Joseph Conrad
3 de diciembre de 1857 - Imperio Ruso
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Emblemas de esperanza
Un ancla es una pieza de hierro
forjado, adaptada admirablemente a su fin....Un ancla de antaño (porque en la
actualidad existen inventos que parecen champiñones y objetos como garras, sin
forma ni expresión concretas, simples ganchos)...un ancla de antaño era, a su
modo, un instrumento de lo más eficiente. De su acabamiento da prueba su
tamaño, pues no hay otro dispositivo tan pequeño para el importante trabajo que
debe realizar. ¡Fíjense en las anclas colgando de las serviolas de un gran
barco! ¡Cuán minúsculas resultan en comparación con el enorme tamaño del casco!
Si fueran de oro parecerían dijes, juguetes decorativos, no mayores en
proporción que un precioso pendiente en la oreja de una mujer. Y, sin embargo,
de ellas dependerá, en más de una ocasión, la propia vida del barco.
Un ancla se forja y se configura
buscando fidelidad; dadle fondo que morder, y se aferrará a él hasta romper el
cable...Bien, dicha pieza de hierro, honrada, tosca, de tan sencillo aspecto,
tiene más partes que miembros el cuerpo humano: el arganeo, el cepo, la cruz,
las uñas, los mapas, la caña...
Desde el principio hasta el final
los pensamientos del marino están enormemente pendientes de sus anclas. Un
velero del Canal las tiene siempre prestas, los cables engrilletados, y la
tierra casi siempre a la vista. El ancla y la tierra se hallan indisolublemente
unidas en los pensamientos de un marino. Pero en cuanto el buque se ha zafado
de los mares estrechos y arrumba hacia un mundo en el que no hay nada sólido
entre él y el Polo Sur, las anclas son recogidas y los cables desaparecen de la
cubierta. Pero las anclas no desaparecen. Técnicamente hablando, se encuentran
"amarradas dentro del buque"; y, sobre el castillo de proa, atadas a
cáncamos con cabos y cadenas, bajo las tirantes escotas de las velas mayores,
parecen indolentes y como dormidas. Así afirmados, pero estrechamente
vigilados, inertes y poderosos, esos emblemas de esperanza hacen compañia al
vigía durante las guardias nocturnas; y así se deslizan los días, en un
prolongado descanso para esas piezas de hierro de forma tan característica que,
visibles prácticamente desde todos los puntos de la cubierta del barco, reposan
en la parte de proa a la espera de cumplir su cometido en algún lugar al otro
extremo del mundo, mientras el navío las lleva en su avance con gran afluencia
y salpicadura de espuma bajo su casco, y los rociones del mar abierto enmohecen
sus pesados miembros.
El primer acercamiento a tierra,
todavía invisible en ese instante a los ojos de la tripulación, es anunciado
por la vivaz orden del segundo de a bordo al contramaestre: "Sacaremos las
anclas esta tarde", o "mañana por la mañana antes de nada",
según sea el caso. Pues el segundo de a bordo es el custodio de las anclas del
barco y el guardián de sus cables. Hay barcos buenos y barcos malos, barcos
cómodos y barcos en los que, desde el primer hasta el último día de la
travesía, no hay descanso para el cuerpo ni para el alma de un segundo. Y los
barcos son lo que de ellos hacen los hombres: he aquí un aserto de sabiduría
marinera, y, sin duda alguna, en lo esencial es verdad.
Sin embargo, hay barcos en los
que, como una vez me dijo un viejo segundo entrecano, "¡nada parece
marchar nunca bien!". Y mirando al suyo desde la popa, donde nos
encontrábamos los dos (yo me había llegado hasta el muelle a hacerle una visita
de buena vecindad), añadió: "Este es uno de ellos". Levantó la
mirada, y al ver la expresión de mi rostro, que era de obligada condolencia
profesional, se apresuró a corregir mi natural suposición: "Oh, no; el
viejo vale. Nunca chocamos con él. Tiene tantas dotes marineras como el que
más. Y, no obstante, por alguna razón, nada parece marchar nunca bien en este
barco. ¿Sabes lo que te digo? Que el barco es de suyo torpe".
El "viejo" era, por
supuesto, su capitán, que justo en aquel momento apareció en cubierta con una
chistera y un abrigo marrón y, tras hacernos un cortés saludo con la cabeza,
bajó a tierra. No tenía, desde luego, más de treinta años, y el maduro segundo,
comentándome en un murmullo "Ese es mi viejo", procedió a darme
ejemplos de la natural torpeza del barco con una especie de tono deprecatorio,
como queiendo decirme: "No vayas a ceer que le guardo rencor por
eso".
Los ejemplos no importan. La
cuestión es que hay barcos en los que las cosas realmente van mal; pero sea el
barco como sea -bueno o malo, afortunado o desafortunado-, es en su parte
delantera donde el segundo de a bordo se siente más en casa. Es categóricamente
su extremo del barco, aunque por supuesto sea él el supervisor ejecutivo del
navío entero. Allí se encuentran sus anclas, su aparejo de proa, su trinquete,
su puesto de maniobras cuando el capitán está al mando. Y también allí viven
los hombres, los tripulantes del buque, a los que tiene el deber de mantener
ocupados, haga buen o mal tiempo, por el bien del barco. Es el segundo de a
bordo, único miembro de rango de la brigada de popa, quien se llega presuroso a
proa al grito de "¡Toda la gente a cubierta!". Es el sátrapa de esa
provincia dentro del autocrático reino del barco, y el responsable más directo
de cuanto allí suceda.
Allí también, al acercarse a
tierra, es él quien, ayudado por el contramaestre y el carpintero, "saca
las anclas" con los hombres de su mismo cuarto de guardia, a quienes conoce
mejor que al resto. Allí se asegura de que la bitadura esá dispuesta, el
molinete desembragado, las mordazas abiertas; y allí, tras dar la última orden
de su competencia, "¡guarda del cable!", aguarda atento, en un barco
en silencio que avanza lentamente hacia el fondeadero elegido, la aguda voz de
mando proveniente de popa "¡Largar!". Asomándose inmediatamente por
la borda, ve la pesada zambullida del hierro fiel, al caer, con sus propios
ojos, que vigilan y comprueban si ha salido clara.
Que el ancla "salga
clara" quiere decir que salga clara de su propia cadena. El ancla debe
caer desde la amura del barco sin que haya vuelta en ninguno de los miembros de
su cable, pues de la contrario se daría fondo con ancla encepada. Mientras la
tirantez del cable no sea completa sobre el arganeo, no hay ancla de la que
pueda uno fiarse por excelente que sea el tenedero. En una situación
comprometida garreará seguramente, pues las herramientas, al igual que los
hombres, deben ser tratadas con equidad para que muestren las
"virtudes" que guardan en sí. El ancla es un emblema de esperanza,
pero un ancla encepada es peor que la más falaz de las falsas esperanzas que
jamás embaucaran a los hombres o a las naciones con una sensación de seguridad.
Telarañas e hilo
Desde la galleta del palo mayor
de un buque de regular tamaño, el horizonte describe un círculo de muchas
millas dentro del cual uno puede distinguir cabalmente otro barco hasta su
línea de flotación; y los mismos ojos que ahora siguen estos trazos han llegado
a contar, en su día, más de cien veleros encalmados, como encerrados en un
anillo mágico, no muy lejos de las Azores.
Apenas si había dos arrumbados exactamente en la misma dirección,
como si cada uno hubiera planeado escapar del círculo encantado por un punto
diferente del compás. Pero el hechizo de la calma es una magia poderosa. Al día
siguiente todavía se los divisaba dispersos, los unos a la vista de los otros y
aproados hacia distintos rumbos; pero cuando por fin llegó la brisa con la
oscura onda que, muy azul, recorrió un pálido mar, se encaminaron todos juntos
en una misma dirección. Pues era aquella una flota que, procedente de los más
remotos confines de la tierra, volvía ya a casa, y una goleta frutera de Falmouth,
el más pequeño de aquellos barcos, abría la marcha. Podría uno habérsela
imaginado muy hermosa, si no divinamente alta, dejando un aroma de limones y
naranjas en su estela.
Al día siguiente se veían ya muy
pocos barcos desde nuestros topes: siete quizá, a lo sumo, con unas cuantas
manchas más en la distancia, invisible el casco, fuera del anillo mágico del
horizonte. El sortilegio del viento favorable posee una sutil capacidad para
dispersar una congregación de barcos de blancas alas orientados todos en el
mismo sentido, cada uno con su blanca cinta de revoloteante espuma bajo la
proa. Es la calma la que reúne misteriosamente a los barcos; y es el viento el
gran separador.
Cuanto más grande es un barco,
desde mayor distancia se lo puede ver; y es su blanca altura henchida por el
viento lo que, antes que ninguna otra cosa, proclama su tamaño. Los elevados
mástiles, sujetando en lo alto el albo velamen extendido como una red para
atrapar la invisible fuerza del aire, van emergiendo paulatinamente del agua,
vela tras vela, verga tras verga, creciendo más y más hasta que, bajo la
sobresaliente estructura de su maquinaria de madera y lona, uno percibe la
insignificante, minúscula mota de su casco.
Los mástiles altos son los
pilares que aguantan los equilibrados planos que, inmóviles y silenciosos,
toman del aire la fuerza motriz del barco como si fuera un don del Cielo
otorgado a la audacia humana; y son los masteleros del buque, privados y
despojados de su blanca gloria, los que se inclinan ante la cólera de un
firmamento encapotado.
Al ceder en desnuda y desmadejada
sumisión ante una violenta racha es cuando mejor se da uno cuenta de su altura,
incluso siendo marino. El hombre que ha visto a su barco dando tremendos y
amenazadores bandazos llega a tener conciencia de la disparatada altura de los
palos de un buque. Parece imposible que esos mástiles dorados que si uno quería
verlos tenía que doblar completamente el cuello hacia atrás, ahora , al quedar
en un plano visual más bajo, no golpeen obligadamente el borde mismo del
horizonte. Una experiencia de ese tipo le da a uno una impresión mucho más
cabal de la elevación de los palos que la que podría darle trepar hasta
extenuarse por la arboladura. Y eso que en mis tiempos los sobrejuanetes de un
barco normal, de buen rendimiento, se encontraban ya a bastante distancia de
las cubiertas.
Desde luego que un hombre activo
puede llegar a subir infinidad de veces, sin cansarse, por las escalas de
hierro de una sala de máquinas, pero yo recuerdo momentos en los que incluso
para mis flexibles miembros y mi ufana agilidad la maquinaria del velero
parecía alcanzar hasta las estrellas mismas.
Pues de maquinaria se trata: una
maquinaria que realiza su trabajo en completo silencio y con una gracia sin
movimiento, que parece esconder un poder caprichoso y no siempre gobernable sin
tomar ni quitarle nada a los recursos materiales de la tierra. No es lo suyo la
infalible precisión del acero impulsado por el blanco vapor y al que el rojo
fuego da vida y alimenta el negro carbón. Aquella parece extraer su fuerza del
alma misma del mundo, su formidable aliada, sujeta a obediencia por los más
frágiles vínculos, como un feroz fantasma atrapado en una red de algo aún más
rico que la seda hilada. Porque, ¿qué es el despliegue de los más fuertes
cabos, los más altos palos y el velamen más resistente contra el poderoso
aliento del infinito, sino espigas de cardos, telaraña e hilo?
De: PDFB.com.ar
A ningún artista podrá
reprochársele que se encoja ante un riesgo que solamente los imbéciles corren a
afrontar y que solamente los genios abordan con impunidad. En un empeño que
principalmente estriba en despojar la propia alma más o menos de toda
vestimenta a ojos del mundo entero, un cierto respeto por la decencia, aun
cuando implique el costo del éxito, no es más que el respeto por la propia
dignidad, inseparablemente unida a la dignidad de la propia obra.
Angustias al
escribir - Joseph Conrad
De: consejosdeescritores.blogspot.com
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