Esto sucedió
en la época en que las carabelas y los jinetes españoles llegaron a nuestras
playas. Hasta entonces las costas del Paraná-Guazú no habían sido holladas más
que por los desnudos pies del aborigen. Imaginaos el asombro de los charrúas
cuando contemplaron las grandes naves y vieron que de ellas venían figuras
ecuestres que parecían seres sobrenaturales, mitad hombres, mitad animal, y que
en lugar de su piel, sus torsos mostraban brillante metal, y en lugar de
cabellera lucían cascos como hechos de sol. De inmediato el Cacique de la tribu
acude a consultar al adivino y se entabla entre ellos el siguiente diálogo:
-Acudo a tu presencia -dijo el Cacique- para que me
expliques el significado de los hechos inauditos que están ocurriendo.
-Dime cuáles son y con la ayuda de Tupá, yo los descifraré.
Allí en esa línea que une el Paraná-Guazú con el reino de
Tupá, allí en esa línea que jamás pájaro alguno ni canoa se atrevió a cortar,
profanando su inmovilidad, yo vi de águilas gigantes, grandes olas.
-¿No sería, oh gran jefe, una engañosa figura de nube, una
simple anunciadora de tormenta, un mensajero de Añang, el enemigo que siempre
se complace en manchar la faz de Tupá?
Eso pensé yo al principio. Por eso demoré en traerte el
anuncio.
-He visto seres horrorosos, como los que envía a los sueños
de niños y mujeres el maléfico Añang. Eran mitad guerreros y mitad venados
gigantes; tenían pecho de luna y cabeza de sol, y a veces resoplaban por la
boca como el viento en el juncal.
-¿Dónde se encuentran?
-Allí en el monte, junto al río.
-¿Y cómo están ociosas vuestras flechas y vuestras
boleadoras?
-Es que antes de combatir quisiéramos oír tus presagios;
queremos saber si son hombres como nosotros o monstruos del mal.
-Bien. Id a convocar a los guerreros. Que mientras tanto yo
consultaré a Tupá.
Al quedar solo el Adivino imploró al dios del bien, Tupá,
para que le revelase la influencia que sobre el destino de su raza tendría la
invasión de los seres extraños. Cuando volvió el Cacique, el Adivino le reveló
que los que habían llegado eran los rostros pálidos, guerreros que
exterminarían la raza charrúa.
Ante el Cacique y los demás guerreros convocados para
escuchar las extrañas revelaciones, éstos afirmaron que si eran hombres como
ellos, los destruidos serían los intrusos.
-Nada podrá vuestro valor y vuestras armas contra las que
ellos esgrimen, -dijo el Adivino.
-¿Entonces seremos destruidos?
-Sí, a menos que queramos someternos.
-Eso nunca, afirmó el Cacique, como si presintiera la
determinación heroica de su raza.
-Durante lunas y más lunas, -continúo el Adivino-la tierra
del charrúa se regará con la sangre nuestra y la de los rostros pálidos.
Lentamente les iremos cediendo la costa del Paraná-Guazú, retirándonos hacia la
región de los vientos calientes.
Fue entonces que el más joven de todos los guerreros,
Zuanandí, interrogó al Adivino:
-¿Quién les dirá a los hombres que vendrán, cuando nosotros
ya no estemos, que era nuestra esta tierra y preferimos la muerte antes de
cederla a los extraños? ¿Quién nos salvará del olvido y hará que nuestro
recuerdo perdure con los ríos, con los arenales, con las palmas y los ombúes?
También para esto tuvo respuesta el Adivino.
-El recuerdo de la raza -añadió- perdurará en el rojo de la
sangre del primer guerrero que muera herido por el invasor. Esa sangre no se secará porque se
transformará en una flor que cada primavera resurgirá. Esta flor tendrá dedos,
como una mano pronta para la caricia y la protección. Tendrá la forma de una
mariposa, pero será más bella que las que revolotean en las mañanas en que la
cuchilla está florida. Y será roja como los labios destinados a revelar los actos
grandes del pasado, y tendrá la pureza de las bocas que nunca fueron
mancilladas por la mentira.
Y cuando el Cacique le preguntó quién sustentaría esa flor,
el Adivino respondiole que sería un árbol que nacería del cuerpo herido y sería
un testimonio del valor que tuvo el charrúa para defender su tierra. Su tronco
tendría el color de la piel del charrúa musculoso que blande la maza; lleno de
espinas como el que se coloca frente a aquél que quiere esclavizarlo. Sus hojas
tendrían en una faz el color de la esperanza que va a alentar la lucha, y en la
otra el color de las cenizas que dejarían los huesos de los guerreros que
perecerían gloriosamente.
-¿Y cómo se llamará ese árbol? -preguntó Zuanandí.
-Para los charrúas llevará siempre tu nombre, Zuanandí. Aunque
también se le llamará Ceibo por los futuros poseedores de esta tierra.
-De modo que aquel que muera primero en el combate se
transformará en ese árbol prodigioso? -exclamó Zuanandí-. ¡Prefiero perdurar en
él a vivir un instante como esclavo!, -y diciendo esto blandió su maza y
seguido por los demás guerreros se lanzó al combate.
Cuando el adivino volvió a quedar solo, se le acercó una
dulce y bella doncella de la tribu llamada Churrinche, y le hizo notar al
venerable anciano que una flor era insuficiente para lograr el propósito de
hacer perdurar, por los siglos de los siglos, el heroísmo con que el charrúa
defendería la independencia de la tierra natal.
-Yo pienso -le dijo- que aunque el árbol, por estar fijo
hablará de las glorias de la raza, hablará tan solo junto a los ríos y sin más
voz que aquella que le de el pampero cuando haga mover sus ramas.
-Será así -sentenció el Adivino-. ¿Pero qué deseas tú?
-Quisiera que el recuerdo y el amor a la libertad de nuestra
raza, no viviera sólo en las márgenes de los ríos, sino que dotado de alas,
anduviese continuamente evocando el alma del charrúa bajo el cielo de nuestra
tierra.
Meditó el anciano unos instantes, y luego como inspirado por
el dios de la luz, Tupá, dijo levantando la frente:
-Bien. La joven que consuele y aliente al primer guerrero
herido enjugando su sangre, será como una flor del árbol que ha creado alas.
-Esa quisiera ser yo, -afirmó con entusiasmo Churrinche.
-Lo serás y llevará tu nombre: Churrinche.
Partió ya casi con la ligereza de un ave, Churrinche, al
sitio de la batalla.
Los charrúas, que se habían emboscado, comenzaron a hacer
bajas al invasor sin recibir ellos ninguna, y hasta lograron matar de un
certero flechazo en la axila al jefe de la expedición española en el instante
en que plantaba el estandarte de Castilla para tomar posesión en nombre de su
rey. Pero los españoles reaccionaron y comenzaron a devolver los golpes. El
primer herido fue Zuanandí, quien sostenido por el Cacique y consolado por
Churrinche, volvió a la presencia del Adivino.
-Envidiadme, -dijo el heroico guerrero-. Soy el primero que
derrama su sangre en defensa de la libertad, y yo seré ese árbol prodigioso que
han de llamar Ceibo. Nada me importa que mi carne duela.
-Aquí tienes mis manos para restañar tus heridas -dijo
ofreciéndoselas Churrinche.
-Ellas han calmado mi dolor.
-De acuerdo con mi promesa, sentenció el Adivino,
transformándote tú, Zuanandí, en ceibo, y tú, Churrinche, en un ave roja como
su flor y la sangre que has restañado.
Al conjuro de estas palabras el bosque nativo fue testigo
del prodigio. Poco a poco, Zuanandí, que sostenido por Churrinche se mantenía
aún en pie, fue trocándose en el árbol simbólico, y luego la grácil figura de
su compañera, en el pájaro de su nombre, aquel que prefiere la muerte a la
esclavitud.
Humberto Zarrilli - El Grillo,
revista escolar del Consejo de Educación Primaria y Normal, Nº 1 marzo de 1950.
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