originada en la
voluntad y en un carácter formado por la inteligencia y la razón. Sin su gran
capacidad, perfectamente natural, de amar a sus pocos elegidos, profunda,
estrecha, enteramente y hasta el final, y sin su poder de atraer y conservar el
amor de quienes estaban cerca de ella, fácilmente podría imaginársela
encaminada hacia el más amargo de los fines”.
De: Página12.com.ar
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