Mijaíl Mijáilovich Zóschenko
(San
Petersburgo,29 de julio de 1895 - Leningrado, 1958) Escritor ruso. Cursó estudios de derecho
antes de ingresar en el ejército en 1915, siendo condecorado en cinco ocasiones
por su valentía. Entre 1917 y 1920 realizó los más diversos trabajos y viajó
por toda Rusia.
Es
autor de centenares de cuentos en los que, desde un prisma humorístico y un
planteamiento genérico cercano al cuadro de costumbres, describe situaciones
absurdas generadas por el triunfo de la Revolución y la implantación del
comunismo en su patria. Sin embargo, la diana a la que apuntan sus dardos
satíricos no está tanto en el nuevo régimen establecido como en el personaje
tipo del ruso medio, anclado en un egoísmo burgués que conserva y acentúa esos
defectos que pretendía abolir la Revolución.
No
es de extrañar, por ende, que fuera acusado de mal patriota y expulsado, en
1946, de la Unión de Escritores de su país. Años atrás, había formado parte del
grupo literario ruso conocido como los Hermanos de Serapión, fundado en San
Petersburgo en 1921 y disuelto al cabo de un decenio. En él se agrupaban
algunos jóvenes narradores partidarios de la libertad absoluta del creador y
defensores del cuidado extremo en las técnicas y formas narrativas.
La
estructura básica de los relatos de Zóschenko parte del skaz o cuento coloquial
ruso, escrito en primera persona, al que nutre de una grotesca fraseología
pseudoculta, plagada de confusas expresiones y consignas comunistas mal
digeridas por sus personajes. Sus colecciones de relatos más famosas son los
Cuentos de Nazar Ilich, señor Sinerbriuchov (1922) y Cuentos sentimentales
(1929). A raíz de la acusación de antipatriota que cayó sobre él, pretendió
variar el registro de su prosa, y dio a la imprenta otros relatos recogidos en
Kerenski (1937) y Taras Shevchenko (1939).
Siguió
intentando amoldarse a los dictados del realismo socialista con escaso éxito en
Historia de una vida, ambientada en la construcción del canal del Mar Blanco
por los prisioneros políticos, aunque eso no le salvó de ser anatemizado por la
burocracia, lo que truncó definitivamente su vida literaria en 1946. Su obra
más importante, sin embargo, es la autobiografía Antes de que se oculte el sol (1943-1972),
que marcó un verdadero hito en las técnicas narrativas de memorias en Rusia, al
privilegiar la introspección por sobre el relato propiamente biográfico,
incluyendo recursos psicoanalíticos, que critica en un hábil intento de agradar
a las autoridades que lo habían prohibido, y a la teoría de los reflejos
condicionados de Iván Pávlov.
De:
© Biografías y Vidas, 2004-13.
LA PSIQUIATRÍA
Ayer
estuve en la clínica para curarme. Había un enorme gentío. Casi como en el
tranvía. Lo más curioso de todo era ver la hilera de gente que quería consultar
al psiquiatra. Yo le dije a mi vecino:
–
¿Sabe usted? Lo que me asombra es la cantidad de gente que está enferma de los
nervios. Forman una mayoría abrumadora .
Un ciudadano
bastante gordo, que
posiblemente había sido antes un verdulero o quién sabe qué
demonios, dijo:
–
¿Qué tiene eso de extraño? La
humanidad quiere comerciar, y aquí lo
único que puedes hacer es mirar. Por eso yo estoy enfermo.
Otro, de
semblante ceroso, seco, con una vieja guerrera, salta y dice:
–
Oiga usted, cuidado con lo que dice, porque, de lo contrario, voy a telefonear
a donde corresponde y ya le darán a usted humanidad.
Un
hombre con bigote gris pretendió aplacar los ánimos.
–
¿Qué le importa a usted esa gente? –dijo, dirigiéndose al del rostro
ceroso–. Son simplemente
ignorantes. No saben nada. No; las enfermedades nerviosas tienen causas
mucho más profundas. La humanidad está desbordada. La razón del auge de las
enfermedades nerviosas está en la ciudad, en los tranvías, los balnearios...
la civilización, en suma.
Nuestros antepasados de la Edad de Piedra vivían y bebían a placer, y hacían
esto y aquello sin resentirse de los nervios. Hasta creo que entonces ni
siquiera tenían médicos.
Y
el de la cara cerosa dice:
–
¡Ah!, no le gusta la civilización, ¿eh? ¿No le gusta nuestra
administración? Bonita manera
de hablar, dentro de un
establecimiento soviético. No mezcle usted la ciencia con sus opiniones
burguesas. ¿Sabe usted cómo se arreglan esas opiniones?
En
este momento llama el médico:
–
El siguiente.
Y
el hombre de rostro ceroso, con su vieja guerrera, se apresura, sin terminar la
frase, y desaparece detrás del biombo.
Al
poco rato oímos que al otro lado del biombo el enfermo dice:
–
En realidad, estoy completamente bien; lo único que padezco es de insomnio.
Duermo mal. Recéteme algunas gotas
o algunas píldoras.
El
médico le contesta:
–
No, píldoras no le receto. No hacen más que perjudicar. Yo me atengo a los
modernos métodos terapéuticos. Yo busco la causa de la enfermedad y la ataco en
su raíz. Ese es mi método. Usted tiene el sistema nervioso deshecho. Y ahora le
pregunto: ¿Ha sufrido usted alguna emoción? Piense bien.
En
un principio, al enfermo le cuesta comprender; luego suelta diferentes
sandeces, y, por fin, afirma que no ha sufrido nunca emoción alguna.
–
Piense usted bien –insiste el médico–. Es muy importante recordar la
causa. Ya la encontraremos, la
analizaremos, y quizá vuelva usted a recobrar la salud.
El
enfermo repite:
–
No, no he sufrido emociones.
–
Está bien –dice el médico–; quizá se ha excitado por algo.
Alguna
excitación violenta, algún trauma, ¿eh?
–
Sí, una vez tuve una emoción, pero hace ya mucho tiempo, quizá diez años.
–
Diga, diga –insiste el médico–. Eso le aliviará. Es decir, que se ha estado
atormentando durante diez años. De acuerdo con mi método, tiene usted que
contarme esa vivencia abrumadora. Y entonces se sentirá usted más aliviado y
podrá volver a dormir.
El
enfermo carraspea un poco, reflexiona y empieza a contar:
–
Acababa de regresar del frente. No había estado en casa desde hacía medio año.
Llego y subo la escalera. Mi ropa, naturalmente, se hallaba en bastante mal
estado. El capote y los pantalones. Por todas partes pululaban los piojos. Y de
este modo me llego hasta mi esposa, a quien no había visto desde hacía medio
año. Me dirijo, pues, hacia ella, pensando que no está bien presentarse con un
aspecto tan desastrado ante mi mujer. Entro en
la habitación y veo que allí hay
una mesa. Y sobre la mesa, vodka y arenques. A la mesa está sentado mi
sobrino Mishka., el cual rodea con el
brazo el cuello de mi mujer. No,
no; esto no me soliviantó lo más
mínimo. No; yo pensé: “¿Acaso una mujer joven no puede dejarse abrazar?” En ese
momento, los dos me ven. Mishka coge rápidamente la botella de vodka y la
esconde debajo de la mesa. Mi mujer dice: “Buenos días.” Esto tampoco me
excitó, y le di los buenos días. Entonces me fijo en que Mishka lleva puesta mi
chaqueta. Mire usted, yo nunca he sido pendenciero ni he concedido demasiado
valor al derecho de propiedad, pero aquella conducta me hirió profundamente.
Sentí angustia y noté que el corazón me dolía. Mishka me dice: “Me he
puesto su chaqueta como un
disfraz,
nada más. Sólo por broma.” Yo grité: “¡Quítate la chaqueta, cerdo!” Mishka
dice: “¿Cómo voy a desnudarme delante
de una dama?” Yo grito: “Aunque
hubiese seis damas, te quitas la
chaqueta, cerdo.” De pronto Mishka coge
la botella de vodka y me da con ella en la cabeza...
En
este punto el médico interrumpe el relato y dice:
–
Ahora se comprende todo. Y desde ese momento padece usted de insomnio y duerme
mal.
– No
–dice el enfermo–; entonces todavía dormía bien.
Precisamente
entonces dormía a pierna suelta.
El
médico dice:
–
¡Ah! Pero cuando se acuerda de esa ofensa no puede dormir, ahora lo veo claro:
el solo recuerdo ya le soliviantaba.
El
enfermo contesta:
–
Bueno. En el primer momento, quizá. Pero, por lo demás, hace mucho tiempo que
lo he olvidado. Desde que me separé de mi mujer ya no he vuelto a pensar en
ello ni una sola vez.
–
¡Ah! ¿Está separado de ella?
–
Sí, me separé. Y me casé con otra. Y luego con una tercera, y después con una
cuarta, y he dormido siempre admirablemente. Pero desde que mi hermana llegó
del pueblo y se instaló en mi habitación con todos sus niños, he dejado de
dormir. Llego del trabajo a casa, me echo, y no puedo conciliar el sueño. Los
críos andan alrededor, arman jaleo, juegan y se burlan de mí. Y no puedo
dormir.
–
Un momento –dice el médico–; de modo que son los niños los que no le dejan
dormir.
–
Naturalmente. Ellos son los que me molestan. Pero aun sin ellos tampoco puedo
dormir. La habitación es pequeña y, además, es un lugar de paso. Y hay mucho
trabajo. Y la alimentación es insuficiente. Uno está cansado. Pero uno se echa
y no puede dormir.
–
Bueno, pero si no estuviesen los niños..., sí. Supongamos... que hay silencio
absoluto en la habitación.
–
Tampoco puedo dormir. Durante las fiestas, mi hermana se marchó al campo con
los niños. Cuando empezaba a dormirme, llegó la vecina –esa mala arpía–;
llevaba unas brasas de carbón y pasó por mi cuarto. Tropezó y me echó el carbón
encima. Quiero dormir y me doy cuenta que no puedo hacerlo porque la manta se
quema. Y al lado, además, alguien toca la mandolina. Y los pies se me abrasan.
–
Oiga usted –dice entonces el médico–, ¿a
qué diablos viene a verme? Vístase.
¡Está bien, está bien! Le recetaré unas pastillas.
Detrás
del biombo se oye suspirar y bostezar, y al poco rato aparece el hombre del
rostro ceroso.
–
El siguiente –dice el médico.
El
hombre gordo que antes se había mostrado tan preocupado por el libre comercio,
desaparece detrás del biombo. Pero mientras se dirige hacia allí, hace un
ademán de desilusión con la mano y murmura:
–
No es un buen médico. Muy superficial. Este tampoco me curará.
Contemplo su
cara y veo que
seguramente tiene razón. La
medicina no podrá curarle.
De: milcuentosrusos.com
EL PROPAGANDISTA
El
guarda de la escuela de aviación Grigori Kosonósov se fue de vacaciones al
pueblo.
–A
ver, camarada Konsósov –le decían sus compañeros antes de su partida–, allá en
el pueblo, pues eso, allí nos hará propaganda. Dígale a los paisanos que, en
fin, que la aviación se desarrolla… Puede que sus paisanos suelten la mosca
para comprar un avión.
–Que os haré
propaganda podéis estar seguros –decía Kosonósov–. Otra cosa no sé, pero hablar de la aviación,
tranquilos, que hablaré.
Kosonósov
llegó a su aldea en otoño y el primer día de su llegada se dirigió al Soviet.
–Pues
eso –dijo–, quiero hacer propaganda. En considerando que he llegado de la
ciudad, ¿no se podría organizar una reunión?
–¿Por
qué no? –dijo el presidente–. Tú prepara tu discurso, que yo mañana reúno a la
gente.
Al
día siguiente el presidente del Sóviet reunió a los mujiks y al bombero del
cobertizo.
Grigori
Kosonósov se presentó, saludó a los reunidos y, por la falta de costumbre, algo
cohibido, empezó a hablar con voz temblorosa.
–Pues
eso, hum… –dijo Kosonósov–, la aviación, camaradas campesinos… Como sois gente,
claro, de pocas entendederas, pues eso, os hablaré de la política… Aquí,
digamos que está Alemania, y aquí está Jersón. Aquí esta Rusia, y aquí, pues
eso, lo otro…
–Oye,
muchacho, ¿de qué nos estás hablando?
–¿Cómo
que de qué? –dijo ofendido Kosonósov–. De la aviación os hablo. Que se
desarrolla, o sea, esta aviación… Aquí está la Rusia y aquí China…
Los
presentes guardaban un turbio silencio.
–No
te líes –gritó alguien de atrás.
–Yo
no me lío –replico Kosonósov–. Hablo de la aviación… que se está desarrollando,
camaradas campesinos. Nada puedo decir en contra. Las cosas son como son. Y yo
no voy a discutirlo…
–No
se entiende –exclamó el presidente–. A ver, camarada, acérquese a las masas,
hable para que lo comprendan.
Kosonósov
se acercó a la gente y después de liarse un pitillo, soltó:
–Pues
bien, camaradas campesinos… Nuestra gente construye aeroplanos que luego
vuelan. Es decir que van por el aire. Aunque alguno no se aguanta y se estrella
contra el suelo. Como le pasó al camarada Yarmilkin. Subió, subió, pero luego
se estrelló de tal manera que las tripas se le esparcieron…
–Pues
claro –comentaron los mujiks–. Si no, sería un pájaro.
–Pues
eso es lo que digo –se alegró Kosonósov por el apoyo–. Que no es un pájaro.
Porque si un pájaro se cae, se sacude las plumas y luego sigue su camino. En
cambio aquí, toma, chúpate esa… También otro piloto, el camarada Mijaíl Popkov…
Ese puso a volar y todo iba como la seda hasta que, zas… Se le dañó el motor… Y
a tomar vientos…
–¿Y?
–preguntaron los campesinos.
–Os
lo juro… Y otro que se cayó en un árbol. Y se quedó colgado, el muy… El susto
que se llevó… No paraba de jurar el pobre; cómo nos reímos… Las cosas que
llegan a pasar… Y otra vez se nos metió una vaca en una hélice. Los cuernos por
aquí y por las tripas Dios sabe donde, era imposible aclararse. A veces también
se nos cruzan perros.
–¿Y
caballos? –preguntó un murik–. ¿No me digas que caballos también, muchacho?
–También
caballos, también –dijo Kosonósov–. Muy fácil.
–Malditos
trastos, que los parta un rayo –dijo alguien–. ¡Vaya ocurrencias! Triturar
caballos… ¿Y esa industria es la que se desarolla, muchacho?
–¿No
os digo que sí? –dijo Kosonósov–. Ya lo creo que se desarrolla, camaradas
campesinos… Por eso os pido que reunáis lo que podáis y contribuyáis.
–¿Contribuir
a qué, muchacho? –preguntaron los campesinos.
–A
construir un aeroplano –dijo Kosonósov.
Los
mujiks abandonaron la sala con una sonrisa siniestra dibujada en la boca.
Mijaíl
Zóschenko, Matrimonio por interés y otros relatos (1923-1955), El Alcantilado,
2005, pag. 90-93. Traducción de Ricardo San Vicente.
De: NarrativaBreve.com de Francisco Rodríguez Criado (un generoso
difusor de cultura)
Amor
El
baile acabó muy tarde.
Vasia
Chesnokóv, cansado y sudoroso se hallaba ante Mashenka, diciéndole con tono
suplicante:
—Espere,
vida mía... Espérese al primer tranvía. ¿Dónde va usted? ¡Por Dios!... Aquí
podemos espesar sentados tranquilamente... Y usted se empeña... Espérese al
primer tranvía, por lo que más quiera. Además, está usted sudando y yo
también... Con la helada, podríamos enfriarnos...
—No
—dijo Mashenka, poniéndose los chanclos—. Menudo caballero está usted hecho. No
se atreve a acompañar a una dama porque hiela.
—Estoy
sudando —decía Vasia, a punto de echarse a llorar.
—Ande,
póngase el abrigo.
Vasia
Chesnokóv se puso la pelliza dócilmente, y salió a la calle con Mashenka,
cogiéndola del brazo.
Era
una noche fría de luna. La nieve crujía bajo los pies.
—Es
usted una damita muy intranquila —dijo Vasia Chesnokóv, mirando entusiasmado el
perfil de Mashenka—. Por nada del mundo hubiera acompañado a otra mujer.
Palabra, que sólo lo he hecho por amor.
Mashenka
se echó a reír.
—Se
ríe usted y lo toma a broma —dijo Vasia— pero realmente, Masha Vasilievna, la
adoro, la amo apasionadamente. Si me dijera usted: «Vasia Chensnokóv, tiéndase
en los raíles y permanezca ahí hasta que venga el primer tranvía» yo le
obedecería. Palabra...
—¡Quite
usted! —exclamó Mashenka—. Es preferible que observe cuánta belleza hay en
torno a nosotros cuando brilla la luna. ¡Qué preciosa está la ciudad de noche!
¡Qué maravilla!
—Sí;
espléndida belleza —dijo Vasia, mirando con cierto asombro los muros
descascarillados de una casa—. Verdaderamente, es una preciosidad... Masha
Vasilievna, también la belleza influye cuando se ama... Muchos sabios niegan el
sentimiento del amor, yo no. La querré a usted hasta la muerte. Podría llegar al
mayor sacrificio. Palabra... Si me mandase usted que me estrellara contra esta
pared, lo haría.
—Bueno,
bueno —dijo Mashenka, no sin cierto agrado.
—Palabra
que me estrello. ¿Quiere?
En
esto, la parejita llegó al canal Kriukov.
—Palabra
—comenzó de nuevo Vasia—. ¿Quiere que me tire al canal? Diga, Masha Vasilievna.
No me cree usted, pero se lo puedo demostrar...
Y,
asiendo la barandilla, Vasia Chesnokóv hizo ademán de tirarse.
—¡Ay!
—gritó Masha—. ¡Vasia! ¿Qué ha ce usted?
De
repente, apareció por la esquina una sombra tenebrosa, que se detuvo junto al
farol.
—¿Por
qué chilláis? —preguntó la sombra, observando con atención a la parejita.
Masha,
horrorizada, dio un grito, arrimándose a la barandilla.
El
hombre se acercó a Vasia y lo zarandeó por la manga.
—Oye
tú, idiota —dijo con voz sorda—. Quítate el abrigo. ¡Rápido!.. Como rechistes,
te doy en la cabezota y te mando al otro barrio. ¿Te has enterado, canalla?
¡Quítate el abrigo!
—Es-pe-re-ee
—balbució Vasia, queriendo decir con esto: «Por favor, ¿qué ocurre?»
—¡Venga!
—ordenó el hombre, tirando de la pelliza.
Con
las manos temblorosas, Vasia se la desabrochó y se la quitó.
—¡Descálzate!
¡También necesito los zapatos!
—Es-pe-re-ee
—tartamudeó de nuevo Vasia—. Por favor... Está helando...
—¡Venga!
—A
la señorita no la molesta usted. Y a mí me dice que me quite los zapatos
—pronunció Vasia, ofendido—. Ella tiene una buena pelliza y chanclos...; en
cambio, yo debo descalzarme.
El
hombre miró tranquilo a Masha, y dijo:
—Si
le quitase a ella la pelliza, tendría que llevarla en la mano, el bullo podría
traicionarme. Sé lo que hago. ¿Te has descalzado ya?
Atemorizada,
Mashenka miraba al hombre sin moverse. Vasia Chesnokóv se sentó en la nieve y
comenzó a desatarse los zapatos.
—Ella
lleva una pelliza —dijo por segunda vez Vasia— y chanclos, en cambio, soy yo el
que tiene que deshacerse de todo por los demás...
El
hombre se endosó la pelliza de Vasia, metió los zapatos en sus bolsillos y
dijo:
—Estáte
quieto, no te muevas, y no castañetees. Si gritas o te mueves, no lo contarás.
¿Te has enterado, imbécil? Y tú, jovencita...
Rápidamente,
el hombre se abrochó la pelliza y desapareció.
Vasia
se encogió, con expresión avinagrada. Permanecía sentado en la nieve, mirándose
con desconfianza los pies enfundados en los calcetines blancos.
—¡La
hemos arreglado! —dijo, echando una ojeada rabiosa a Mashenka—. Fíate de
acompañar a las damas...
Cuando
dejaron de oírse los pasos del atracador, Vasia Chesnokóv se puso a patear en
la nieve, y gritó con agudísima voz:
—¡Guardia!
¡Ladrones!
Después,
levantándose, se fue corriendo por la nieve, dando saltos y sacudiendo los pies
con espanto.
De: yovivoenella.blogspot.com
No hay filo más poderoso que la escritura para cortar las ligaduras de la esclavitud. Ya lo decía José Martí: "Mi verso es como un puñal que por el puño echa flor" |
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