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16 de julio de 1943- Cuba |
Niño viejo
Yo soy ese niño de
cara redonda y sucia
que en cada esquina
os molesta con su
can you spend one quarter.
Yo soy ese niño de
cara sucia
-sin duda inoportuno
–
que de lejos
contempla los carruajes
donde otros niños
emiten risas y saltos considerables.
Yo soy ese niño
desagradable-sin duda inoportuno–
de cara redonda y
sucia que ante los grandes faroles
o bajo las grandes
damas también iluminadas
o ante las niñas
que parecen levitar
proyecta el insulto
de su cara redonda y sucia
Yo soy ese niño
hosco, más bien gris,
Que envuelto en
lamentables combinaciones
pone una nota
oscura sobre la nieve
o sobre el césped
tan cuidadosamente recortado
que nadie sino yo,
porque no pago multas se atreve a pisotear.
Yo soy ese airado y
solo niño de siempre
que os lanza el
insulto del solo niño de siempre
y os advierte: si
hipócritamente me acariciáis la cabeza
aprovecharé la
ocasión para levantarles la cartera.
Yo soy ese niño de
siempre
ante el panorama
del inminente espanto.
Ese niño, ese niño,
ese niño que
corrompe el poema con su nota naturalista.
Ese niño, ese niño,
ese niño que impone
arduos y aburridos ensayos
y hasta novelas,
aún más aburridas, sobre “los bajos fondos”.
Ese niño, ese niño,
ese niño de cara
airada y sucia que impone arduas
y siniestras
revoluciones
para luego seguir
con su cara aún más airada y sucia.
Ese niño, ese niño
ese niño ante el
panorama siempre inminente
(sólo inminente)
del inminente
espanto, de la inminente lepra, del inminente
piojo,
del delito o del
crimen inminentes.
Yo soy ese niño
repulsivo que improvisa una cama
con cartones viejos
y espera, seguro, que venga usted a
hacerle compañía.
El
mundo alucinante (fragmento)
" El verano. Los pájaros derretidos en pleno vuelo, caen, como plomo hirviente, sobre las cabezas de los arriesgados transeúntes, matándolos al momento.
El verano. La isla, como un pez de metal alargado, centellea y lanza destellos y vapores ígneos que fulminan.
El verano. El mar ha comenzado a evaporarse, y una nube azulosa y candente cubre toda la ciudad.
El verano. La gente, dando voces estentóreas, corre hasta la laguna central, zambulléndose entre sus aguas caldeadas y empastándose con fango toda la piel, para que no se le desprenda el cuerpo.
El verano. Las mujeres, en el centro de la calle, empiezan a desnudarse, y echan a correr sobre los adoquines que sueltan chispas y espejean.
El verano. Yo, dentro del morro, brinco de un lado a otro. Me asomo entre la reja y miro al puerto hirviendo. Y me pongo a gritar que me lancen de cabeza al mar.
El verano. La fiebre del calor ha puesto de mala sangre a los carceleros que, molestos por mis gritos, entran a mi celda y me muelen a golpes. Pido a Dios que me conceda una prueba de su existencia mandándome la muerte. Pero dudo que me oiga. De estar Dios aquí se hubiera vuelto loco.
El verano. Las paredes de mi celda van cambiando de color, y de rosado pasan a rojo, y de rojo al rojo vino, y de rojo vino a negro brillante... el suelo empieza también a brillar como un espejo, y del techo se desprenden las primeras chispas. Solo dándole brincos me puedo sostener, pero en cuanto vuelvo a apoyar los pies siento que se me achicharran. Doy brincos. Doy brincos. Doy brincos.
El verano. Al fin el calor derrite los barrotes de mi celda, y salgo de este horno al rojo, dejando parte de mi cuerpo chamuscado entre los bordes de la ventana, donde el aceite derretido aun reverbera.
(…)
Pero las revoluciones no se hacen en las cárceles, si bien es cierto que generalmente allí es donde se engendran. Se necesita tanta acumulación de odio, tantos golpes de cimitarra y redobles de bofetadas, para al fin iniciar este interminable y ascendente proceso de derrumbe.
(…)
Las manos son lo mejor que indica el avance del tiempo.
Las manos, que antes de los veinte años empiezan a envejecer.
Las manos, que no se cansan de investigar ni darse por vencidas.
Las manos, que se alzan triunfantes y luego descienden derrotadas.
Las manos, que tocan las transparencias de la tierra.
Que se posan tímidas y breves.
Que no saben y presienten que no saben.
Que indican el límite del sueño.
Que planean la dimensión del futuro.
Estas manos, que conozco y sin embargo me confunden.
Estas manos, que me dijeron una vez: -tienta y escapa-.
Estas manos, que ya vuelven presurosas a la infancia.
Estas manos, que no se cansan de abofetear a las tinieblas.
Estas manos, que solamente han palpado cosas reales.
Estas manos, que ya casi no puedo dominar.
Estas manos, que la vejez ha vuelto de colores.
Estas manos, que marcan los límites del tiempo.
Que se levantan y de nuevo buscan el sitio.
Que señalan y quedan temblorosas.
Que saben que hay música aun entre sus dedos.
Estas manos, que ayudan ahora a sujetarse.
Estas manos, que se alargan y tocan el encuentro.
Estas manos, que me piden, cansadas, que ya muera. "
Sonetos
desde el Infierno
Todo lo que pudo ser, aunque haya sido,
jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.
Otro sentido, nunca presentido,
cubre hasta el deseo realizado;
de modo que el placer aun disfrutado
jamás podrá igualar al inventado.
Cuando tu sueño se haya realizado
(difícil, muy difícil cometido)
no habrá la sensación de haber triunfado,
más bien queda en el cerebro fatigado
la oscura intuición de haber vivido
bajo perenne estafa sometido.
(La Habana, 1972)
Autoepitafio de Reinaldo Arenas
Mal poeta enamorado de la luna,
no tuvo más fortuna que el espanto;
y fue suficiente pues como no era un santo
sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
que toda gran ambición es gran demencia
y que el más sordido horror tiene su
encanto.
Vivió para vivir que es ver la muerte
como algo cotidiano a la que apostamos
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
-precisamente porque nos marchamos-.
Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltí cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
ni un túmulo de arena donde reposase el
esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al
mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún
adolescente.
Antes que anochezca
Por Jorge Edwards
Edwards,
quien vivió de cerca el Caso Padilla y la persecución a Arenas, como narra en Persona
non grata, hace en este ensayo una valoración no sólo de la película de Julian
Schnabel basada en las memorias de Reinaldo Arenas, sino también del sistema
político responsable de esa tragedia vital.
Convivio
Acaba
de estrenarse en Chile Antes que anochezca, la película dirigida por Julian
Schnabel, actuada en el papel principal por Javier Bardem y que se basa en las
memorias de Reinaldo Arenas. Mucha gente, sobre todo entre los jóvenes,
conocerá esta historia por primera vez a través de la película. Algunos,
supongo que una minoría muy pequeña, tendrán la curiosidad de buscar los libros
y de conocer a Reinaldo Arenas en su literatura, esto es, en su verdad última,
la que determinó su vida y su destino. El caso es uno de los más negros en su
género del siglo XX y no me parece mal que sea resucitado a través del cine. La
Revolución Cubana, por razones que no son fáciles de explicar, todavía mantiene
parte de su prestigio: más allá de eso, de lo que podríamos llamar su magia.
Pero no se puede juzgar una situación y desconocer sus aspectos marginales,
extremos. Sería, en las antípodas, como juzgar los resultados económicos del
pinochetismo sin tomar en cuenta su terrible costo social y humano. Las
revoluciones, claro está, siempre serán juzgadas con mayor benevolencia que las
contrarrevoluciones. Hay razones sólidas para que esto sea así. En las
revoluciones el horror puede coexistir con la grandeza. Recomiendo, a este
respecto, la lectura de un ensayo reciente de Claudio Magris, texto basado en
el año 93 de la Revolución Francesa y en la novela de Victor Hugo acerca de
dicho periodo.
La vida entera de Reinaldo Arenas, ejemplo
perfecto de víctima de la represión revolucionaria, terminó por convertirse en
una advertencia, un acta de acusación, además de un símbolo. ¿Tenemos que
insistir en este símbolo, pese a la relativa justificación de una política
defensiva y de una razón de Estado rigurosa representada por el bloqueo
norteamericano? ¿Podría una visión humanista de un asunto tan complejo
autorizar el olvido del caso de Reinaldo Arenas, o nos encontraríamos frente a
una injusticia duplicada y a un asesinato de la memoria? El Lezama Lima de la
película, caricatura bastante pobre del personaje real, dice sin embargo algo
importante. Le advierte al joven Reinaldo que ninguna dictadura es capaz de
tolerar a un verdadero artista, a un hombre entregado al culto de la belleza y
no a la pura acción revolucionaria. En la película, Lezama, el gran autor de
Paradiso, enfocado en su caserón oscuro de la calle de Trocadero, en La Habana
vieja, parece un escritor del Readers Digest, pero su frase sobre la belleza y
la gente del poder rescata la escena y le da sentido a toda la película. En apariencia, el drama de Arenas se debió
a su declarada homosexualidad, pero hay homosexuales en Cuba y en todas partes
y no les ocurre nada tan grave y tan definitivo. Lo grave, como lo explica con
toda claridad el personaje en una entrevista del final, de la etapa de Nueva
York, es la conjunción de factores: ser cubano, ser escritor, ser homosexual y
ser anticastrista. Son elementos más que suficientes, declara el novelista
a través de la actuación de Javier Bardem, para no ser publicado en ninguna
parte. La declaración está tomada de una
entrevista auténtica que concedió Arenas cerca de su final. Podría responderse
que los hechos, el número de libros suyos publicados durante su vida y después
de su muerte, demuestran precisamente lo contrario. Pero ocurre que la obra
se salvó casi de milagro y gracias a la extraordinaria tenacidad y habilidad de
su creador. Buena parte de la película, y para mí una de las más interesantes,
es la narración del escritor acosado y que conseguía salvar sus manuscritos en
última instancia y con recursos increíbles. Hasta la habilidad con que
controlaba su cavidad rectal Bon Bon, uno de los residentes del patio de los
homosexuales en la cárcel habanera del Morro, desempeña una función en este
proceso secreto y lleno de riesgos mortales. Escribir, proteger lo que se
escribe, sacarlo de la isla de contrabando, pasan a ser una ocupación de todas
las horas del día y de todos los días del año. Son, como se demuestra en la película, el delito contrarrevolucionario
por excelencia. Sacar los primeros capítulos de Antes que anochezca, el libro
que narra la historia que estamos viendo en la pantalla, de la cárcel del Morro
provoca la reclusión del narrador en una celda de castigo. Un par de días
después de ver la película, me tocó escuchar poemas de apología de estas
revoluciones, en medio de ovaciones juveniles y no tan juveniles, y me quedé
pensativo. Celebrábamos la grandeza, cada día más erosionada, y el horror, en
un pase no de manos pero sí de palabras, resultaba escamoteado.
Reinaldo Arenas fue siempre un narrador
del yo y de la memoria. Perteneció a esa categoría propia de la literatura
moderna, que comienza con Montaigne y sigue con Jean-Jacques Rousseau y tantos
otros. Escribía ficción a la manera de las memorias y su memorialismo, a la
vez, estaba teñido de elementos poéticos, ficticios. De hecho, las primeras
páginas de Celestino antes del alba, el libro publicado en La Habana en 1967,
cuando el autor sólo tenía 23 o 24 años, son muy parecidas a las memorias
póstumas de Antes que anochezca: el mismo ambiente campesino, la misma
exaltación de la naturaleza y de la fiesta cubana, los mismos personajes. Era
un autor que se repetía con variaciones y con una visión poética siempre
fresca, punzante, alegre, a pesar de sus insólitas peripecias y desgracias. El
personaje real, el de la literatura, era, me parece, más afirmativo, más enérgico,
menos monótono en el desastre, que el de la película de Schnabel. Por eso pudo
sobrevivir y seguir escribiendo hasta el final. Ese título, referencia a una
víspera prolongada y siempre postergada, es una definición perfecta. Toda la
obra de Arenas fue un largo viaje hacia la noche, para aludir al título de otro
maldito moderno, Céline, y fue un viaje, a pesar de todo, divertido, exaltado,
gozoso, con algunos paréntesis de horror absoluto que no conseguían destruir al
escritor y al ser humano.
Estuve en alguna tertulia de escritores
cubanos cerca de Reinaldo Arenas, durante mi primer viaje a La Habana de 1968.
No lo recuerdo bien en aquellos días, pero conservo una larga y afectuosa
dedicatoria en mi ejemplar de Celestino. Estaba invitado para participar en el
jurado del premio de cuento de Casa de las Américas y me había encontrado con
un manuscrito revelador e inconveniente: un conjunto de relatos sobre las UMAP.
La sigla correspondía a Unidades Militares de Ayuda a la Producción, eufemismo
para designar campos de concentración destinados a homosexuales, drogadictos y
otras "lacras sociales". Mis compañeros de jurado preferían no
referirse al manuscrito, pero había una sensación flotante de incomodidad. Los
textos no estaban demasiado bien escritos y eso impidió que fueran considerados
en forma seria para el premio, cosa que habría constituido un escándalo
político mayor. El manuscrito premiado, en cambio, Condenados de Condado, sí
creó problemas delicados. Su autor, José Norberto Fuentes, consiguió salir al
exilio hace pocos años y publicó uno de los libros más críticos del castrismo:
Dulces guerrilleros cubanos.
Reinaldo Arenas ya estaba bajo la mira
policial ese año de mi viaje, pero se convirtió en un marginado completo
después del encarcelamiento y de la escandalosa sesión pública de autocrítica
del poeta Heberto Padilla, sucesos ocurridos en marzo y abril de 1971. El
episodio de Padilla fue una manera drástica, de neto corte estalinista, de
poner en vereda a los intelectuales y artistas. Todas las revoluciones han pasado por esta etapa y han tenido que
asumir estos controles, me dijo, con palabras muy parecidas, el comandante
Fidel Castro en la víspera de mi salida de La Habana a Madrid. Aludía a una especie
de revolución cultural que de hecho se dio en Cuba, de un modo menos estridente
que en China, y una de cuyas víctimas principales fue justamente Reinaldo
Arenas. La película muestra escenas de corte de caña con el sistema
australiano, poniendo fuego primero a las plantaciones, realizadas por jóvenes
detenidos de las UMAP, pero no lo explica bien. Parecen imágenes deshilvanadas,
casi surrealistas. La realidad era más
complicada y más interesante. El proceso a Padilla, presentado en la película
con otro nombre, se produjo después del fracaso monumental de lo que habría
debido ser una zafra gigante. Quemar la caña antes de cortarla, como por lo
visto se hace o se hacía en Australia, fue uno de los experimentos destinados a
alcanzar una producción más alta. El trabajo gratuito de las "lacras
sociales" formaba parte de todo un plan estatal. Era un plan delirante,
pero las autoridades de los años iniciales, entre ellas Ernesto Che Guevara, lo
tomaron con la mayor seriedad durante algún tiempo.
Arenas fue estrechamente vigilado,
provocado por la policía secreta y acusado de corrupción de menores. Pasó a
vivir largo tiempo en forma clandestina, escondido en un parque cercano a La
Habana, el Parque Lenin. Personas piadosas le llevaban algo de comer y ayudaban
a mantenerlo en su escondite. Pero nunca faltaban los personajes de la
Seguridad del Estado infiltrados en las cercanías. Al final fue detenido y encerrado en la prisión del Morro.
Cualquier conocedor de la literatura contemporánea ha leído muchas historias de
cárceles, de campos de trabajo forzado, de mazmorras de todo orden y bajo
regímenes de los signos ideológicos más diversos. Por desgracia para nosotros
hay más de algún relato chileno para agregar a esta antología del horror en el
siglo XX. En los sistemas plenamente totalitarios, la estólida buena conciencia
de los carceleros hace que la pérdida de libertad sea todavía peor. En la
película, los episodios de cárcel son brillantes, de gran riqueza de imágenes,
pero no tienen la secuencia lenta, rítmica, terrible de los capítulos
correspondientes en las memorias. La cámara de Schnabel es virtuosa y la
actuación de Javier Bardem alcanza niveles notables. Pero la graduación del horror llega a la maestría en el libro. Los
capítulos titulados escuetamente "La prisión", "Villa
Marista" y "Otra vez el Morro" pertenecen a las páginas más
negras y estremecedoras de cualquier literatura. En comparación, las
cárceles francesas de un Jean Genet parecen hoteles de cinco estrellas. Sólo
algunos episodios de La confesión, el libro del checo Artur London, comunista
caído en desgracia, o algunas páginas de Nadejda Mandelstam o de Solyenitzin,
alcanzan una dimensión parecida en lo siniestro. Pero lo peor en el caso de
Reinaldo Arenas era el escenario: una cárcel tropical llena de bicharracos, en
compañía de asesinos peligrosos, bajo el calor aplastante, sin forma ninguna de
juicio, con esperanzas remotas.
Reinaldo Arenas consiguió salir de Cuba
por el puerto de Mariel, junto con miles de cubanos expulsados por el régimen y
que pertenecían a los estratos más bajos de la sociedad. Tuvo que alterar su
nombre en los papeles para que no lo detuvieran antes de salir. Vivió en Nueva York de trabajos literarios
menores y de la publicación de sus libros. En Francia y en los países de habla
española era un escritor de culto, admirado por sus colegas y seguido por una
minoría creciente. Su obra narrativa se encuentra en la huella de Lezama Lima,
de Virgilio Piñera, de Guillermo Cabrera Infante. Es una reiterada
autobiografía con elementos poéticos y con huidas frecuentes hacia la poesía en
verso o hacia la fantasía pura; un tema con variaciones estructurado alrededor
de algunas imágenes persistentes: la del pozo, por ejemplo, o la del abuelo
autoritario, o la del desfile. Todo comienza con una fiesta cubana, un carnaval
político, erótico, de la naturaleza desbordada, y termina en la oscuridad. Es
una metáfora de la historia y un notable invento verbal. Al cabo de algunos
años en Nueva York, Reinaldo Arenas supo que había contraído el sida y optó por
suicidarse. Las escenas son quizás las mejores de la película, por lo menos en
lo que se refiere a la actuación de Javier Bardem, quien llega en ellas a un
nivel de maestría superior.
Las últimas noticias que tuve de Reinaldo
Arenas me llegaron hacia fines de la década de los ochenta, en vísperas de su
suicidio. Él y su amigo Jorge Camacho, pintor cubano radicado en París, estaban
entusiasmados con la idea de exigirle a Fidel Castro un plebiscito parecido al
de Pinochet en Chile. Me pidieron, uno desde París y el otro desde Nueva York,
que firmara una carta de petición junto con otros escritores y artistas.
Conozco el castrismo y conozco a Fidel Castro y no me hice, naturalmente, la
menor ilusión. Pero comprendí que Reinaldo Arenas actuaba animado por el
instinto de vida, por un deseo de libertad que todavía no lo abandonaba. Firmé,
pues, a pesar de todo, contra toda esperanza, antes de que la noche de Reinaldo
Arenas cayera y con la extraña sensación de que aquella oscuridad nos tocaba a
todos. -
De:
http://www.letraslibres.com/revista/convivio/antes-que-anochezca.
La claraboya del Morro
RAFAEL ROJAS | Ciudad de
México | 27 Feb 2013
La
primera escena de la literatura carcelaria cubana que viene a la mente es la de
Reinaldo Arenas, en el castillo del Morro, aferrado a su ejemplar de La Ilíada,
por miedo a que algún preso se la robe para torcer cigarrillos, y escribiendo
cartas de amor a los criminales que lo rodean. Arenas narró su experiencia en
la cárcel, en 1974, en un puñado de páginas estremecedoras de su autobiografía
Antes que anochezca (1992), llevada al cine por Julian Schnabel. Por
escalofriante que pueda resultar ese testimonio, no es excepcional en la
literatura cubana.
Cuba
posee una eminente y sombría tradición de literatura carcelaria. El presidio,
lo mismo que el exilio y el suicidio, ha sido una constante en la historia
insular. La sucesión de regímenes no democráticos, en los dos últimos siglos,
puso tras las rejas a numerosos escritores. Poetas del siglo XIX, como Gabriel
de la Concepción Valdés (Plácido) y Juan Clemente Zenea, o del XX, como Rubén
Martínez Villena, Juan Marinello, Heberto Padilla y Raúl Rivero, además de
narradores de ambas centurias, como Ramón de Palma, Cirilo Villaverde, Alejo
Carpentier o Carlos Montenegro, pisaron en algún momento las cárceles de la
Isla.
Cárceles
que fueron, hasta fines del siglo XX, fortalezas coloniales como El Morro, El
Príncipe y La Cabaña. La modernización del sistema penitenciario cubano ha sido
lenta e inconclusa. Se inició durante el periodo republicano —el célebre
panóptico del Presidio Modelo, en la Isla de Pinos, fue inaugurado en 1926— y
se reformó en los años 70 y 80, bajo la hegemonía soviética. Todavía en los últimos
años del siglo XX, algún que otro castillo, construido en la época de la
dominación española para proteger las ciudades de piratas y corsarios, servía
para confinar criminales cubanos.
El
escritor Rafael Saumell, preso en la Isla y luego exiliado en Estados Unidos,
ha reconstruido la historia de esa literatura cautiva en su reciente libro La
cárcel letrada. Saumell inicia esta historia con el caso del poeta esclavo del
siglo XIX, Juan Francisco Manzano, quien aunque fue siervo doméstico soportó
encierros de castigo y torturas terribles, como el cepo, que narró en su
Autobiografía. Luego se detiene en dos de las grandes memorias sobre la vida en
cárceles cubanas, El presidio político en Cuba (1871) de José Martí y Presidio
Modelo (1935) de Pablo de la Torriente Brau.
Con
frecuencia se identifican estos dos textos, en una genealogía inverosímil, dada
la diferencia sustancial entre ambos. Martí grita desde el dolor y la
invocación de Dios y Dante, su denuncia contra la España autoritaria y
colonial, que encarcela niños de 12 años como Lino Figueredo. De la Torriente,
en cambio, dejó escrito en 1935, antes de su viaje de Nueva York a la España
republicana, donde moriría al año siguiente, uma de las narraciones más
estremecedoras de la literatura cubana. Martí y De la Torriente, como observa
Ana Cairo, hablan de sistemas penitenciarios distintos —el colonial y el
republicano—, con prosas también distintas: la romántica y la vanguardista.
Mezcla
de ficción real, reportaje periodístico e investigación histórica, Presidio
Modelo es un moderno ejercicio de prosa, que trastoca los géneros literarios.
Todas las modalidades del infortunio de la vida en la cárcel, sus arquetipos y
estrategias, sus terrores y sociabilidades están descritos ahí, con la frialdad
de la estadística. De la Torriente produjo el inventario exhaustivo de
personajes y técnicas de reclusión en aquella penitenciaría de la Isla de
Pinos: los carceleros ("El Comandola", "El Capitán
Castells"…), los presos ("El Ruso", "El Jorobado",
"El Madrileño", "Cristalito"…), el castigo dentro del
castigo (la incomunicación, el aislamiento, las torturas, el trabajo forzado).
Presidio
Modelo explora la conjunción siniestra del dato y la fantasía dentro de la
cárcel. De la Torriente contó los muertos en el reclusorio, durante la
dictadura de Gerardo Machado: si en 1925 habían muerto unos 12, entre 1930 y
1933 morían más de 100 al año. Pero además, el escritor le puso nombre e
imaginación a cada muerto y a cada preso: reprodujo las décimas que dedicaban a
sus carceleros, las maneras de sentir el tiempo, el aprendizaje de la filosofía
penal del régimen. Aquella radiografía del mundo carcelario cubano, hecha por
Pablo de la Torriente Brau en 1935, se reeditó tres años después en la gran
novela del escritor gallego-cubano, Carlos Montenegro, Hombres sin mujer
(1938).
En
este relato, basado en la prisión de Montenegro en El Príncipe, reaparecían,
bajo otros nombres, todos los personajes y suplicios descritos en Presidio
Modelo. El "reclusorio nacional" de El Príncipe era un microcosmos de
la sociedad cubana, despojado de naturaleza o paisaje. Los hombres y sus almas,
desnudos, sin las mediaciones de la vida urbana, se colocaban frente a frente.
Candela, La Morita, Pascacio, Cayohueso eran las personificaciones de sujetos
populares, cuyos usos y costumbres se afianzaban en cautiverio.
El
universo carcelario, descrito por De la Torriente y Montenegro, es radicalmente
popular: no admite distinción de clases entre presos o entre guardias. Nada
tiene que ver ese universo, como observa Saumell, con el presidio de élite que
vivieron el joven abogado Fidel Castro y los asaltantes al cuartel Moncada, en
el año y medio, entre 1953 y 1955, que fueron recluidos en el mismo Presidio
Modelo, bajo la dictadura de Fulgencio Batista. Castro fue el preso político o
letrado por antonomasia, tratado desde el proceso judicial, en el que se le
respetó el derecho a autodefenderse, con todas las distinciones de su rango
social y profesional.
La
pérdida de fronteras entre el preso común y el preso político es distintiva de
la literatura carcelaria cubana. Desde El presidio político en Cuba de Martí,
los opositores cubanos encarcelados pierden, junto con su libertad, su lugar en
la esfera pública. A excepción de Castro y otros presos políticos del periodo
republicano, que llegaron a dar conferencias de prensa desde la cárcel, los
intelectuales y políticos recluidos se confundieron dentro de la masa
carcelaria. Esta es una de las señas de identidad de la copiosa literatura de
presidio producida en el último medio siglo, bajo el sistema socialista cubano.
Perromundo
(1972), la novela autobiográfica de Carlos Alberto Montaner, Donde estoy no hay
luz y está enrejado(1970) y Veinte años y cuarenta días (1984) de Jorge Valls,
Diary of a Survivor. Nineteen Years in a Cuban Women’s Prison (1995) de Ana
Lázara Rodríguez o Cómo llegó la noche (2002) de Huber Matos son solo algunos
de las decenas de testimonios de la reclusión de opositores en Cuba. Una escena
recurrente, en estos relatos, es la resistencia del preso político a ser
tratado como preso común, manifestada en el gesto de "los plantados",
aquellos reclusos que prefieren vivir desnudos antes que vestir el uniforme que
le imponen sus carceleros.
En
la última de las grandes redadas de opositores cubanos, todos pacíficos, de la
primavera de 2003, fueron arrestados y condenados varios escritores y
periodistas independientes como Manuel Vázquez Portal, Regis Iglesias, Ricardo
González Alfonso y Raúl Rivero. Hoy, los cuatro están libres, en el exilio, pero
ahora mismo, en La Habana, está siendo condenado a cinco años de privación de
libertad, por un delito "común", el narrador Ángel Santiesteban,
autor del blog Los hijos que nadie quiso. El caso de Santiesteban viene a
reeditar, en pleno siglo XXI, la pesadilla cubana de la crítica pública como
acto vandálico.
La
imagen de Reinaldo Arenas acurrucado contra la claraboya de El Morro, el
castillo donde también estuvo preso su admirado Fray Servando Teresa de Mier,
protagonista de la novela El mundo alucinante, resume la maldición de Cuba como
país de escritores presos, de poetas en cautiverio. La claraboya es esa hendija
de luz por la que ellos han podido, alguna vez, mirar al cielo. Pero es
también, y ante todo, la grieta en las paredes del castillo por la que los
libres nos asomamos a ese mundo de "bóvedas oscuras", a ese
"cementerio de sombras vivas", de que hablaba José Martí.
Rafael
E. Saumell, La cárcel letrada. Narrativa cubana carcelaria (Betania, Madrid,
2013)
Este
texto apareció en la edición mexicana de Letras Libres. Se reproduce con
autorización del autor.
De: Diario de Cuba
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Castillo del Morro - Prisión donde estuvo confinado Reinaldo Arenas. |
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