sábado, 19 de octubre de 2013

"Todo lo que nos es propuesto, en nuestro saber, como de validez universal respecto de la naturaleza humana o de las categorías que es posible aplicar al sujeto exige ser verificado y analizado” - Michel Foucault



El CUERPO UTÓPICO
(fragmentos de Conferencia Radiofónica del 1966 en France-Culture)

MI CUERPO, IMPLACABLE TOPÍA

Desde que abro los ojos, me es imposible escapar a ese lugar que dulce, ansiosamente, Proust habita en cada despertar. Y no es porque a causa de él me encuentre anclado en donde estoy, pues, después de todo, no sólo puedo moverme y removerme, sino que también puedo removerlo a él, moverlo, cambiarlo de lugar. Pero he aquí que no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para yo irme por otro lado. Puedo ir al fin del mundo, puedo esconderme por la mañana bajo las cobijas, hacerme tan pequeño como me sea posible, puedo dejarme derretir bajo el sol en la playa: él siempre estará allí donde yo estoy; siempre está irremediablemente aquí, jamás en otro lado. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía: es aquello que nunca acontece bajo otro cielo. Es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual me hago, estrictamente, cuerpo. Mi cuerpo, implacable topía.


LAS UTOPÍAS QUE BORRAN EL CUERPO

¿Y si por casualidad viviera yo en una especie de familiaridad desgastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente ya no veo y que la vida ha tornado en grisallas? ¿Como con esas chimeneas, esos techos que se aborregan cada noche frente a mi ventana pero que cada mañana son la misma presencia, la misma herida...? Frente a mis ojos se dibuja la imagen inevitable que impone el espejo: cara demacrada, hombros curveados, mirada miope, ya sin cabello, verdaderamente nada guapo. Y es en esa ruin cáscara que es mi cabeza, en esa caja que no me gusta que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esa rejilla que habrá que hablar, mirar, ser mirado; bajo esa piel, encenegarse. Mi cuerpo es el lugar al que estoy condenado sin recurso.
Yo creo que, después de todo, es contra él y como para borrarlo que se concibieron todas esas utopías. El prestigio de la utopía, su belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todo lugar, pero es un lugar en donde habré de tener un cuerpo sin cuerpo; un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, de una potencia colosal, con duración infinita, desatado, protegido, siempre transfigurado. Y es muy probable que la utopía primera, aquella que es más difícil de desarraigar del corazón de los hombres sea precisamente la utopía de un cuerpo incorporal.
También hay una utopía diseñada para borrar al cuerpo. Y esa utopía es el país de los muertos; son las grandes ciudades utópicas que nos legó la civilización egipcia. Las momias, después de todo, ¿qué son? Pues bien, son la utopía del cuerpo negado y transfigurado; la momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo.
Pero probablemente sea el gran mito del alma el que desde lo más lejano de la historia occidental nos ha proporcionado la más obstinada, la más potente de esas utopías mediante las cuales borramos la triste topología del cuerpo. El alma funciona en mi cuerpo de una manera verdaderamente maravillosa: está albergada en él, por supuesto, pero sabe bien cómo escaparse; y se escapa para ver las cosas a través de la ventana de mis ojos; se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca. Y si mi cuerpo lodoso, en todo caso nada bello, llegara a ensuciarla, sin duda habrá una virtud, alguna potencia, habrá mil gestos sagrados que la reestablecerán en su pureza primigenia. Durará mucho tiempo, mi alma, y más que mucho tiempo, cuando mi viejo cuerpo se vaya a pudrir. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco, es mi cuerpo liso, castrado, redondo como una burbuja de jabón.
Y así es como mi cuerpo, en virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Desapareció como la flama de una vela a la que se le sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas han echado mano sobre él, lo han hecho desaparecer en un parpadeo, han soplado sobre su pesantez, su fealdad, y me lo han restituido deslumbrante y eterno.

EL CUERPO Y SUS RECURSOS PROPIOS DE FANTASÍA

Pero, a decir verdad, mi cuerpo no se deja reducir tan fácilmente. Después de todo, él tiene sus propios recursos de fantasía: también posee lugares sin lugar, y lugares más profundos, aun más obstinados que el alma, que la tumba, que los encantamientos de los magos; tiene sus sótanos y sus graneros, sus superficies luminosas. Mi cabeza, por ejemplo: ¡qué extraña caverna abierta hacia el mundo exterior por dos ventanas, dos aperturas! -de eso estoy seguro puesto que las veo en el espejo, y además puedo cerrar una u otra separadamente-; y sin embargo, no hay dos ventanas sino sólo una, puesto que frente a mí veo un paisaje único, continuo, sin barreras ni separaciones. Y ¿cómo es que suceden las cosas en esa cabeza? Pues bien, las cosas vienen a acomodarse en ella; entran en ella, y de eso estoy seguro, puesto que cuando el sol es demasiado fuerte me deslumbra, va a desgarrar el fondo de mi cerebro. Y no obstante, esas cosas que entran en mi cabeza permanecen claramente en su exterior, dado que las veo delante de mí, y para alcanzarlas debo, por mi parte, avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado, cuerpo utópico. Cuerpo en cierto sentido absolutamente visible: sé muy bien lo que es ser escrutado por alguien de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo. Y sin embargo, ese cuerpo que resulta tan visible me es retirado, está atrapado en una especie de invisibilidad de la que jamás podré separarlo: este cráneo, esta espalda que apoyo y a la que el colchón resiste, que apoyo en el diván cuando estoy acostado, pero que no puedo sorprender más que a través del ardid del espejo... ¿qué es esta espalda cuyos movimientos y posiciones conozco perfectamente, pero que no puedo ver sin contorsionarme horriblemente? El cuerpo, fantasma que sólo aparece en los espejismos del espejo, y además de manera fragmentaria. ¿De verdad tengo necesidad de los genios y de las hadas, de la muerte y del alma para ser a la vez e indisociablemente visible e invisible? Y además, este cuerpo es ligero, transparente, imponderable; nada más alejado de una cosa que él, que corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Ciertamente, pero sólo hasta el día en el que algo me duele, en el que se ensancha la caverna de mi vientre, en el que mi pecho y mi garganta se bloquean o se atascan o se llenan de topos, hasta el día en el que estalla en mi boca el dolor de muelas; entonces, ahí sí, dejo de ser ligero, imponderable, etc., y me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y ruinosa. No, verdaderamente, no hay necesidad de magia ni de encantamiento, no hay necesidad ni de un alma ni de una muerte para que yo sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que yo sea un utopía, basta que sea un cuerpo.
Todas esas utopías mediante las cuales esquivaba mi cuerpo, pues bien, simplemente tenían por modelo y punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi cuerpo mismo. Estaba muy equivocado anteriormente al decir que las utopías estaban dirigidas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: las utopías nacieron del cuerpo mismo y se voltearon después contra él.


EL CUERPO, ACTOR PRINCIPAL DE TODAS LAS UTOPÍAS

En todo caso, hay algo seguro: el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se hayan contado a sí mismos, ¿acaso no es el sueño de los cuerpos inmensos, desmesurados, que devoran el espacio y dominan el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes que encontramos en el corazón de tantas leyendas en Europa, África, Oceanía, Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo ha alimentado la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.
Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, vinculado con todos los allá que hay en el mundo; y, a decir verdad, está en otro lugar que no es precisamente el mundo, pues es alrededor de él que están dispuestas las cosas; es en relación a él, como si se tratara de un soberano, que hay un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un delante, un detrás, un cerca y un lejos: el cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios se encuentran. El cuerpo no está en ninguna parte: está en el corazón del mundo, en ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, avanzo, percibo las cosas en su lugar, y también las niego en virtud del poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol: no tiene lugar, pero a partir de él surgen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.
Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en llegar a saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo ello sólo se organiza, literalmente toma cuerpo, en la imagen del espejo. De manera aun más extraña, los griegos de Homero no tenían palabra alguna para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que parezca, frente a Troya, bajo los muros resguardados por Héctor y sus compañeros, no había cuerpos: había brazos levantados, pechos valerosos, piernas ágiles, cascos relucientes sobre las cabezas, no cuerpos. La palabra griega que quiere decir cuerpo sólo aparece en Homero para designar el cadáver.
Consecuentemente, son ese mismo cadáver y el espejo los que nos enseñan, o en todo caso los que respectivamente enseñaron a los griegos y enseñan a los niños ahora que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay espesor, un peso, en resumen que el cuerpo ocupa un lugar. Son el espejo y el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; son el espejo y el cadáver los que acallan, apaciguan y encierran dentro de un ámbito oculto para nosotros esa gran rabia utópica que desvencija y volatiliza nuestro cuerpo a cada instante. Es gracias a ellos, gracias al espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple utopía. Ahora que si pensamos que la imagen del espejo se halla en un lugar inaccesible para nosotros, y que nunca podremos estar allí donde está nuestro cadáver; si pensamos que el espejo y el cadáver están ellos mismos en una lejanía inexpugnable, entonces descubrimos que la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo sólo puede estar oculta y ser clausurada mediante otras utopías.
Quizás valdría decir que hacer el amor implica sentir que el cuerpo propio se cierra sobre sí mismo, que por fin se existe fuera de toda utopía con toda la densidad de uno entre las manos del otro: bajo los dedos del otro que te recorren, tu cuerpo adquiere una existencia; contra los labios del otro tus labios devienen sensibles; delante de sus ojos entrecerrados nuestro rostro adquiere una certidumbre y hay, por fin, una mirada para ver tus pupilas cerradas. Al igual que el espejo y que la muerte, el amor también apacigua la utopía de tu cuerpo, la acalla, la calma, la encierra en algo así como una caja que después sella y clausura; es por eso que el amor es tan cercano pariente de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte. Y, si a pesar de esas dos peligrosas figuras, nos gusta tanto hacer el amor, es porque cuando se hace el amor el cuerpo está aquí.

Nota y traducción de Rodrigo García

De: FRACTAL- Revista trimestral


Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir.





Fragmento extractado de la sexta cinta de grabación con fecha 20 de junio de 1975, publicada en francés por Le Monde y reproducida y traducida al portugués en el diario Folha de Sao Paulo (martes 6 de enero de 1987 – Ilustrada, p.36) con el título de “A presenca da literatura na pesquisa de Foucault”.


R.P.D.: ¿Cómo se distingue la buena de la mala literatura?

M.F.: Justamente es eso lo que será preciso abordar un día. Será necesario preguntarse, por un lado, lo que es verdaderamente esa actividad que consiste en hacer circular ficción, poemas, relatos... en una sociedad. Se deberá analizar también una segunda operación: Entre todos los textos, ¿Qué hace que algunos sean sacralizados y pasen a funcionar como ‘literatura’? Esos textos son, de inmediato, retomados en el interior de una institución que era, en su origen, bastante diferente de lo que es hoy: La institución universitaria. Ahora, ella comienza a identificarse como institución literaria.

Hay ahí una línea inclinada bastante visible en nuestra cultura. En el siglo XIX, la universidad fue un elemento en el interior del cual se reconocía y se constituía una literatura llamada clásica que, por definición, no era una literatura contemporánea y que asumía el papel, simultáneamente, de única fuente para la literatura contemporánea y de crítica de esa literatura. De ahí un juego muy curioso, en el siglo XIX, entre la literatura y la universidad, entre el escritor y el universitario.

Y después, poco a poco, las dos instituciones que, en verdad, debajo de sus desavenencias, eran en el fondo idénticas, tienden a confundirse socialmente. Se sabe perfectamente que hoy la literatura llamada de vanguardia, nunca es hecha por los académicos. Pero también se sabe que, hoy, los escritores de más de treinta años están en las aulas y sus alumnos toman su obra como tema de sus tesis. Se sabe que los escritores, en la mayoría de los casos, sobreviven a costa de aulas y de cargos universitarios.

En esto ya tenemos una verdad: La literatura funciona en cuanto tal gracias a un juego de selección, de sacralización, de valorización institucional de la cual la universidad es, al mismo tiempo, agente y receptor.

R.P.D.: ¿Existen criterios internos a los textos o todo no pasa de ser una historia de sacralización por la institución universitaria?

M.F.: No tengo la menor idea. Me gustaría simplemente decir lo siguiente: Para romper con ciertos mitos, inclusive los de carácter expresivo de la literatura, fue muy importante partir de ese gran principio de que la literatura solo tiene que ver con la propia literatura. Si ella tiene algo que ver con su autor, es más al modo de la muerte, del silencio, del desaparecimiento de quien escribe.

Poco importa que yo me refiera aquí a Blanchot o a Barthes. Lo esencial es la importancia del principio de intransitividad de la literatura. Esta fue, de hecho, la primera etapa que nos permitió refutar la idea de que la literatura era el lugar de todos los pasajes o un punto en el cual desembocan todos los pasajes, la expresión de las totalidades.
Pero me parece que esa fue apenas una etapa. Porque, al mantener el análisis a este nivel, corremos el riesgo de no conseguir deshacer el conjunto de las sacralizaciones que afectan a la literatura. Por el contrario, corremos el riesgo de sacralizarla aún más. Y, de hecho, fue eso lo que aconteció en 1970. Presenciamos la utilización de algunos temas de Blanchot y de Barthes para una especie de exaltación, al mismo tiempo ultra-lírica y ultra-racionalizante, de la literatura como estructura de lenguaje que no puede ser analizada más que en sí misma y a partir de sí misma.

Las implicaciones políticas no estuvieron ausentes de esas exaltaciones. Gracias a ella, se llegó a decir, que el acto de escribir estaba a tal punto libre de todas las determinaciones, que el hecho de escribir era en sí mismo subversivo, que el escritor tiene, en el propio gesto de escribir, el derecho imprescindible a la subversión. ¡Por consiguiente, el escritor era revolucionario, y en cuanto más la escritura era escritura, más se sumergía en la intransitividad, más producía por esa misma vía el movimiento de la revolución! Usted sabe que estas son cosas que, infelizmente, fueron dichas...

En realidad, los pasos dados por Blanchot y Barthes en su trabajo tendían a promover una desacralización de la literatura, chocando con los que la colocaban en posición de expresión absoluta. Esa ruptura implicaba que el movimiento siguiente sería desacralizarla completamente, e intentar ver cómo, en la masa general de lo que se decía, habría podido constituirse, en un momento dado de una forma dada, esa región particular del lenguaje a la cual no se debe pedir que contenga las decisiones de una cultura, pero sin preguntar cómo una cultura decidió ella misma dar esa posición tan singular, tan extraña.

R.P.D.: ¿Por qué ‘extraña’?

M.F.: Nuestra cultura atribuye a la literatura un papel extraordinariamente limitado, en un cierto sentido. ¿Cuántas personas leen literatura? ¿Qué papel tiene ella efectivamente en la expansión general de los discursos?

Pero esa misma cultura impone a todos sus hijos, como encaminamiento en dirección a la cultura, que pasen, durante sus estudios, por toda una ideología, toda una teología de la literatura. He ahí una especie de paradoja.

Y esa paradoja no deja de tener sus relaciones con la afirmación de que la escritura es subversiva. Que alguien afirme eso, en tal o cual revista literaria, es algo sin ninguna importancia y ninguna consecuencia. Pero, en este mismo momento, todos los profesores, desde los profesores de primaria hasta los universitarios comienzan a decir, explícitamente que no, que las grandes decisiones de una cultura, sus puntos de inflexión, deben ser buscados en Diderot, o en Sade, o en Hegel, o en Rabelais, usted puede ver que finalmente se trata de una misma cosa. Unos y otros hacen que la literatura funcione de la misma forma. A ese nivel, los efectos de reforzamiento son recíprocos. Los grupos autodenominados de vanguardia y las “grandes masas” de la universidad están de acuerdo. Eso conduce a un bloqueo político bastante pesado.

R.P.D.: ¿Cómo es que Ud. puede escapar a ese bloqueo?

M.F.: Mi forma de retomar el problema fue, por un lado, el libro de Raymond Roussel y después, sobre todo, el libro sobre Pierre Rivière. Hay en los dos, una misma pregunta: ¿Cuál es el momento a partir del cuál un discurso -que sea o de un enfermo, o de un criminal, etc.- comienza a funcionar en el campo calificado de literatura?

Para saber lo que es literatura, no son sus estructuras internas las que me gustaría estudiar. Me gustaría más aprehender el movimiento, o pequeño proceso, por el que un tipo de discurso ‘no literario’, ignorado, olvidado luego de pronunciado, entra en el campo literario. ¿Qué acontece ahí? ¿Qué es desencadenado? ¿Cómo ese discurso es modificado en sus valores por el hecho de ser reconocido como literario?

Traducido por Alfonso Forero

De: http://bibliotecaignoria.blogspot.com



"¿Qué es lo que hace que la literatura sea literatura? ¿Qué es lo que hace que el lenguaje que está escrito ahí sobre un libro sea literatura? Es esa especie de ritual previo que traza en las palabras su espacio de consagración. Por consiguiente, desde que la página en blanco comienza a rellenarse, desde que las palabras comienzan a transcribirse en esta superficie que es todavía virgen, es ese momento cada palabra es en cierto modo absolutamente decepcionante en relación con la literatura, porque no hay ninguna palabra que pertenezca por esencia, por derecho de naturaleza a la literatura.

La literatura no es la forma general de cualquier obra de lenguaje, no es tampoco el lugar universal donde se sitúa la obra de lenguaje. Es de alguna manera un tercer término, el vértice de un triángulo por el que pasa la relación del lenguaje con la obra y de la obra con el lenguaje. Creo que una relación de este género es lo que se designa con la palabra "literatura".

El lenguaje es, de un cabo a otro, discurso, gracias a este poder singular de una palabra que hace pasar el sistema de signos hacia el ser de lo que se significa.
Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y sólo a ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice.

El autor es quien da al inquietante lenguaje de la ficción sus unidades, sus nudos de coherencia, su inserción en lo real.
Sería absurdo, desde luego, negar la existencia del individuo que escribe e inventa. Pero pienso que —al menos desde hace un cierto tiempo— el individuo que se pone a escribir un texto, en cuyo horizonte merodea una posible obra, vuelve a asumir la función del autor: lo que escribe y lo que no escribe, lo que perfila, incluso en calidad de borrador provisional, como bosquejo de la obra, y lo que deja caer como declaraciones cotidianas, todo ese juego de diferencias está prescrito para la función de autor, tal como él la recibe de su época, o tal como a su vez la modifica".

M.F.

Para ver más, te invitamos a visitar
petalosenlasgrietas.blogspot.com
















No hay comentarios: