Leyendas de Guatemala
Los brujos de la tormenta primaveral
1
Más allá de los peces el mar se
quedó solo. Las raíces habían asistido al entierro de los cometas en la
planicie inmensa de lo que ya no tiene sangre, y estaban fatigadas y sin sueño.
Imposible prever el asalto. Evitar el asalto. Cayendo las hojas y brincando los
peces. Se acortó el ritmo de la respiración vegetal y se enfrió la savia al
entrar en contacto con la sangre helada de los asaltantes elásticos.
Un río de pájaros desembocaba en
cada fruta. Los peces amanecieron en la mirada de las ramas luminosas. Las
raíces seguían despiertas bajo la tierra. Las raíces. Las más viejas. Las más
pequeñas. A veces encontraban en aquel mar de humus, un fragmento de estrella o
una ciudad de escarabajos. Y las raíces viejas explicaban: En este aerolito
llegaron del cielo las hormigas. Los gusanos pueden decirlo, no han perdido la
cuenta de la oscuridad.
Juan Poyé buscó bajo las hojas el
brazo que le faltaba, se lo acababan de quitar y qué cosquilla pasarse los
movimientos al cristalino brazo de la cerbatana. El temblor lo despertó medio
soterrado, aturdido por el olor de la noche. Pensó restregarse las narices con
el brazo-mano que le faltaba. ¡Hum!, dijo, y se pasó el movimiento al otro
brazo, al cristalino brazo de la cerbatana. Hedía a hervor de agua, a cacho
quemado, a pelo quemado, a carne quemada, a árbol quemado. Se oyeron los
coyotes. Pensó agarrar el machete con el brazo-mano que le faltaba. ¡Hum!,
dijo, y se pasó el movimiento al otro brazo. Tras los coyotes fluía el catarro
de la tierra, lodo con viruela caliente, algo que no se veía bien. Su mujer
dormía. Los senos sobre las cañas del tapexco, bulto de tecomates6, y el
cachete aplastado contra la paja que le servía de almohada. La Poyé despertó a
los enviones de su marido, abrió los ojos de agua nacida en el fondo de un
matorral y dijo, cuando pudo hablar: ¡Masca copal, tiembla copal! El reflejo se
iba afilando, como cuando el cometa. Poyé reculó ante la luz, seguido de su mujer,
como cuando el cometa. Los árboles ardían sin alboroto, como cuando el cometa.
Algo pasó. Por poco se les caen
los árboles de las manos. Las raíces no saben lo que pasó por sus dedos. Si
sería parte de su sueño. Sacudida brusca acompañada de ruidos subterráneos. Y
todo hueco en derredor del mar. Si sería parte de su sueño. Y todo profundo
alrededor del mar.
¡Hum!, dijo Juan Poyé. No pudo
mover el brazo que le faltaba y se pasó el movimiento al cristalino brazo de la
cerbatana. El incendio abarcaba los montes más lejanos. Se pasó el movimiento
al brazo por donde el agua de su cuerpo iba a todo correr al cristalino brazo
de la cerbatana. Se oían sus dientes, piedras de río, entrechocar de miedo, la
arena movediza de sus pies a rastras y sus reflejos al tronchar el monte con
las uñas. Y con él iba su mujer, la Juana Poyé, que de él no se diferenciaba en
nada, era de tan buena agua nacida.
Algo pasó. Por poco se les caen
los árboles de las manos. Las raíces no supieron lo que pasó por sus dedos. Y
de la contracción de las raíces en el temblor, nacieron los telares. Si sería
parte de su sueño. El incendio no alcanzaba a las raíces de las ceibas,
hinchadas en la fresca negrura de los terrenos en hamaca. Y así nacieron los
telares. El mar se lamía y relamía del gusto de sentirse sin peces. Si sería
parte de su sueño. Los árboles se hicieron humo. Si sería parte de su sueño. El
temblor primaveral enseñaba a las raíces el teje y maneje de la florescencia en
lanzadera por los hilos del telar, y como anclaban libres los copales
preciosos, platino, oro, plata, los mascarían para bordar con saliva de meteoro
los oscuros güipiles7 de la tierra.
Juan Poyé sacó sus ramas al
follaje de todos los ríos. El mar es el follaje de todos los ríos. ¡Hum!, le
dijo su mujer, volvamos atrás. Y Juan Poyé hubiera querido volver atrás.
¡Cuereá de regreso!, le gritó su mujer. Y Juan Poyé hubiera querido cuerear de
regreso. Se desangraba en lo inestable. ¡Qué gusto el de sus aguas con sabor de
montaña! ¡Qué color el de sus aguas, como azúcar azul!
Una gran mancha verde empezó a
rodearlo. Excrescencia de civilizaciones remotas y salóbregas. Baba de sargazos
en llanuras tan extensas como no las había recorrido en tierra. Otra mancha
empezó a formarse a distancia insituable, horizonte desconsolado de los jades
elásticos del mar. Poyé no esperó. Al pintar más lejos una tercera mancha de
agua jadeante, recorrida por ramazones de estrellas en queda explosión de
nácar, echó atrás, cuereó de regreso, mas no pudo remontar sus propias aguas y
se ahogó, espumarajo de iguana, después de flotar flojo y helado en la
superficie mucho tiempo.
Ni Juan Poyé ni la Juana Poyé.
Pero si mañana llueve en la montaña, si se apaga el incendio y el humo se queda
quieto, infinitamente quieto como en el carbón, el amor propio hondo de las
piedras juntará gotitas de agresiva dulzura y aparecerá nuevo el cristalino
brazo de la cerbatana. Sólo las raíces. Las raíces profundas. El aire lo
quemaba todo en la igualdad de la sombra limpia. Fuego celeste al sur. Ni una
mosca verde. Ni un cocodrilo con caca de pájaro en la faltriquera. Ni un eco.
Ni un sonido. Sueño vidrioso de lo que carece de sueño, del cuarzo, de la
piedra pómez más ligera que el agua, del mármol insomne bajo sábanas de tierra.
Sólo las raíces profundas seguían pegadas a sus telares. Ave caída era
descuartizada por las raíces de los mangles, antes que la devoraran los ojos
del incendio, cazador en la marisma, y las raíces de los cacahuatales, olorosas
a chocolate, atrapaban a los reptiles ampollados ya por el calor. La vida se
salvaba en los terrenos vegetales, por obra de las raíces tejedoras, regadas
por el cristalino brazo de la cerbatana. Pero ahora ni en invierno venía Juan
Poyé-Juana Poyé. Años. Siglos.
Diecinueve mil leguas de aire
sobre el mar. Y toda la impecable geometría de las pizarras de escama
navegante, de los pórfidos verdes bajo alambores de astros centelleantes, de
las porcelanas de granitos colados en natas de leche, de los espejos escamosos
de azogue sobre arenas móviles, de sombras de aguafuerte en terrenos veteados
de naranjas y ocres. Crecimiento exacto de un silencio desesperante, residuo de
alguna nebulosa. Y la vida de dos reinos acabando en los terrenos vegetales
acartonados por la sequedad de la atmósfera y la sed en rama del incendio.
Sonoridad de los vestidos
estelares en la mudez vaciante del espacio. Catástrofe de luna sobre rebaños
inmóviles de sal. Frenos de mareas muertas entre dientes de olas congeladas,
afiladas, acuchillantes. Afuera. Adentro.
Hasta donde los minerales sacudían
su tiniebla mansa, volvió su presencia fluida a turbar el sueño de la tierra.
Reinaba humedad de estancia oscura y todo era y se veía luminoso. Un como sueño
entre paredes de manzana-rosa, contiguo a los intestinos de los peces. Una como
necesidad fecal del aire, en el aire enteramente limpio, sin el olor a moho ni
el frío de cáscara de papa que fue tomado al acercarse la noche y comprender
los minerales que no obstante la destrucción de todo por el fuego, las raíces
habían seguido trabajando para la vida en sus telares, nutridas en secreto por
un río manco.
¡Hum!, dijo Juan Poyé Una montaña
se le vino encima. Y por defenderse con el brazo que le faltaba perdió tiempo y
ya fue de mover el otro brazo en el declive, para escapar maltrecho. Pedazos de
culebra macheteada. Chayes de espejo. Olor a lluvia en el mar. De no ser el
instinto se queda allí tendido, entre cerros que lo atacaban con espolones se
piedras hablantes. Sólo su cabeza, ya sólo su cabeza rodaba entre espumarajos
de cabellos largos y fluviales. Sólo su cabeza. Las raíces llenaban de savia
los troncos, las hojas, las flores, los frutos. Por todas partes se respiraba
un aire vivo, fácil, vegetal, y pequeñas babosidades con músculos de musgo
tierno entraban y salían de agujeros secretos, ocultos en la pedriza quemante
de la sed.
Juan Poyé reapareció en sus
nietos. Una gota de su inmenso caudal en el vientre de la Juana Poyé engendró
las lluvias, de quienes nacieron los ríos navegables. Sus nietos.
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19 de octubre de 1899 - Guatemala |

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