20 de noviembre de 1923 - Springs, África |
Escenas de una vida.
Conversación con Nadine Gordimer
Entrevista realizada
por Alberto Lati (Fragmentos)
Infancia
Vengo de un entorno de clase
media. Mi madre vino de Inglaterra, y mi padre, de Letonia, un humilde
refugiado de la Rusia zarista que llegó sin hablar el idioma y que
verdaderamente tuvo que batallar. Aunque no poseía muchos estudios, era un
hombre inteligente, y poseía un don para los idiomas que lamentablemente no
heredé. Pronto habló un inglés fluido, agarró algo del afrikáans, que también
era necesario, y hasta se metió a una mezcla, el fanagaló. Vivíamos en el
barrio donde mi padre vendía relojes y otras piezas de joyería. Yo vivía una
vida dedicada enteramente a los estudios. Fui a un convento-escuela, de puras
niñas, claro, y todas blancas. Si ahorrábamos algo de morralla para el sábado,
íbamos al cine, y las películas eran sólo para blancos. Era una dedicada
bailarina, no sin talento, y las clases de baile, claro, eran también sólo para
blancas. Pero más importante es que mi madre me inscribió cuando yo tenía seis
años, junto con mi hermana, en la biblioteca infantil, y eso me perdió en los
libros. Pronto fui moviéndome fuera de la sección de libros infantiles a los
que quisiera tomar. Cuando veo atrás, es increíble lo que llegué a leer en esa
época. Pero si hubiera sido una niña negra no hubiera podido ser miembro de esa
biblioteca, no hubiera podido tomar ninguno de esos libros. Pienso, entonces,
que si hubiera sido negra jamás me hubiera convertido en escritora, porque la
única educación para un escritor es leer, leer y leer.
Adolescencia
Ya en la adolescencia entendí que
vivíamos una vida muy extraña. Hubo un incidente en particular: yo tenía once
años y en la casa teníamos una sirvienta que vivía ahí, en su cuarto. Una noche
llegó la policía. Nos despertaron a mitad de la noche y nos salimos de la casa.
La policía sacó todas las pequeñas posesiones del cuarto de la sirvienta;
estaban buscando alcohol hecho en casa, porque los negros no tenían permiso
para comprar alcohol y por eso lo preparaban con diferentes ingredientes. Quién
no lo haría. Pero ella no tenía nada de eso; quizá era fin de semana y no había
preparado. Para mí fue un momento impactante: es mi casa, están parados en mi
jardín y mis padres han permitido que eso pase. No preguntaron siquiera si
traían permiso para inspeccionar; cooperaron con esa locura policiaca, y eso
derivó en uno de los primeros cuentos que escribí. Fue así como me convertí en
alguien políticamente alerta, no leyendo a Marx ni a Lenin (mis lecturas
políticas vinieron mucho después) sino a través de experiencias personales.
Apartheid
Cuando yo me divorcié de mi
primer esposo, pobre, batallando como escritora, tenía un departamento muy
chico con mi pequeña hija. Te hacías muy audaz para superar ciertas
prohibiciones del apartheid; mis amigos negros, mis camaradas, no podían venir
por la puerta delantera, pero había una puerta trasera y por ahí entraban y
salían, y hacíamos fiestas y muchas cosas completamente prohibidas. Aprendes a
mentir cuando estás en la oposición política. Luego hablé con gente en otros
países, en circunstancias más o menos similares, y nos reíamos mucho porque
ellos habían hecho el mismo tipo de cosas.
Había un claro enemigo: teníamos
que deshacernos del apartheid, teníamos que eliminar ese régimen, remanente del
racismo y la opresión que comenzó en este país en 1652, cuando llegaron los
primeros holandeses. Los siglos pasaron, y si el racismo no era de los
holandeses, era de los británicos, o de una mezcla de gente de todas partes del
mundo, gente blanca, mis ancestros... Así es que no teníamos tiempo ni
relajamiento mental para pensar más allá de eso. No pensábamos en los problemas
posteriores, sólo pensábamos: “¡Libertad!” Yo lo comparo con la caída del Muro
de Berlín, que ocurrió unos meses antes de que se legalizaran nuestros
movimientos liberadores. Veíamos en televisión gente corriendo hacia el muro,
derrumbándolo, abrazándose, besándose... Bueno, eso también sucedió aquí.
Ninguno de nosotros podrá vivir suficiente como para olvidar cómo se sintió la
celebración. Pero tras la fiesta viene la mañana siguiente y un dolor de
cabeza. Ese dolor de cabeza no mejora en mucho tiempo. Todavía vivimos con ese
dolor de cabeza.
Sólo pensábamos: “Hay que acabar
con el apartheid, hay que acabar el apartheid.” ¿Quién hubiera imaginado, por
ejemplo, que tendríamos este tremendo problema de salud? Somos el país más
altamente infectado de vih. Es una tragedia, y amenaza nuestro futuro. Mucha
gente joven se contagia. Apenas ayer hablaba con un médico y me decía que
probablemente pasarán otros diez o veinte años antes de que tengamos una
vacuna. Tampoco nadie imaginaba entonces lo que pasaría en los países a nuestro
alrededor, que ya habían alcanzado sus libertades y donde se desataron
tremendos conflictos internos. No podíamos anticipar que Mugabe se convertiría
en lo que se convirtió, al lado de nuestra puerta, en Zimbabue. Entonces ahora
tenemos grandes cantidades de refugiados que huyen de esos conflictos. Y no
sólo vienen de Zimbabue: también de Costa de Marfil, de Somalia, y ahora
tenemos un excedente de población que, de la mano de la recesión mundial, se
traduce en muchos desempleados nacionales y en muchos extranjeros que buscan
ese mismo sustento, ese mismo techo para cubrir sus cabezas. Un dolor de cabeza
que no pudimos preveer.
Lenguas africanas
Si de algo me arrepiento, si algo
me avergüenza, es que nunca aprendí una de nuestras nueve lenguas africanas.
Tenemos once, incluyendo el inglés y el afrikáans, que tuve que estudiar.
Todavía hoy, si estoy en un cuarto lleno de camaradas y me salgo a traer
bebidas o té, cuando vuelvo y se han soltado a hablar en sus propios idiomas,
siento que he irrumpido en un país foráneo que es, al mismo tiempo, mi propio
país. Es mi culpa: debí haber estudiado uno de esos idiomas cuando era más
joven, pero, por supuesto, nuestras escuelas no lo enseñaban. Ahora ya lo
hacen, aun las escuelas privadas. La gente tiende a elegir zulú porque se ha
convertido en una especie de lengua franca a la que casi todos se adaptan o con
la que consiguen darse a entender.
Escritura
La idea de que la inspiración brota por sí sola es propia de gente que
no es escritora. Porque escribir es resultado de tu propio desarrollo, del
desarrollo de tus propias emociones y, por supuesto, de tus relaciones con el
mundo exterior, con lo social y lo político. La necesidad de escribir viene de
esos dos impulsos: de lo que te sucede dentro y de lo que te viene impuesto
desde la sociedad, el país, la política, la moral.
La ficción brota de una necesidad
extraña de encontrarle sentido a la vida, lo cual viene tanto de la presión
sociopolítica a tu alrededor como de tu propia evolución mientras vas
creciendo, de tus emociones, de tus ideas, de tus relaciones. Entonces creo que
la verdad está ahí. Escribo no ficción, por otra parte, con el objetivo de ilustrar
algo en lo que creo, o para persuadir. No soy propagandista, pero mi no
ficción, más si trata de temas políticos, quiere persuadir respecto a un punto
de vista.
Optimismo realista
Soy una realista optimista.
Realista en el sentido de que, después de haber salido del sueño de que con la
libertad todo sería maravilloso, pronto empecé a reconocer los grandes
problemas que tenemos. Me gusta decir a los europeos: hemos tenido hasta ahora
sólo quince, dieciséis años de libertad, ni siquiera una generación, para
construir una democracia, para dar a todos una casa y un trabajo decentes, para
tener escuelas bien equipadas y profesores bien preparados, para educar a
todos, incluso en lo más lejano, todo lo que los europeos han intentado por
siglos, y tampoco veo en sus países una democracia perfecta, así que
concédannos una oportunidad... Necesitamos de verdad que nos den la oportunidad
de convertirnos en una democracia. Soy optimista en el sentido de que la
voluntad para realizar esto está ahí y muchas cosas han sido combatidas. Hay
determinación para salir adelante otra vez.
De: http://www.letraslibres.com/revista/convivio
Que se las lleve el
diablo
Un hombre que había
tenido mala suerte con las mujeres decidió vivir solitario por un tiempo. Dos
veces se había casado por amor. Despejó la casa de cuanto de alguna manera se
le había escapado a su abnegada segunda esposa cuando se largó con las
posesiones favoritas que juntos habían coleccionado ‑cuadros, cristal fino, hasta los mejores vinos sacados de la
cava‑; botó los libros en cuya guarda la
primera mujer había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se
fue de vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez,
que pudiera recordar.
Pero aquellas rameras
y vagabundas de quienes se creyó enamorado habían resultado tan infieles como
las honestas esposas que juraron quererlo eternamente.
Se fue solo a un
balneario donde las rocas lanzaban el mar hacia arriba en forma de abanicos
ásperos y la marea siseaba y se chupaba las charcas. No había arena. Sobre
piedras, semejantes a confites hirvientes, a rayas, punteadas o estriadas, la
gente ‑las mujeres‑ se acostaba en colchonetas
descoloridas por la sal y se acariciaba con aceites aromáticos. Aquel
año llevaban el cabello recogido y sujeto por gorros elásticos de flores
artificiales, o chorreaba suelto ‑al salir del agua con cuentas cristalinas como joyas sobre sus
brillantes miembros‑ y
cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con las
candongas que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y sobre el
pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente, asegurados por un
cordón que subía por la división entre las nalgas, para encontrarse con dos
cordones que bajaban del vientre y las caderas. En su línea de visión, mientras
se alejaban hacia el mar, parecían totalmente desnudas; cuando subían del mar,
acezando de placer, en dirección a su línea de visión, sus pechos danzaban y se
colgaban al agacharse; reían mientras recogían toallas, peines y bronceador.
Los cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a telas estampadas: listones y
parches blancos o rojos donde la ropa había tapado algunos trozos de sus
cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras tenían los pezones en carne
viva, como fresas, y se podía observar que a duras penas soportaban tocarlos
con bálsamo. Había hombres, pero él no los veía. Cuando cerraba los ojos y oía
el mar alcanzaba a oler a las mujeres ‑el aceite.
Nadaba mucho;
adentrándose en la serena bahía, entre surfistas crucificados contra sus
vistosas velas, o más cerca a la orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza
bajo aludes de aguas blancas. Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus infantes
por las aguas poco profundas. Desnudos, apoyados contra su carne blanda, los
niños se aferraban a ellas, tan recientemente separados de allí que parecían
aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados
por varones como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su
roce duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus
movimientos hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte que las
curvas de su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen recibidas por ellas.
Dormía, y despertaba para ver piernas afeitadas pasar junto a su cabeza ‑mujeres‑. Gotas desprendidas de los
cabellos mojados de aquellas caían sobre sus hombros cálidos. A veces se
encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su cuerpo de piel
áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.
Como suelen hacer los
hombres cuando están solos, echaba piedras al mar, recordando ‑recuperando‑ el arte de lograr hacerlas besar
la superficie saltando. Acostado boca abajo fuera del alcance de los
últimos arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el mar, entresacaba
algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han dejado de ver:
como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra, siguiendo sus vetas
aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las placas de mica allí
sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o de rombo, pulida por la
mano aceitosa y acariciadora del mar.
No todas las piedras
eran en realidad piedras. Había óvalos ambarinos aplanados que el océano,
tallador de gemas, había pulido a partir de botellas de cerveza quebradas.
Había cabujones de vidrios azules y verdes (otra botella ahogada) que podrían
haber pasado por aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o
en baldes. Y una tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de
estireno ‑desechos de barcos de carga‑, y con otras echazones que se
arrojan al mar y flotan de nuevo para ser botadas otra vez en las playas de
todo el mundo, encontró en las piedras con las que ocupaba una mano,
como un monje que pasa las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre
los pedruscos de vidrio de color había un anillo de diamante y zafiro. No
estaba sobre la superficie de la playa pedregosa, así que era evidente que
ninguna mujer lo había dejado caer aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre
rico (o alguna esposa oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con
sus joyas puestas mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes,
debió sentir que uno de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del
agua. O no lo sintió, sólo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a
buscar la póliza de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más
hondo; y luego, cansándose de él con el correr de los días, de los años, y
empujándolo con lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo
hermoso. Un zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y a lado y
lado de este brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette que
servía de puente a un círculo grabado.
Aunque lo había
sacado de una profundidad de más de seis pulgadas mientras excavaba con sus
dedos al azar, miró a su alrededor, como si la dueña tuviera que estar allí, de
pie, encima de él.
Pero ellas se estaban
embadurnando, estaban secando a los infantes con las toallas, se depilaban las
cejas observándose en espejos diminutos, estaban sentadas con las piernas
cruzadas y los senos apoyados sobre las mesas bajas donde el mesero del
restaurante había colocado sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al
restaurante a llevar el anillo: tal vez alguien hubiese informado de una
pérdida. La administradora se echó hacia atrás, como si un reducidor le hubiese
estado ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.
La sospecha despierta
la atención; tal vez hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo para
sospechar, aun de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los
lugareños se lo embolsillaría. Así pues, qué importaba ‑y lo echó en su propio bolsillo, o mejor, en la bolsa donde
guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del carro y las gafas
de sol‑. Y regresó a la playa, a acostarse
otra vez sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.
Puso un aviso en el
periódico local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el martes primero,
junto con el teléfono y el número de su habitación en el hotel. La
administradora tenía razón: hubo muchas llamadas.
Algunas de hombres
que aducían que, en efecto, sus esposas, madres o novias habían de veras
perdido un anillo en aquella playa. Cuando les pedía que lo describieran
corrían el albur: un anillo de diamante. Pero cuando los presionaba,
pidiéndoles más detalles, sólo les quedaba la mentira. Si una voz de mujer era
lisonjera, congraciadora (incluso llorosa a veces), identificable como la de
una estafadora de mediana edad, colgaba en el momento en que ella intentaba
describir su anillo perdido. Pero si la voz era atractiva y a veces claramente
juvenil, suave, aun vacilante en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que
viniera al hotel a reconocer el anillo.
Descríbalo.
Las sentaba
cómodamente frente al balcón abierto para que la luz del mar indagara en sus
rostros. Sólo una lo convenció de haber de veras perdido un anillo; lo
describió en detalle y se marchó, apesadumbrada por haberlo molestado. Otras ‑algunas bastante atractivas o
incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir‑ se habrían conformado con un resultado diferente de la visita
si no lograban salirse con la suya al inventar su descripción del
anillo. Parecían calcular que un anillo es un anillo: si es valioso, debe tener
diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio suficiente para decir que sí, que
llevaba otras piedras preciosas, pero era una herencia (abuela, tía) y no
sabían en realidad los nombres de las piedras.
¿Y el color? ¿La
forma?
Se marchaban como
ofendidas; o si reían con nerviosismo culpable era que sólo habían venido por
aventurarse, para divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de ellas de
manera educada.
Pero hubo una cuya
voz era diferente a la de cualquiera de las demás llamadas, quizás la voz
dominada de una cantante o actriz, que expresaba timidez. Había perdido toda
esperanza. De encontrarlo... mi anillo. Había visto el aviso y pensado no, no,
es inútil. Pero ¿y si había una posibilidad en un millón...? Le pidió que
viniera al hotel.
Con seguridad tenía
cuarenta años, una belleza innata de grandes ojos serenos de un gris verdoso,
que sólo necesitaba ayuda para conservar el color negro azabache de su cabello,
que, comenzando en un penacho de forma de pico que se elevaba sobre la frente
curva, se recogía en un bucle sobre la coronilla, brillante como plumas
suavizadas. No había huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos,
firmemente separados en el escote de su vestido, tan negro como el cabello.
Tenía manos hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas
hacia afuera: Y entonces se perdió; vi su reflejo por un instante en el agua.
Descríbalo.
Lo miró a los ojos,
volvió la cabeza para apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy trabajado,
dijo, platino y oro... Usted sabe, es difícil de precisar cuando se trata de un
objeto que uno ha usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande...
varios. Y esmeraldas, y piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído
antes... Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que
describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en
la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la
mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta hacia él,
como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en el dedo
del corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su movimiento
con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo anular, donde
se acomodó.
La llevó a cenar y no
se hizo alusión al tema. Nunca jamás. Ella se convirtió en su tercera esposa.
Viven juntos y no hay entre ambos más cosas no dichas que las que se dan en
otras parejas.
http://labibliotecadeorem.blogspot.com
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