1º de noviembre de 1886- Austria |
Nota introductoria
Mil novecientos ochenta. ¿Por qué
tienes que hacer poesía? Para bajar de la luna e instalarnos en la luna, quizá.
En alemán, ese idioma que igual
se ha prestado para hacer filosofía que para elaborar discursos hitlerianos, la
palabra Dichter designa, confunde al poeta con el pensador. Así, la escritura
del poeta (Dichter) es aquella que nos habla del mundo tal como no ha sido, tal
como lo desea quien, sin dudar, accede por el sentido de la posibilidad al
grado supremo del hombre sensible (según lo indicara Friedrich Leopold Freiherr
von Hardenberg —Novalis). Y Hanna
Arendt, en su digno ensayo acerca de Hermann Broch, nos advierte que éste fue
poeta a pesar suyo.
¿Quién es poeta por su propio
gusto?
Broch, nacido en Viena (la de
Freud, Musil y Kraus, entre otros), en el seno de una acomodada familia de
origen hebreo, vivirá, padecerá, intentará comprender, superar la paradoja de
ser un pensador y un poeta. Dedicado a la literatura, la filosofía, las
matemáticas y la psicología, Hermann Broch encarna al hombre de nuestro siglo;
el hombre que, enfrentado a la totalidad del Ser, elige la poesía (metáfora,
significancia, lucha y unión de los contrarios), la obra de arte como
continente esencial del infinito y la nada; pero que, a un mismo tiempo y por
el mismo deseo, recurre (quizá por temor a la posibilidad) a la ciencia
(esencia del Absoluto productivo del capitalismo) como medio para transformar
lo real. Es decir, Broch —escindido por
el siglo— le pedirá a la ciencia lo que sólo la poesía puede dar, y dudará de
la poesía porque no es capaz de superar las improbabilidades de lo científico.
Al contrario de los románticos del siglo xix (sus hermanos, sus
prójimos), Broch conocerá la fuerza, el poder del déspota totalitario (llámese
Dios, Hitler, Stalin, los Aliados o lo que sea); padecerá la violencia de la
guerra como modo de reproducir la angustia, el temor del Amo, lo que el Poder
produce para subsistir; o sea, para erigir al Estado por encima de los cuerpos,
el Leviatán burgués no dudará ante la masacre. Porque Leviatán mira a la cara a
los más altos, es rey de todos los hijos del orgullo (Job. 41, 26).
Hermann Broch, como el justo, sufrirá cárceles y persecuciones, vivirá
la agonía del exilio, la certidumbre de que este mundo (como es) no es para el
hombre sino para quien derrama la sangre del hombre. Y su respuesta, su
voz, se moverá —indecisa— entre el silencio y la verdad; pues desea llegar a
ese punto donde las palabras ya no son los puentes sino la meta, el punto
final, la emancipación de los hombres. Viejo sueño romántico: hacer que las
voces regresen a la Voz, llegar al lugar donde decir Yo es decir Nadie y es
decir Todos. Voces que se levantan contra la mano del verdugo; el poema como
anhelo de “conversión”, propósito de enmienda, puerta que el hombre abre para
negar esa ausencia llamada Dios y afirmar la presencia de quien lo inventa, o
la desesperanza de ser yo quien funda la imagen y la semejanza.
Ya lo dijo Cortázar: Broch, como Musil y Lezama, no puede ser
popular, no puede estar en manos de todos porque hay manos manchadas de sangre;
no todos son inocentes, no todos están libres de culpa. Por eso
Villaurrutia (ese famélico Goethe de nuestra post-revolución) exigía, suplicaba
que lo del “pueblo” fuese sólo para unos cuantos. Lo cual me parece justo, a
condición de que “unos cuantos” sean todos los justos; y esto ocurrirá el día
en que el corazón y la cabeza hagan cierta la posibilidad de ser libres para la
libertad.
Voces es un largo poema dividido en tres partes (1913, 1923 y 1933),
escrito por Broch para que sirva de contrapunto a su novela Die Schuldlosen
(Los Inocentes), publicada en 1954.
Novela del desengaño, Los
Inocentes marca el retorno de Broch a la poesía; es el gesto desesperado de
quien, habiendo renegado de su condición de poeta, descubre que, aun a pesar
suyo, debe hacer poesía. Si la obra de arte es “el destello del absoluto que
arde y se renueva en el hombre”, la voz del poeta es indispensable. Y con gran
dolor Broch cumple los deseos de su editor, Alfred A. Knopf, quien le había
solicitado un nuevo libro; reúne una serie de novelas cortas publicadas en los
años veinte y treinta, y tras una ligera vacilación, consigue uniformar el
sentido y ambiente de esas narraciones breves, convirtiéndolas en la novela que
intentará reflejar la totalidad de un mundo, la vida global de los personajes
que representa. Y como el mismo Broch aclara: “La novela describe tipos y
situaciones de la época prehitleriana. Los personajes escogidos son
completamente apolíticos (apocalípticos, diría yo, S. M.); en cuanto a ideas
políticas, flotan en terreno vago y nebuloso. Ninguno de ellos es directamente
culpable de la catástrofe hitleriana, por eso se titula el libro Los Inocentes.
Ahora bien, el nazismo adquirió su fuerza —la experiencia lo ha confirmado— en
estas situaciones espirituales y anímicas”. Hitler será la encarnación de estos
burgueses medios.
Voces puede ser leído aparte de la novela. El libro arranca con la
“Parábola de la Voz”, donde el rabino Leví bar Chemjo, que hace muchos años
vivía en el Este y fue muy famoso, le revela a sus discípulos el porqué de la
voz del Señor, cuyo lenguaje es silencioso y Su silencio es Su lenguaje. Pero,
¿qué cosa es a la vez silencio y voz?, se pregunta el rabino; y responde:
“Evidentemente, de todo cuanto yo conozco, es el tiempo el que reúne esta
dualidad. Y aunque nos abarca y atraviesa, es para nosotros silencio y mudez.
Sin embargo, al hacernos viejos, si tendemos el oído al pasado, oiremos un
suave murmullo. Es el tiempo que acabamos de vivir. Y cuanto más escuchemos el
pasado, más capaces seremos de oír la voz de los tiempos, el silencio del
tiempo…”
Voces es lo que Hermann Broch, a los cincuenta y siete años,
escucha en el murmullo del tiempo; es su lectura de la época prehitleriana, su
versión de los hechos y su desengaño ante la incapacidad del poema para detener
la mano del asesino; pero al mismo tiempo es la voz de quien, desarmado, mudo,
aún desea hacer que la creación se cumpla en nosotros.
Broch ha muerto, de alguna manera
ahora descansa del odio y del amor; pero su voz se ha sumado a las voces del
tiempo. Es tarea de nosotros, los todavía vivos, escuchar el llamamiento de la
creación, que pugna por ser del hombre.
Salvador Mendiola
De: Materialdelectura.com
Voces
1913
Mil novecientos trece. ¿Por
qué tienes que hacer
poesía?
Para descubrir otra vez mi juventud.
poesía?
Para descubrir otra vez mi juventud.
*
* *
Un
padre y un hijo siguen juntos su camino
desde hace muchos años: Estoy muy cansado,
dice el hijo de pronto, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío,
nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor
anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios.
El padre contesta: El progreso avanza
hacia el más hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve
a turbarlo!
Tú lo entorpeces con tus dudas y con tu mirada cobarde,
¡cierra ya los ojos y avanza con fe ciega!
El hijo responde: El frío me invade,
¿acaso no has sentido nunca una pena profunda?
¡Oh, date cuenta!, cabalgamos en sombras.
¡Oh, date cuenta!, nuestro progreso no es más que una
huella,
el suelo se hunde bajo nuestros pies y nos arrastra,
damos vueltas sobre un torbellino como plumas sin
peso.
Nuestros pasos son engaño y les falta un espacio.
El padre contesta: ¿Acaso el avanzar del hombre
no le lleva siempre a espacios infinitos?
El progreso conduce a un mundo sin fronteras,
tú en cambio lo confundes con fantasmas.
Maldito progreso, dice el hijo, maldito regalo,
él mismo nos cierra el espacio,
sin dejar que nadie avance,
y el hombre sin espacio es un ser ingrávido.
Éste es el nuevo rostro del mundo:
El alma no necesita progreso,
pero sí en cambio precisa gravidez.
El padre sigue avanzando e inclina la cabeza:
«Un polvo reaccionario cubre a mi hijo».
desde hace muchos años: Estoy muy cansado,
dice el hijo de pronto, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío,
nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor
anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios.
El padre contesta: El progreso avanza
hacia el más hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve
a turbarlo!
Tú lo entorpeces con tus dudas y con tu mirada cobarde,
¡cierra ya los ojos y avanza con fe ciega!
El hijo responde: El frío me invade,
¿acaso no has sentido nunca una pena profunda?
¡Oh, date cuenta!, cabalgamos en sombras.
¡Oh, date cuenta!, nuestro progreso no es más que una
huella,
el suelo se hunde bajo nuestros pies y nos arrastra,
damos vueltas sobre un torbellino como plumas sin
peso.
Nuestros pasos son engaño y les falta un espacio.
El padre contesta: ¿Acaso el avanzar del hombre
no le lleva siempre a espacios infinitos?
El progreso conduce a un mundo sin fronteras,
tú en cambio lo confundes con fantasmas.
Maldito progreso, dice el hijo, maldito regalo,
él mismo nos cierra el espacio,
sin dejar que nadie avance,
y el hombre sin espacio es un ser ingrávido.
Éste es el nuevo rostro del mundo:
El alma no necesita progreso,
pero sí en cambio precisa gravidez.
El padre sigue avanzando e inclina la cabeza:
«Un polvo reaccionario cubre a mi hijo».
*
* *
¡Oh,
primavera otoñal!
Nunca hubo primavera más hermosa
que aquella primavera de otoño.
Floreció la tranquilidad más amorosa,
aquella que existe antes de la tempestad.
El pasado surgió de nuevo,
y también la disciplina.
Hasta el dios Marte sonreía.
Nunca hubo primavera más hermosa
que aquella primavera de otoño.
Floreció la tranquilidad más amorosa,
aquella que existe antes de la tempestad.
El pasado surgió de nuevo,
y también la disciplina.
Hasta el dios Marte sonreía.
*
* *
De
todos los sufrimientos que los hombres se infligen
entre sí,
no es la guerra el peor mal,
es sólo el más absurdo
y padre de todas las cosas.
Y el mundo de los hombres
ha heredado de la guerra la insensatez,
que está incrustada inextirpable en su carne.
Dolor, ¡oh, dolor!
La insensatez no es más que falta de imaginación,
ridiculiza lo abstracto, habla absurdamente de cosas
santas,
del suelo y del honor de la patria,
de mujeres y niños a los que hay que defender.
Pero si se halla ante lo concreto, entonces enmudece
y es incapaz de imaginar los rostros,
los cuerpos y los miembros desgarrados de los hombres,
así como el hambre que en mujeres y niños ella misma
ha despertado.
Así es la insensatez, merecedora de la piedad de Dios,
la insensatez de los filósofos y de los poetas,
que hablan, sin saber, de espíritus sangrantes, de bocas
babeantes,
y de la santidad de la guerra.
Pero deben evitar las banderas ondeantes de las
barricadas,
pues allí acecha la verborrea abstracta,
la falta de responsabilidad sangrienta y sanguinaria.
Dolor, ¡oh, dolor!
entre sí,
no es la guerra el peor mal,
es sólo el más absurdo
y padre de todas las cosas.
Y el mundo de los hombres
ha heredado de la guerra la insensatez,
que está incrustada inextirpable en su carne.
Dolor, ¡oh, dolor!
La insensatez no es más que falta de imaginación,
ridiculiza lo abstracto, habla absurdamente de cosas
santas,
del suelo y del honor de la patria,
de mujeres y niños a los que hay que defender.
Pero si se halla ante lo concreto, entonces enmudece
y es incapaz de imaginar los rostros,
los cuerpos y los miembros desgarrados de los hombres,
así como el hambre que en mujeres y niños ella misma
ha despertado.
Así es la insensatez, merecedora de la piedad de Dios,
la insensatez de los filósofos y de los poetas,
que hablan, sin saber, de espíritus sangrantes, de bocas
babeantes,
y de la santidad de la guerra.
Pero deben evitar las banderas ondeantes de las
barricadas,
pues allí acecha la verborrea abstracta,
la falta de responsabilidad sangrienta y sanguinaria.
Dolor, ¡oh, dolor!
*
* *
En
el espacio al que no podía darse este nombre,
porque era la sede de todos los ángeles y de todos los
santos,
allí habitó una vez el alma.
Y no necesitaba suelo ni firmamento ni progreso,
pues sus pasos eran el infinito, sostenido desde lo alto,
sumergidos en la maraña de lo eternamente perfecto.
Pero cuando el infinito llamó al espíritu,
tuvo éste que volver al espacio de lo real
y conquistarlo y admitir altura, anchura y profundidad
como formas ineludibles del ser.
Así fue como el saber se transformó en progreso,
bañado en sangre, en torturas y en obligaciones.
Y su nuevo comienzo, confuso, herético, embrujado,
desgarrado en sus creencias por la barbarie,
torturado sin compasión por los infiernos
y sin embargo ampliamente humano,
estaba abierto al conocimiento y a la investigación
y en las imágenes del mundo descubrió un nuevo
infinito.
Es el mismo juego de otros tiempos:
el infinito, casi poseído por el espíritu,
escapa hacia espacios extraños
hasta el borde del conocimiento,
allí donde la palabra enmudece y los sueños se hielan,
donde el sonido se apaga y la misma imagen se esfuma.
La medida no es allí medida ni vale ningún juramento,
es la maleza de los sin destino,
una proliferación monstruosa
que confunde la lejanía con lo cercano,
un burbujeo de caldera embrujada
que confunde el calor con el frío.
Y surge un nuevo espacio, sin espacio ni medida,
el espacio del nuevo tiempo,
que se abre otra vez a las torturas —¡oh, cuánto sufre
el corazón!—,
que se abre otra vez a las guerras —¡oh, pecados y
más pecados!—,
a fin de que el alma del hombre resucite.
porque era la sede de todos los ángeles y de todos los
santos,
allí habitó una vez el alma.
Y no necesitaba suelo ni firmamento ni progreso,
pues sus pasos eran el infinito, sostenido desde lo alto,
sumergidos en la maraña de lo eternamente perfecto.
Pero cuando el infinito llamó al espíritu,
tuvo éste que volver al espacio de lo real
y conquistarlo y admitir altura, anchura y profundidad
como formas ineludibles del ser.
Así fue como el saber se transformó en progreso,
bañado en sangre, en torturas y en obligaciones.
Y su nuevo comienzo, confuso, herético, embrujado,
desgarrado en sus creencias por la barbarie,
torturado sin compasión por los infiernos
y sin embargo ampliamente humano,
estaba abierto al conocimiento y a la investigación
y en las imágenes del mundo descubrió un nuevo
infinito.
Es el mismo juego de otros tiempos:
el infinito, casi poseído por el espíritu,
escapa hacia espacios extraños
hasta el borde del conocimiento,
allí donde la palabra enmudece y los sueños se hielan,
donde el sonido se apaga y la misma imagen se esfuma.
La medida no es allí medida ni vale ningún juramento,
es la maleza de los sin destino,
una proliferación monstruosa
que confunde la lejanía con lo cercano,
un burbujeo de caldera embrujada
que confunde el calor con el frío.
Y surge un nuevo espacio, sin espacio ni medida,
el espacio del nuevo tiempo,
que se abre otra vez a las torturas —¡oh, cuánto sufre
el corazón!—,
que se abre otra vez a las guerras —¡oh, pecados y
más pecados!—,
a fin de que el alma del hombre resucite.
*
* *
Ésta
es la gran época de la juventud burguesa
que sólo piensa en el dinero, en el amor y cosas
semejantes,
mientras pretende renunciar a todo lo demás
uniendo su mundo a otros mundos mediante simples
problemas de celos.
Dios es un requisito que se usa en poesía,
y la política, en otros tiempos virtud de príncipes,
no es más que vileza para aquel que hojea el periódico,
pues la considera un pecado del pueblo,
y esto le libra de obligaciones.
Así se creó mil novecientos trece,
con un ruido exento de alma y con gestos de ópera,
y sin embargo lucía el suave y hermoso arco iris de
siempre,
aliento del rito del amor y eco de grandes fiestas de
antaño,
cuellos almidonados, corpiños, encajes,
¡oh encanto de las faldas acampanadas!,
¡última y dulce despedida del barroco!
que sólo piensa en el dinero, en el amor y cosas
semejantes,
mientras pretende renunciar a todo lo demás
uniendo su mundo a otros mundos mediante simples
problemas de celos.
Dios es un requisito que se usa en poesía,
y la política, en otros tiempos virtud de príncipes,
no es más que vileza para aquel que hojea el periódico,
pues la considera un pecado del pueblo,
y esto le libra de obligaciones.
Así se creó mil novecientos trece,
con un ruido exento de alma y con gestos de ópera,
y sin embargo lucía el suave y hermoso arco iris de
siempre,
aliento del rito del amor y eco de grandes fiestas de
antaño,
cuellos almidonados, corpiños, encajes,
¡oh encanto de las faldas acampanadas!,
¡última y dulce despedida del barroco!
*
* *
Hasta
lo que sobrevive en el tiempo y carece de color
adquiere, al despedirse, el suave tinte de la melancolía,
¡oh, tristeza del pasado!,
¡oh, Europa, oh, milenios de Occidente!
La vida estructurada de Roma y la sabia libertad de
Inglaterra
se ven desde ahora amenazadas y puestas en
contradicción,
y surge de nuevo el pasado,
el apacible orden de los símbolos de la tierra,
en los cuales —¡oh, iglesia poderosa!—
se refleja y se expande el infinito,
imagen del universo en reposo de triple acorde
dentro de sus lentas soluciones y armonías.
Y ésta fue precisamente la dignidad de Europa,
impulso controlado, presentimiento del todo,
que mira hacia arriba siguiendo las líneas progresivas
de una música
—¡oh, cristiandad de Sebastián Bach!—
y que como el ojo de este mundo
se impregna de cuanto en el otro existe,
de forma que se cumplan
tanto los lazos de allá arriba como los de aquí abajo.
Y el acontecer que sigue el orden tradicional, y la
libertad,
se extienden de símbolo en símbolo
hasta el sol más escondido del universo occidental.
Y se evidencia de pronto que nada cambia,
que las imágenes carecen de conexión, inmutables en
su rapidez,
que apenas hay símbolos,
y que el finito y el infinito a la vez
amenazan la atrayente disonancia.
El triple acorde, tradición en la que ya no se puede
vivir,
se vuelve ridículo e insoportable;
el Elíseo y el Tártaro se precipitan uno en otro
y ya no se pueden distinguir.
Adiós, Europa. La bella tradición ha terminado.
adquiere, al despedirse, el suave tinte de la melancolía,
¡oh, tristeza del pasado!,
¡oh, Europa, oh, milenios de Occidente!
La vida estructurada de Roma y la sabia libertad de
Inglaterra
se ven desde ahora amenazadas y puestas en
contradicción,
y surge de nuevo el pasado,
el apacible orden de los símbolos de la tierra,
en los cuales —¡oh, iglesia poderosa!—
se refleja y se expande el infinito,
imagen del universo en reposo de triple acorde
dentro de sus lentas soluciones y armonías.
Y ésta fue precisamente la dignidad de Europa,
impulso controlado, presentimiento del todo,
que mira hacia arriba siguiendo las líneas progresivas
de una música
—¡oh, cristiandad de Sebastián Bach!—
y que como el ojo de este mundo
se impregna de cuanto en el otro existe,
de forma que se cumplan
tanto los lazos de allá arriba como los de aquí abajo.
Y el acontecer que sigue el orden tradicional, y la
libertad,
se extienden de símbolo en símbolo
hasta el sol más escondido del universo occidental.
Y se evidencia de pronto que nada cambia,
que las imágenes carecen de conexión, inmutables en
su rapidez,
que apenas hay símbolos,
y que el finito y el infinito a la vez
amenazan la atrayente disonancia.
El triple acorde, tradición en la que ya no se puede
vivir,
se vuelve ridículo e insoportable;
el Elíseo y el Tártaro se precipitan uno en otro
y ya no se pueden distinguir.
Adiós, Europa. La bella tradición ha terminado.
*
* *
Din-dón,
gloria.
Nos vamos a la guerra
sin saber por qué,
pero quizá resulte divertido
yacer en la tumba
junto a los cuerpos de los hombres.
La amada queda callada en casa
y llora amargamente,
pero el soldado se burla heroico
de las lágrimas de mujer,
cuando ante el enemigo
estalla el cañón
con din-dón gloria.
Aleluya, aleluya.
Nos vamos a la guerra.
Nos vamos a la guerra
sin saber por qué,
pero quizá resulte divertido
yacer en la tumba
junto a los cuerpos de los hombres.
La amada queda callada en casa
y llora amargamente,
pero el soldado se burla heroico
de las lágrimas de mujer,
cuando ante el enemigo
estalla el cañón
con din-dón gloria.
Aleluya, aleluya.
Nos vamos a la guerra.
Voces
1923
Mil novecientos veintitrés.
¿Por qué tienes que hacer
poesía?
Para informar de todas nuestras negligencias.
poesía?
Para informar de todas nuestras negligencias.
*
* *
Es en
la santidad, sólo en ella,
donde el hombre se enriquece más allá de sí mismo.
Y cuando, sumido en la plegaria, se entrega
a algo superior,
la parte anterior de su cabeza, el rostro,
se hace más humana,
su existencia se humaniza y adquiere plenitud,
el mundo tiene sentido para él.
Pues sólo en la santidad, sólo en ella,
encuentra el hombre la convicción
sin la cual nada tendría sentido,
el convencimiento de la veneración
que se dirige a lo más grande y que,
precisamente por ello, es la pura sencillez sobre la tierra
la ayuda al prójimo es buena, el asesinato malo,
sencillez de lo absoluto.
Todo lo santo lucha por este absoluto,
se acerca al martirio y, atrayendo hacia sí
la vida simple, la eleva hacia la santidad,
hacia la única convicción soportable,
hacia la pureza más sencilla.
Pero cuando
esta convicción y santidad
y esta sencillez desaparecen,
cuando son destronadas
por diversas convicciones muy santas
o, mejor, son reemplazadas
por otras opiniones muy puras
que juegan a la santidad irrespetuosamente,
aparece la idolatría,
el culto a muchos dioses,
culto que ya no permite al hombre dirigirse a lo más
grande,
no, le arroja a lo inferior a él, de suerte que
pierda su humanidad, caiga en el rebajamiento de sí
y finalmente, con una falsa veneración, se dirija
plegarias a sí mismo,
sin venerar la auténtica humanidad: aquí aparece lo
pagano,
el vacío del mundo en el que todo tiene el mismo peso,
en el que todo tiene la misma santidad pagana.
Y así se enfrentan las convicciones,
al no existir veneración ni santidad ni distinción,
y cada una de las convicciones es la más santa,
la absoluta, y quiere aniquilar a las demás,
dispuesta a cualquier asesinato.
De la abundancia de convicciones
y de las falsas santidades surge, pavoroso,
el terror
en el salvajismo ronco del vacío,
pero imitando la santidad,
de modo que incluso se podría morir por él
con la alegría de un mártir.
Y
cuando los hombres volvieron de la guerra,
cuyos campos de batalla habían sido un vacío ululante,
encontraron lo mismo en sus casas:
el vacío de la técnica
ululaba igual que los cañones,
y el dolor humano se tenía que refugiar,
como en los campos de batalla,
en los rincones de los espacios vacíos,
circundado por aquella ronquera que produce el miedo,
rodeado sin compasión por la nada más brutal.
Entonces les pareció a los hombres
que todavía continuaban muriendo,
y preguntaron lo que preguntan todos los moribundos:
«¿Por qué, con qué fin hemos malgastado nuestra vida?
¿Qué nos ha conducido a este vacío?
¿Qué nos ha entregado a la nada?
¿Es ésta en verdad la determinación del hombre?
¿Es ésta su suerte? ¿Es que verdaderamente nuestra
vida
no puede tener otro sentido sino este sin-sentido?»
Mas las respuestas a estas preguntas
las hacían los mismos hombres,
y eran por tanto opiniones vacías,
otra vez el vacío de la nada,
cobijado en la nada,
formado por la nada,
y por eso predestinado a sumergirse de nuevo
en la confusión de las convicciones
que obligan al hombre a ofrecerse nuevamente en
holocausto,
a ofrecerse de nuevo en la guerra,
a ofrecerse de nuevo a la heroicidad pagana y vacía,
a la muerte sin martirio,
al sacrificio vacío
que nunca vuelve a crecer sobre sí mismo.
¡Ay de la época de las convicciones huecas
y los sacrificios vacíos!
¡Ay del hombre de vacío altruismo!
Pues aunque los ángeles le lloren
será un llanto inútil.
¡Fuera convicciones!
¡Fuera el caos de las convicciones,
la santidad pagana!
¡Oh simplicidad de la vida sencilla!
¡Oh absoluto!
¡Oh, dadles ya su eterno y sano derecho!
¡Oh piadosos deseos! Nadie puede cumplirlos,
pues todos son culpables, sin serlo,
de no cumplirlos:
pero aquel que se aproveche de la culpabilidad humana
en su propio beneficio,
recibirá el castigo de su culpa;
la maldición de la infamia caerá sobre él.
donde el hombre se enriquece más allá de sí mismo.
Y cuando, sumido en la plegaria, se entrega
a algo superior,
la parte anterior de su cabeza, el rostro,
se hace más humana,
su existencia se humaniza y adquiere plenitud,
el mundo tiene sentido para él.
Pues sólo en la santidad, sólo en ella,
encuentra el hombre la convicción
sin la cual nada tendría sentido,
el convencimiento de la veneración
que se dirige a lo más grande y que,
precisamente por ello, es la pura sencillez sobre la tierra
la ayuda al prójimo es buena, el asesinato malo,
sencillez de lo absoluto.
Todo lo santo lucha por este absoluto,
se acerca al martirio y, atrayendo hacia sí
la vida simple, la eleva hacia la santidad,
hacia la única convicción soportable,
hacia la pureza más sencilla.
Pero cuando
esta convicción y santidad
y esta sencillez desaparecen,
cuando son destronadas
por diversas convicciones muy santas
o, mejor, son reemplazadas
por otras opiniones muy puras
que juegan a la santidad irrespetuosamente,
aparece la idolatría,
el culto a muchos dioses,
culto que ya no permite al hombre dirigirse a lo más
grande,
no, le arroja a lo inferior a él, de suerte que
pierda su humanidad, caiga en el rebajamiento de sí
y finalmente, con una falsa veneración, se dirija
plegarias a sí mismo,
sin venerar la auténtica humanidad: aquí aparece lo
pagano,
el vacío del mundo en el que todo tiene el mismo peso,
en el que todo tiene la misma santidad pagana.
Y así se enfrentan las convicciones,
al no existir veneración ni santidad ni distinción,
y cada una de las convicciones es la más santa,
la absoluta, y quiere aniquilar a las demás,
dispuesta a cualquier asesinato.
De la abundancia de convicciones
y de las falsas santidades surge, pavoroso,
el terror
en el salvajismo ronco del vacío,
pero imitando la santidad,
de modo que incluso se podría morir por él
con la alegría de un mártir.
Y
cuando los hombres volvieron de la guerra,
cuyos campos de batalla habían sido un vacío ululante,
encontraron lo mismo en sus casas:
el vacío de la técnica
ululaba igual que los cañones,
y el dolor humano se tenía que refugiar,
como en los campos de batalla,
en los rincones de los espacios vacíos,
circundado por aquella ronquera que produce el miedo,
rodeado sin compasión por la nada más brutal.
Entonces les pareció a los hombres
que todavía continuaban muriendo,
y preguntaron lo que preguntan todos los moribundos:
«¿Por qué, con qué fin hemos malgastado nuestra vida?
¿Qué nos ha conducido a este vacío?
¿Qué nos ha entregado a la nada?
¿Es ésta en verdad la determinación del hombre?
¿Es ésta su suerte? ¿Es que verdaderamente nuestra
vida
no puede tener otro sentido sino este sin-sentido?»
Mas las respuestas a estas preguntas
las hacían los mismos hombres,
y eran por tanto opiniones vacías,
otra vez el vacío de la nada,
cobijado en la nada,
formado por la nada,
y por eso predestinado a sumergirse de nuevo
en la confusión de las convicciones
que obligan al hombre a ofrecerse nuevamente en
holocausto,
a ofrecerse de nuevo en la guerra,
a ofrecerse de nuevo a la heroicidad pagana y vacía,
a la muerte sin martirio,
al sacrificio vacío
que nunca vuelve a crecer sobre sí mismo.
¡Ay de la época de las convicciones huecas
y los sacrificios vacíos!
¡Ay del hombre de vacío altruismo!
Pues aunque los ángeles le lloren
será un llanto inútil.
¡Fuera convicciones!
¡Fuera el caos de las convicciones,
la santidad pagana!
¡Oh simplicidad de la vida sencilla!
¡Oh absoluto!
¡Oh, dadles ya su eterno y sano derecho!
¡Oh piadosos deseos! Nadie puede cumplirlos,
pues todos son culpables, sin serlo,
de no cumplirlos:
pero aquel que se aproveche de la culpabilidad humana
en su propio beneficio,
recibirá el castigo de su culpa;
la maldición de la infamia caerá sobre él.
Hermann Broch y lo inexpresable
Acaba de aparecer En mitad de la
vida (Igitur), la primera traducción al español de la poesía completa del autor
alemán.
No sé hasta qué punto el lector
común y no familiarizado con la lengua y la literatura alemanas será capaz de
comprender las variaciones y variedades de las distintas naciones que en ellas
se expresan. Pero, aunque así sea, una cosa ha de quedarle clara: que la
literatura escrita en Austria -sobre todo, la de los siglos XIX y XX- supone un
territorio tan marcado que se reconoce no sólo por las peculiaridades de su
lengua sino, sobre todo, por una serie de obsesiones y de temas que, por serle
propios, caracterizan tanto su anatomía filosófica como su configuración
mental. Obras como las de Hoffmannsthal, Trakl, Roth, Wittgenstein, Broch,
Musil, Jandl, Thomas Bernhardt o Jelinek demuestran que un rasgo común a todas
ellas es el escepticismo lingüístico heredado de Schopenhauer que, leído a la
luz de Gerber, actualizaría Nietzsche, y que tuvo en Fritz Mauthner su máximo
representante filosófico.
EXPERIENCIA DEL NAZISMO
De Broch derivan casi todos
ellos, porque la reflexión sobre los límites del lenguaje es algo que, de
diferentes maneras, los atraerá. Gran parte de la obra de Hermann Broch es una
insistencia y reincidencia en ello. Y, por eso, su obra narrativa -como la
dramática, la ensayística y la poética- tiene como centro y objeto de su órbita
tanto la materia y condición de lo expresable como la conciencia de aquello que
el lenguaje nunca puede expresar. Y ello, no por naturaleza sino por historia:
porque el imperio austro-húngaro fue, dentro del continente europeo, el más sometido
a todo tipo de tensiones por la triple crisis -de sujeto, de identidad y de
lenguaje- presente en el siglo XIX y a principios del XX y, desde entonces,
característica de lo moderno. Broch puede ser visto como un claro paradigma de
ello. Su poesía, pues, sigue las líneas de un sistema y se inscribe en los ejes
de una bien instaurada y conocida tradición que Broch asume e interpreta
porque, en su caso, el escepticismo lingüístico austríaco se combina con la
experiencia histórica del nazismo, con la persecución y el exilio.
Y ése es el punto en que Broch
amplía el recetario de la tradición anterior que, en su interpretación,
sobrepasa los límites de un problema conceptual y metafísico para convertirse
en uno de los signos de la angustia de la modernidad. Si su novela ya era en sí
muy significativa, su poesía ni le va a la zaga ni lo deja de ser: el lector
encontrará en ella un hirviente magma en el que las ideas y las percepciones
están en continua ebullición y en el que el lirismo sensitivo-intelectual que
lo envuelve pone en conflicto al yo con la palabra, y a ésta con su sistema
mismo de representación. Broch tematiza el quiebre del sentido haciéndolo
visible en el lenguaje, pero ni lo niega ni lo anula porque su nihilismo no
llega a ser total: hay en él un latido de esperanza y hasta cierta fe en la
realidad. Su desesperación no es ontológica sino histórica, como su título Die
Idee ist ewig ("La idea es eterna") y sus mismos poemas dejan ver.
OCULTACIÓN DEL YO
Clara Janés lo explica en su
acertado prólogo: según ella, Broch se sintió atraído por el perfecto mundo de
las matemáticas e intentó que el lenguaje poético fuera capaz de "hacer
audibles y visibles unidades cognoscitivas", y que la cosmogonía
órfico-pitagórica y la "lógica del arte" llegaran a alcanzar una
"verdad transformada en conocimiento". Su estudio sobre Hoffmannsthal
es un espejo de sí mismo, ya que mucho de lo que dice de la obra de aquél
podría decirse de la suya. Clara Janés subraya, entre otras rasgos, éstos:
"La ocultación del yo subjetivo" en aras "de una exposición
lírica" hecha "por medio del objeto" y "la necesidad de
identificación del artista con el no-yo".
No deja a un lado su interés por
la poesía popular -lo que Broch llamaba la "tarea bautismal de la
poesía"- ni el proceso de simbolizaciones seguido hasta llegar al símbolo
total. Broch, traumatizado -como todo el final del siglo XIX- por la
desesperación derivada de la atomización del mundo hecha por la ciencia y la
consiguiente pérdida del sentido de -y de la comunicación con- la totalidad,
aspiraba -como Mallarmé- a una síntesis científico-musical que religara el yo
con el profundo sentido de las cosas.
Para Broch -como advierte en su
novela La muerte de Virgilio -, el lenguaje sólo es el "interregno del
conocimiento terrenal", y la poesía, la única actividad humana "que
sirve para el conocimiento de la muerte". Como advirtió Hannah Arendt,
"ser poeta y no quererlo ser constituyó el rasgo característico de su
personalidad, inspiró la acción dramática de su obra más importante y se
convirtió en el conflicto central de su vida".
Montserrat Armas y Rafael-José
Díaz han traducido los cincuenta y tres poemas que, en sentido estricto,
componen la obra poética de Broch, y -con buen criterio- han dejado fuera tanto
los poemas suyos de ocasión como los incluidos dentro de otras de sus obras, y
las versiones que hizo de Eliot, Joyce, Spender y Whitmann, así como también
sus colecciones de aforismos.
Su traducción es rigurosa y fiel,
y muestra a un poeta que no concibió estos textos como libro ni como partes de
nada que no fuera él mismo y su pensamiento. Y eso es lo que el lector
encuentra en ellas.
ABC.
De: La Nación Digital- Suplemento Cultura
LOS INOCENTES (1950)
Descúbrete y piensa en las víctimas pues solo el que
siente la soga en su cuello se da cuenta de la brizna que se agita en el
vientre por entre los adoquines del cadalzo.
Oh! Aquellos que disfrutan con el derramamiento de sangre;
lo demoníaco es ciego, lo prohibido es ciego, los espectros son ciegos, están
ciegos ante lo que germina porque ellos carecen de crecimiento. Y sin embargo
cada uno de ellos fue niño una vez.
No alabes ni premies la muerte, no premies la muerte que los
hombres se inflingen unos a otros; no alabes lo indigno. Ten, en cambio, valor
para decir mierda cuando alguien excite a los otros a matar a su prójimo.
En verdad que el asesino sin dogmas es el mejor de los
hombres.
Oh! Llamada humillante y envilecedora; la llamada al
verdugo, llamada de miedo mas secreto, llamada de todos los dogmas que carecen
de fundamento.
Hombre, descúbrete y piensa en las víctimas.
El mal vuelve su rostro siempre hacia el mal.
¿Quién consuma el sacrificio humano espectral? Un espectro. Está
ahí en la habitación, algo prohibido está ahí que silba para sus adentros: es
el espíritu del espectro burgués habituado al orden. Ha aprendido a leer y a
escribir, a cepillarse los dientes, va al médico cuando está enfermo, en
general solo se ocupa de si mismo y sigue, sin embargo siendo un espectro.
Ah! Qué asustados estábamos! a través del Berlín de
espectros pasaba como un rayo el emperador burgués: plin plaf clin clin.
Ramplonería de púrpura vestido de armiño, motorizado hiede a barroco. Resuena
diáfana su gran limusina.
Nos empujamos con los hombros y nuestro espanto se convierte
en risa. Pero este era solo el comienzo, cuando tres decenios más tarde se aproximó
el monstruo, abrió sus fauces y nos habló en un lenguaje babeante, entonces
perdimos nosotros el don de la palabra, las palabras se secaron y parecía que
nos hubieran arrebatado para siempre la comprensión.
El que hacía poesía era tenido por un ser despreciable que
pretendía sacar frutos de flores marchitas, perdimos la risa y vimos la máscara
del terror, la ramplonería fúnebre unida al rostro del verdugo; el espíritu
burgués.
Máscaras cubriendo máscaras. Monstruosidades que cubren
monstruosidades.
Rostro que ignora las lágrimas.
De: estuchefreak.blogspot.com
"El que pudo llegar más lejos en la reflexión acerca de la enfermedad social de su siglo”- Hanna Arendt |
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