18 de noviembre de 1939 - Otawa, Canadá Poeta, novelista, crítica literaria. Activista política: miembro de Amnistía Internacional. |
Las tres Margaret Atwood
Margaret Atwood es una escritora
"esquizofrénica" que tiene múltiples personalidades. Leerla implica
enfrentarse (o eso parece) a un estilo y temática diferentes. Pero aunque sus
libros parezcan totalmente diferentes, en realidad tiene una constante: la
definición de uno mismo.
Primero está la Atwood feminista,
la que protesta, la que tiene un punto de vista inamovible, que se cuestiona
las reglas sociales y las lleva a sus últimas consecuencias. Una mujer ¿cómo
sabotea o cumple su feminidad? Son algunas de las preocupaciones que plantea en
La mujer comestible, libro escrito
desde el aquí y el ahora de la presión social: nos definimos a partir de lo que
otros nos dicen que somos.
Después está la Atwood interior,
la de El asesino ciego. Es una mujer
que se confronta con otras formas de ser mujer: la que se confronta con la
sociedad, la que toma sus propias y dolorosas decisiones, la que sufre por la
muerte... Es un libro sobre el pasado: aquello que nos sucedió determina
quiénes somos.
Y por último, con un protagonista
masculino, Atwood analiza la definición de uno mismo a partir del mundo
exterior, de las relaciones sociales. Oryx
y Cracke es un libro desde el futuro-consecuencia para contarnos, como en
un flashback, el futuro-causa: lo que hacemos hoy lo cosecharemos mañana.(...)
La coincidencia entre estas tres
Margaret Atwood, además de su evidente calidad literaria, es el compromiso
político y la definición del individuo condicionado por la influencia social.
Atwood no quiere dedicarse a dar explicaciones y elige los finales ambiguos para
no tomar una postura totalitaria. Su compromiso social y político no es una
bandera de consigna sino un estandarte para promover la reflexión. Marca los
temas que sabe que el lector está pensando, o por lo menos que debería.
Por Paola Dada
De: La Jornada Semanal
Margaret Atwood: el poder del odio y del deseo
La gran escritora canadiense
habla de su última novela, Oryx y Crake
(Ediciones B), que define como "una ficción especulativa". En ella,
narra una historia de amor que transcurre mientras la humanidad atraviesa una
crisis genética y meteorológica de dimensiones apocalípticas
Por Juana Libedinsky | LA NACION
Ubicado en un futuro cercano, Oryx y Crake (finalista del Booker) es
el relato de un hombre que puede ser el último que quede en el planeta. Armada
con su conocido talento para el humor negro, Atwood le hace narrar su
participación en un triángulo amoroso mientras la humanidad caía en una crisis
genética y meteorológica universal, descrita con ojo clínico. "No es
ciencia ficción sino ficción especulativa. La ciencia ficción tiene monstruos y
naves espaciales. La ficción especulativa realmente podría ocurrir. Incluso
guardo las revistas científicas que prueban lo que digo en mis novelas",
aclara.
No es la primera vez que Atwood
se dedica a anticipar qué vendrá. Uno de sus libros más famosos fue El cuento
de la criada (1985), una pesadilla futurista totalitaria que recientemente fue
llevada a la ópera en Londres. Pero en esta oportunidad el futuro pareció
venírsele encima más rápido de lo que ella hubiese imaginado: cuando estaba
escribiendo sobre la catástrofe ficticia de Oryx y Crake ocurrió la catástrofe
verdadera del 11 de septiembre.
-¿El ataque a las Torres Gemelas
afectó el argumento de la novela de alguna manera?
-No cambié el argumento. Ya
estaba demasiado avanzada en el libro para hacerlo. Pero casi abandono el
proyecto. La vida real se estaba volviendo espantosamente cercana a mis
invenciones, no tanto por el ataque a las Torres Gemelas como por el tema del
ántrax. Ese atentado resultó de una extensión limitada pero solamente por las
características del agente utilizado. Es un viejo argumento, por supuesto, el
envenenamiento del pozo de agua. En cuanto a lo de volar cosas en mil pedazos,
los anarquistas lo intentaron y lo hicieron durante cincuenta años entre los
siglos XIX y XX. Joseph Conrad tiene una novela al respecto, El agente secreto.
También Michael Ondaatje, En una piel del león. Hasta ahora, nada de lo que yo
haya imaginado ha ocurrido en la escala que yo describo. De ser así no
estaríamos aquí sentadas tomando un té con masitas frente al parque.
-¿Tiene fe en la humanidad? Usted
también escribe cuentos para chicos, ¿no la necesita para hacerlo?
-Uno puede tener fe en la
humanidad, pero entonces aparecen estas excepciones particularmente horribles y
con la fe no es suficiente. Cuando escribo cuentos infantiles, siempre les
pongo un final feliz. Son una vacación muy estimulante para mí y, además, creo
que los chicos necesitan una base de optimismo para poder salir adelante en la
vida.
-¿Qué leía usted de chica? ¿Cómo
nació su interés por los cuentos de un futuro negro?
-Yo nací en Canadá en 1939, el
año en que mi país entró en la Segunda Guerra Mundial, y me acuerdo de haber
estado presente en el día V. Recuerdo también la racionalización de la comida,
cómo ésta continuó aun en tiempos de paz y cómo nos hacían mandar nuestra ropa
vieja a los chicos que se morían de hambre en Europa. La revista Life era muy
importante en esos días y las imágenes de la guerra y los campos de
concentración me quedaron grabados desde entonces. Ya tenía edad como para que
me interesaran esas cosas cuando aparecieron las memorias de Churchill y 1984
fue publicado justo para que yo lo leyera cuando entraba en la adolescencia.
Luego siguieron Un mundo feliz de Aldous Huxley y El cero y el infinito de
Arthur Koestler. Al leer esos libros sobre el futuro, no me parecía que
difiriesen demasiado de lo que ya habíamos visto. Inventar una horrible
tragedia no era tan distinto de recordar una horrible tragedia que fue real. El
siglo XIX amó inventar utopías, se creía que el ser humano podía mejorar. Pero
después el siglo XX intentó en un par de oportunidades ponerlas en práctica:
tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética se presentaban como utopías,
prometían conducir a un mundo mucho mejor, sólo que antes había que arreglar
algunas cositas. Esas cositas siempre involucraban la matanza de un gran número
de personas, así que nos desenamoramos de las utopías y de la promesa de crear
el paraíso en la tierra y nos fuimos al otro extremo.
-Sus distopías suelen ser
comparadas con las de Orwell y Huxley. ¿Algún preferido?
-Las comparan con ésas porque son
las que todo el mundo conoce. De cualquier manera, sin duda ambos autores
trajeron las visiones más brillantes sobre hacia dónde se encaminaba la
sociedad con el control de las personas por medio del temor o de la
manipulación. Durante gran parte del siglo XX parecía que el totalitarismo de
Estado de 1984 estaba ganando, que la visión de Orwell era la correcta. Luego
cayó el muro y tuvimos una década de Un mundo feliz. ¿Qué quedaba si no era
sexo, shopping y un par de pastillitas si nos deprimíamos? Pero después, claro,
con el 11 de septiembre, todo se volvió a dar vuelta y ahora creo que nos
espera una horrible mezcla de ambas visiones. Es decir, mercados abiertos,
mentes cerradas, porque el control de Estado volvió y más fuerte que nunca. Las
democracias tradicionalmente se han defendido a sí mismas, entre otras cosas,
por su apertura y el estado de derecho. Pero ahora parecería que en Occidente
estamos tácitamente legitimando los métodos del pasado más oscuro, mejorados
tecnológicamente y santificados para nuestros usos, por supuesto. En nombre de
la libertad, debemos renunciar a la libertad. Un mundo feliz es más gracioso y
es una sátira, con lo cual siento a Huxley más cercano a mi estilo literario,
pero emocionalmente siempre me sentí más cerca de Orwell.
-¿Cómo empezó su relación con la
obra de Orwell?
-Yo crecí con George Orwell.
Rebelión en la granja fue publicado en 1945 y yo lo leí a los nueve años.
Estaba por ahí tirado en casa y pensé que era un libro de animalitos que
hablaban, como Viento en los sauces de Kenneth Grahame. No sabía nada acerca de
las ideas políticas que estaban detrás del libro. La noción de acontecimientos
políticos que teníamos los chicos, justo después de la guerra, se limitaba a
que Hitler era malo pero estaba muerto. Así que me devoré las aventuras de
Napoleón y Bola de Nieve, los cerdos inteligentes y egoístas, Boxer -el caballo
noble pero bruto- y las ovejas que repetían panfletos y eran fácilmente
manipuladas. No se me ocurrió hacer ningún tipo de conexión con los acontecimientos
históricos, pero decir que quedé horrorizada por el libro es quedarme corta.
Los niños tienen un sentido de la justicia muy desarrollado. Lo que más me
afectó fue que los cerdos fuesen tan injustos. Lloré hasta quedar sin lágrimas
cuando el caballo Boxer tuvo un accidente y fue convertido en alimento para
perros en vez de darle la tranquila esquina de campo que le habían prometido.
Toda la experiencia fue muy angustiante para mí, pero para siempre voy a estar
agradecida a Orwell por alertarme, desde tan temprano, acerca de las banderas
de peligro a las que he estado atenta desde entonces. En Rebelión en la granja,
la mayor parte del discurso público son mentiras instigadas y, aunque muchos de
los personajes tienen un buen corazón y buenas intenciones, se los puede
asustar para que cierren los ojos a lo que sucede en la realidad.
-Pero usted no considera a Orwell
un pesimista crónico respecto al futuro de la humanidad, ¿verdad?
-Orwell fue acusado de amargura y
pesimismo, de dejarnos con una visión del futuro en la cual no hay oportunidad
alguna para el individuo y en la cual el totalitarismo se graba en la cara del
hombre para siempre. Pero esta visión se contradice con el último capítulo de
1984, que es un ensayo sobre "Newspeak", el idioma impuesto por el
régimen totalitario que describe la novela. Este se supone que intentó expurgar
todas las palabras que podían traer problemas ("malo" no era
permitida, por ejemplo) y hacer que otras palabras designasen exactamente lo
opuesto a su definición (el edificio donde la gente era torturada se llamaba
Ministerio del Amor y el sitio donde se destruía el pasado, Ministerio de la
Información). El objetivo era que fuese virtualmente imposible que la gente
pudiese pensar correctamente. Sin embargo, el ensayo sobre "Newspeak"
está escrito en inglés común y corriente, en tercera persona y en pasado, lo
cual únicamente puede significar que el régimen cayó y que la individualidad
sobrevivió. Porque, sea quien sea quien escribe ese ensayo en la novela, para él
el mundo de 1984 se acabó.
-Usted se crió en una familia de
científicos. ¿Cómo afectó esa infancia sus novelas sobre el futuro?
-Mi padre y mi hermano son
científicos, lo cual no quiere decir que no leyeran otras cosas, pero en mi
casa su material de trabajo estaba siempre dando vueltas. Ahora me mantengo al
tanto leyendo los libros y revistas de ciencia popular, para los cuales uno no
tiene que saber la matemática que está detrás de los resultados. El vocabulario
ya me había quedado en la cabeza desde chica y además me habían quedado otras
cosas en la cabeza que uno nunca entiende en primer lugar cómo entraron allí
pero que, para mi sorpresa, cada tanto salen y las uso. La verdad es que tanto
mi hermano como yo éramos muy buenos en ciencias y muy buenos en literatura.
Cualquiera de los dos podría haber elegido el camino del otro. Mi padre era un
gran lector de ficción, poesía, literatura. Muchos biólogos lo son, por algo es
la "ciencia de la vida". Así que no diría que yo fui una anomalía en
mi familia. Todos hacíamos todo. Por otro lado, la ciencia y la ficción
empiezan ambas con las mismas preguntas. ¿Qué pasaría si?? ¿Por qué? ¿Cómo
funciona? Los experimentos científicos deben poder repetirse; los literarios,
jamás (¿por qué escribir el mismo libro dos veces?). Pero hay un tronco común
muy fuerte.
-¿Es la ciencia lo que hoy decide
el destino?
-La ciencia es una forma de
conocimiento y una herramienta. Como toda forma de conocimiento, y como toda
herramienta, puede ser usada para el mal. Como la electricidad, es neutral. La
fuerza motora de la actualidad es el corazón humano, las emociones del hombre.
Yeats, Blake -y si lo pensamos, todos los poetas- siempre nos lo han dicho. Es
el odio, no las bombas, lo que destruye las ciudades. Y es el deseo, y no los
ladrillos, lo que las reconstruye.
-The Times se refiere a usted
como la "diosa madre" de las letras canadienses. Los medios la
señalan como la escritora a raíz de la cual arrancó la literatura en Canadá.
Ahora la Universidad de Ottawa le organiza este gran homenaje, con gente de
distintos países opinando sobre su obra. ¿Qué se siente?
-Respecto a lo de Ottawa, yo no
tengo mucho que decir. No suelo interferir en lo que los críticos dicen de mi
obra, me inhibe y además no creo que escriban para el autor. Además, estoy
segura de que si la gente piensa se le van a ocurrir otros escritores
canadienses muy famosos. Todo el mundo vio El paciente inglés, ¿no? Bueno,
posiblemente sepan quién lo escribió, Michael Ondaatje. Los canadienses no se
inclinan demasiado por las diosas madres.
-Pero cuando usted comenzó a
publicar, Canadá no existía en el mapa de la literatura.
-Es verdad. Cuando
empecé a escribir en la universidad, en 1960, obviamente se conocía a Jack
Kerouac y la "generación beat", pero curiosamente no hicieron mella
en el grupo "intelectualoso" de entonces. Nuestros intereses eran más
bien europeos, obviamente se suponía que uno tenía que saberse bien su
Faulkner, su Scott Fitzgerald y su Hemingway, pero nuestros ídolos eran hombres
como Camus, Sartre, Kafka, Ionesco, Brecht o Pirandello. Canadá no sólo no
existía en el mapa literario internacional, ni siquiera fronteras adentro
conocíamos a nuestros escritores. Para darle una idea, ese año en todo Canadá
angloparlante se publicaron ¡cinco novelas en total de autores localocales! Y algo similar pasaba en
Québec, había poca gente que escribiese, era casi imposible ser publicado y no
se pensaba que hubiese un público para esos libros. Sin embargo, la poesía
empezaba a despegar, en los coffee-houses bohemios, y era un verdadero bautismo
de fuego para cualquier autor presentarse en ellos. Uno estaba en el medio de
la parte más emotiva de su poesía, por ejemplo, y alguien tiraba la cadena en
el baño y abría la puerta que daba al salón principal. O las máquinas de
espresso, que empezaban a aparecer, se ponían a funcionar justo cuando uno
llegaba al gran final. Comencé leyendo poesía en esos lugares y la experiencia
me dejó en claro que luego nunca nada iba a ser peor.
-¿Y EFECTIVAMENTE FUE ASÍ?
-No, me equivoqué. Acaba de salir
un libro magnífico llamado Mortificación, en el cual los editores pidieron a
una serie de escritores que narrasen sus experiencias más humillantes en la
profesión. Mis recuerdos abren el libro, y ni siquiera llegué a poner lo del
coffee house. En cambio cuento la primera vez que me armaron un stand para
firmar ejemplares, y lo pusieron en una tienda? ¡en el sótano en la sección de
medias y ropa interior masculina, debajo de la escalera! Unos años después, me
invitaron a uno de estos programas tipo magazine de la tarde y compartí el piso
con la asociación de operados del riñón, que iban a mostrar sus
"bolsitas" en cámara mientras yo hablaba sobre mi novela. Pero el
libro es tranquilizador porque muestra que hay mucha gente que lo pasó muy mal
como escritor.
-¿Qué le recomendaría, entonces,
a un joven escritor?
-Cuando uno escribe los dedos
duelen de teclear, los brazos duelen, la espalda duele, la cabeza duele, todo
duele. Además de los consejos para no volverse loco en una gira de
presentación, lo mejor que se le puede recomendar a un joven escritor es cómo hacer
ejercicios.
-¿Les recomendaría que fuesen a
clases de escritura creativa?
-No tengo idea. Sé que es difícil
de creer, pero en mi época no había clases de escritura creativa, ni talleres
para escritores, ni carreras de grado sobre el tema. Tampoco había medias de
nylon ni píldoras anticonceptivas. Esos eran los viejos tiempos.
-Bueno, al menos dígame cómo
escribe usted.
-Escribo a mano y luego
transcribo. No soy muy metódica. El problema con ser metódico es que, si algo
aparece e interrumpe el método, uno queda muy alterado. Y con la vida que yo
llevo eso sería imposible. Durante años vivimos, con mi marido y mis hijos, en
una granja con vacas, ovejas, perros, gatos, gallinas, pollitos, gansos, pavos
reales y caballos. Cuando no estaba alimentando, limpiando, curando u
ocupándome de los animales ni dedicada a mi huerta de hortalizas, o haciendo
dulces y mermeladas con la fruta vieja, y si los chicos me dejaban tranquila,
entonces sí, escribía. Ahora mi vida es un poco más tranquila pero, claro, está
el teléfono. Supongo que podría desconectarlo pero mi madre tiene 95 años y no
me animo.
-No es la imagen tradicional del
escritor.
-Es verdad. A partir de Keats,
Shelley y Byron, la imagen del escritor es la inmediatamente posrromántica, uno
tiene que ser un genio loco o morir joven, tener algún tipo de adicción, o al
menos una vida sentimental escandalosa para calificar. Cuando los escritores
escriben sus biografías tratan de destacar lo extraños que son. Si no hay
alguna adicción severa, mmm... empieza a parecer sospechoso. Creo que a mí me
faltan rarezas para ser interesante.
-¿Y entonces qué hará cuando le
toque escribir la propia?
-¿Escribiré mi biografía? No sé,
supongo que tuve una infancia atípica. ¿Le parece que eso bastará? Porque crecí
en el norte de Canadá, en medio del bosque. Mi padre era etnólogo forestal y
estudiaba los insectos. No había televisión ni cine, en realidad, tampoco otras
puertas ni otras personas, excepto los científicos que cada tanto venían de
visita. Si llovía no había otra cosa que hacer salvo leer. Y llovía mucho.
Fragmento de la entrevista publicada en Suplemento Cultural del diario
La Nación
La puerta se abre,
miras lo que hay dentro.
Está oscuro en el interior,
probablemente hay arañas,
no hay nada ahí que tú desees.
Tienes miedo.
La puerta se cierra
La luna llena brilla,
repleta de delicioso zumo,
compras un bolso,
el baile es agradable.
La puerta se abre
y se cierra, tan rápido,
que no te das cuenta.
El sol sale,
tomas un desayuno frugal
con tu marido, aún delgado,
lavas los platos,
quieres a tus hijos,
lees un libro,
vas al a cine.
Llueve de forma moderada.
La puerta se abre,
miras dentro:
¿por qué sigue pasando esto
ahora?
¿Es que hay un secreto?
La puerta se cierra.
Cae la nieve,
barres el sendero, resollando,
ya no es tan fácil como antes.
Tus hijos llaman por teléfono, a
veces.
Hay que arreglar el tejado.
Te mantienes ocupada.
Llega la primavera.
La puerta se abre:
está oscuro ahí dentro,
hay muchos peldaños hasta abajo.
Pero ¿qué es lo que brilla?
¿Es agua?
La puerta se cierra.
El perro ha muerto.
Ya sucedió antes,
y compraste otro,
pero esta vez, no.
¿Dónde está tu esposo?
Has abandonado el jardín.
El trabajo era demasiado duro.
Por la noche te tapas con mantas;
sin embargo, padeces insomnio.
La puerta se abre:
Oh, dios de los goznes,
dios de los largos viajes,
has cumplido tu palabra.
Ahí dentro está oscuro.
Te confías a las tinieblas.
Entras dentro.
La puerta se cierra.
De: ZumodePoesía.blogspot.com
Deseo: metamorfosis
en emblema heráldico
Me estudio con cuidado
en mi menguante cuerpo
que es no obstante engañoso
como la piel de un gato:
seré, cuando me entierren,
más pequeña.
En mi piel se bifurcan las arrugas;
como el pelo o las plumas, sobresalen.
Mis nietos, en este salón,
inquietos en la sillas del domingo
con mi sordera, mi broche de camafeo
mi mente arrugada
que corre hacia sus viejos escondrijos
intenta imaginar cómo
tal vez
vagaré y entraré furtivamente
en una cristalina oscuridad
por entre estalactitas, con un nuevo
plumaje
sin
correr
dorado y
Verde fuerte, mis dedos
torcidos y escamosos, mi
ópalo
sin
el brillo de los ojos.
Versión de Lidia
Taillefer y Álvaro García
Pre-textos/
Poesía 1991
De: Amediavoz.com
Nuestros gatos van al
Cielo
Nuestro gato fue llamado al cielo. Nunca le gustaron las
alturas, por lo que intentó hundir sus garras en cualquier serpiente invisible,
mano gigante, o águila que lo estaba elevando de esa manera, pero no tuvo
suerte.
Cuando llegó al cielo, era un campo vasto.
Había varias cosas pequeñas y rosas desperdigadas que al
principio pensó eran ratones. Luego vio a Dios sentado en un árbol. Los ángeles
volaban por aquí y por allá agitando sus alas blancas, hacían sonidos de cisnes.
Cada tanto, Dios extendía su gran zarpa peluda y arrebataba uno al aire y lo
aplastaba. El suelo bajo el árbol estaba cubierto de las de ángel
mordisqueadas.
Nuestro gato se acercó cortésmente al árbol.
Miau, dijo nuestro gato.
Miau, dijo Dios. En realidad era más como un gruñido.
Siempre pensé que eras un gato, dijo nuestro gato, pero no
estaba seguro.
En el cielo todas las cosas son reveladas, dijo Dios. Esta
es la forma en que elijo aparecer ante ti.
Me alegro que no seas un perro, dijo nuestro gato. ¿Crees
que podría recuperar mis testículos?
Claro dijo Dios. Están detrás de aquel arbusto.
Nuestro gato sabía que sus testículos debían estar en algún
lado. Un día había despertado de un sueño bastante malo y no estaban. Los buscó
por todas partes –debajo de los sofás, bajo las camas, en los clósets- ¡y todo
el tiempo estaban aquí, en el cielo! Fue al arbusto y, por supuesto, estaban
allí. Se reinsertaron de inmediato.
Nuestro gato estaba muy complacido. Gracias, le dijo a Dios.
Dios estaba mirando sus elegantes y largos bigotes. De rien,
dijo Dios.
Sería posible que yo te ayudara a atrapar a algunos de esos
ángeles?, dijo nuestro gato.
Nunca te gustaron las alturas, dijo Dios, estirándose a lo
largo de la rama en la luz del sol. Olvidé decir que había luz de sol.
Es verdad, dijo nuestro gato, nunca me gustaron. Había
algunos episodios desconcertantes que prefería olvidar. Bueno, ¿qué tal algunos
de esos ratones?
No son ratones, dijo Dios. Pero atrapa todos los que
quieras. No los mates de inmediato. Hazlos sufrir.
¿Te refieres a jugar con ellos? Dijo nuestro gato. Solía
meterme en líos por ello.
Es una cuestión de semántica, dijo Dios. Aquí no te vas a
meter en líos por eso.
Nuestro gato prefirió olvidar ese comentario, pues
desconocía lo que era semántica. No quería parecer un tonto. Si no son ratones,
¿qué son?, dijo. Ya se había abalanzado sobre uno. Lo retuvo bajo sus patas.
Aquello pateaba y emitía grititos.
Son las almas de los seres humanos que han sido malos en la
Tierra, dijo Dios entrecerrando sus ojos amarillo verdosos. Si no te importa,
es hora de mi siesta.
¿Qué hacen en el cielo entonces?, dijo nuestro gato.
Nuestro cielo es un infierno, dijo Dios. Quiero un universo
balanceado.
Laberinto, suplemento cultural de Milenio, 17 marzo 2012.
De: http://bcehricardogaribay.com
Érase una vez
—Érase una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que
vivía con su malvada madrastra en una casa del bosque.
—¿Del bosque? El bosque está anticuado. Vaya, todo ese
entorno rural ya empieza a cansarme. No es un buen reflejo de la sociedad de
hoy. ¿Por qué no la trasladamos a un entorno urbano, para variar?
—Érase una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que
vivía con su malvada madrastra en una casa en las afueras de la ciudad.
—Eso está mejor. Pero debo cuestionar muy en serio el
adjetivo pobre
—¡Pero era pobre!
—La pobreza es relativa. Vivía en una casa, ¿no?
—Sí.
—Luego, desde una perspectiva socioeconómica, no era pobre.
—¡Pero el dinero no era suyo! La gracia del relato es que la
malvada madrastra la obliga a llevar harapos y a dormir junto a la chimenea…
—¡Ajá! ¡Tenía chimenea! ¿Desde cuándo los pobres tienen
chimeneas? Ve al parque, ve un noche a una estación de metro, ve a ver cómo
duermen en cajas de cartón. ¡Entonces sabrás lo que es ser pobre!
—Érase una vez una niña de clase media, tan hermosa como
buena…
—Para un momento. Creo que podemos eliminar lo de hermosa,
¿no? La mujer de hoy ya tiene que lidiar con
demasiados estereotipos físicos intimidatorios, como todas esas
bollicaos que salen en los anuncios. ¿No puede hacerla, bueno, digamos, más
normal?
—Érase una vez una niña con un ligero sobrepeso y cuyos
dientes frontales sobresalían, que…
—No me parece
divertido reírse del aspecto de la gente. Además, estás fomentando la anorexia.
—¡No me burlaba! Me limitaba describir…
—Sáltate la descripción. Las descripciones oprimen. Pero
puedes decir de qué color era la niña.
—¿De qué color?
—Ya me entiendes, Negra, blanca, roja, morena, amarilla. Ahí
tienes las opciones. Para tu información: basta ya de blancos. La cultura
dominante esto, la cultura dominante lo otro…
—No sé de qué color era.
—Bueno, lo más probable es que fuera del tuyo, ¿no crees?
—¡Pero esto no tiene nada que ver conmigo! Es sobre una
niña.
—Todo tiene que ver contigo.
—Me parece que no tienes ganas de oír la historia.
—Oh, bueno, sigue Que sea étnica. Eso podría ayudar.
—Érase una vez una niña de raza indeterminada, tan normal de
aspecto como buena, que vivía con su malvada…
—Otra cosa. Buena y malvada. ¿No crees que podrías dejar
atrás esto epítetos que responden a puritanos juicios morales? Al fin y al
cabo, son en gran parte de puros condicionamientos, ¿no?
—Érase una vez una niña tan normal de aspecto como adaptada
a su entorno, que vivía con su madrastra, que no era persona abierta ni
cariñosa porque había sido maltratada durante la infancia.
—Mejor. ¡Aunque estoy harta de tantas imágenes femeninas
negativas! Las madrastras siempre aparecen como malas. ¿Por qué no la
conviertes en padrastro? Además, así la historia tendría más sentido,
considerando la conducta perversa que vas a describir. Introduce látigos y
cadenas. Todos sabemos cómo son de retorcidos esos tipos reprimidos de mediana
edad…
—¡Hey, espera un momento! Yo soy un hombre de mediana edad…
—Vale, señor Susceptible. No te des por aludido… Esto queda
entre tú y yo. Sigue.
—Érase una vez una niña…
—¿Cuántos años tenía?
—No sé. Era joven.
—Esto acaba en boda, ¿no?
—Bueno, no quiero revelarte la trama, pero… sí.
—Entonces puedes borrar esa terminología paternalista condescendiente.
Es una mujer, colega. Una mujer.
—Érase una vez…
—¿Qué es eso de érase una vez? Ya basta de pasado. Háblame
de ahora
—Es…
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—Y bien. ¿Por qué no hay?
Haciendo veneno
Cuando tenía cinco años, mi
hermano y yo hicimos veneno. Por entonces vivíamos en una ciudad, pero
probablemente habríamos hecho el veneno de todos modos. Lo guardábamos en un
bote de pintura debajo de la casa de algún vecino y en él echamos todas las
cosas venenosas que se nos ocurrieron: setas no comestibles, ratones muertos,
bayas de serbal, que a lo mejor no eran venenosas, pero que lo parecían, pis
que guardábamos para añadirlo al bote de pintura. Para cuando se llenó el bote,
todo lo que contenía era muy venenoso.
Lo malo era que, ya que habíamos
hecho el veneno, no podíamos limitarnos a dejarlo allí. Teníamos que hacer algo
con él. No queríamos ponérselo a nadie en la comida, pero deseábamos un
propósito, una realización.
No había nadie a quien odiásemos
tanto, ese era el problema.
No recuerdo qué hicimos al final
con el veneno. ¿Lo dejamos bajo la esquina de la casa, que estaba hecha de
madera y era de un color amarillo parduzco? ¿Se lo echamos a alguien encima, a
algún niño inofensivo? Seguro que no nos atrevimos con un adulto. ¿Es esta
imagen que conservo verdadera, una carita surcada de lágrimas y bayas rojas, la
súbita conciencia de que al final el veneno sí que era venenoso? ¿O es que lo
tiramos?
¿Recuerdo aquellas bayas rojas
flotando cloaca abajo, hacia las alcantarillas?
¿Soy inocente?
Para empezar, ¿por qué hicimos el
veneno? Recuerdo con qué júbilo lo removíamos y le añadíamos ingredientes, la
sensación de magia y triunfo.
Hacer veneno es tan divertido
como preparar un pastel. A la gente le gusta hacer veneno. Si no entiendes
esto, nunca entenderás nada.
Una parábola
Estoy en una habitación sin
ventanas que se abran ni puertas que se cierren, algo que puede parecer un
manicomio, pero que en realidad no es más que una habitación, la habitación en
que una vez más me siento a escribirte, otra carta más, otra hoja de papel,
sorda, muda y ciega. Cuando termine la tiraré al aire y por así decirlo
desaparecerá, pero el aire no opinará lo mismo.
Estoy escuchando tus preguntas.
La razón de que no las conteste es que de ninguna manera son preguntas. ¿Hay
respuesta a una piedra o al sol? “¿Para qué es esto?”, preguntas, a lo que solo
se puede contestar diciendo que no todos somos utilitarios. “¿Quién eres en
realidad?” es la pregunta que hace el gusano de la manzana mientras la
atraviesa. Un corazón roído puede ser el centro, pero ¿es la realidad?
En cuanto a mí, tal vez no sea
más que el espacio entre tu mano derecha y tu mano izquierda cuando colocas las
manos en mis hombros. Mantengo tu mano derecha y tu mano izquierda separadas, a
través de mí también se tocan. Se parece al silencio, que también es un sonido.
Yo soy el tiempo que tardas en pensarlo. Entras en mi tiempo, sales de él, yo
no puedo entrar ni salir, ¿por qué preguntarme? Tú sabes cómo es y yo no. Los
espejos no sirven para nada.
Pregúntame en cambio quién eres
tú: cuando entras en esta habitación por la puerta que no está, no es a mí a
quien veo, sino a ti.
“¿Qué hay más
esperanzador que escribir? Luego esperar que haya un editor que publique tu
libro, que al editor no lo corran, que la editorial dure, que después alguien
compre tu libro, que lo lea, que lo entienda y que finalmente le guste. Es
mucha esperanza reunida en un solo acto, ¿no creen?”
Una de las escritoras cuyos textos abordaremos en nuestro Curso-Taller "Y yo, ¿quién soy?" del Ciclo de Verano 2014. (Informes: literaturaenprimavera@gmail.com o al 098 466 781) |
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