El arte es la red
fatal que atrapa el vuelo,
como grandes
mariposas misteriosas,
de estos extraños
momentos que escapan a la inocencia
y a la distracción
de los hombres comunes
Giorgio de Chirico
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Grecia: 10 de julio de 1888 |
"Hebdómeros" (Fragmento)
...Hebdómeros
fue a acostarse y no despertó al día siguiente hasta muy tarde. Aun despierto
no podía decidirse a levantarse; entonces permaneció unas cuantas horas más en
su cama meditando y por fin se decidió a mirar qué hora era en el reloj que
siempre dejaba sobre una silla, junto a su cama; eran las cinco de la tarde. La
hora, pensó Hebdómeros, que en los doce meses del año corresponde a septiembre.
Entonces comprendió que hubiera sido lógico por su parte de cerrar, al concluir
ese mismo día, su ciclo metafísico. Prefería el orden y la lógica a la armonía;
desde el momento en que el azar (u otra cosa) le había llevado a consultar su
reloj justo en el minuto en que las agujas marcaban la hora correspondiente al
mes de septiembre, más valía aprovechar ese afortunado azar y no buscar, como
se suele decir, tres pies al gato. Comprendió que lo que esperaba, no era la
felicidad, tal como suponen en general los hombres; no se trataba en absoluto
de sentir ese frío en el estómago, esa sensación de malestar e inquietud, esa
imposibilidad de quedarse tranquilamente sentado en su sitio, ese afán de
locuacidad y expansión, ese deseo de contar, incluso al primero que llegara, el
acontecimiento que nos turba, esa especie de abandono y endeblez
inconmensurables, en fin, todos esos síntomas que se dejan notar cuando una
felicidad repentina nos sorprende en el monótono desarrollo de la vida.
Hebdómeros, igual que todo el mundo, había pasado por momentos similares, no
muy violentos, no hasta el punto de morirse de gozo, como el perro de Ulises, o
de volverse loco, como el pintor Frank Shysko, que sufrió un ataque de demencia
el día que supo que había ganado un millón en una lotería, pero, de todos
modos, bastante importante y significativos. No obstante sintió, y rara vez le
engañaba el sentimiento, sintió que, esta vez, no se trataba tanto de felicidad
como de seguridad; le iba a invadir un sentimiento de seguridad y se dispuso a
recibirlo dignamente, con recogimiento, de la misma manera que el creyente se
dispone a recibir en su bajo forma de hostia o de lo que sea, al Dios en quien
cree. Hebdómeros abrió la ventana de su habitación pero evitó respirar a fondo
el aire de fuera, y tampoco quiso poner cara de preso liberado, de enfermo que
se siente mejor, etc...; además, no tenía motivo para hacerlo, y la naturaleza,
o mejor dicho los propios elementos le ayudaron a evitar esas actitudes
comprometedoras para un hombre serio como él, de modo que, con relación a las
actitudes, podía jactarse a medias de ser un pícaro en el sentido metafísico de
la palabra. En efecto, el aire de fuera no era ni más puro, ni más fresco, que
el aire de su habitación; eso no significaba que aquel aire de fuera se le
parecía totalmente, como una gota de agua se parece a otra gota de agua, su
hermana. Ni una racha; un equilibrio absoluto; en ese sitio, las casas de la
ciudad aparecían diseminadas aunque bastantes cercanas unas de otras; era día
semifestivo y en cada persona se habían introducido las esperanzas de un
semidios. Ahora había varios semidioses vestidos como todo el mundo, paseándose
por las aceras y esperando en los cruces de las calles a que pasaran los
coches. Si la quinta hora de la tarde es la que se encuentra entre el atardecer
y la segunda parte del día, el mes de septiembre es el que se encuentra entre
dos estaciones: verano y otoño. Eso corresponde, en un enfermo, al momento que
precede a la convalecencia y que, naturalmente, es al mismo tiempo el que marca
el final de la enfermedad propiamente dicho. En efecto, el verano, es la
enfermedad, es la fiebre y el delirio y los sudores externos, los tedios sin
fin. El otoño es la convalecencia antes de que empiece la vida (el invierno).
-Sí
-pensaba Hebdómeros-, es algo que parece extraño, algo que me obliga a discutir
con mis semejantes. A riesgo de pasar por un desequilibrado y de sentir luego a
mis espaldas las burlas de los lógicos , de los que creen poseer las claves de
las causas y los efectos, y la tabla de valores para cada cosa en este bajo
mundo. Y sin embargo, estoy seguro de que la cosa no va así; esas malas
costumbres, esos falso movimientos que la humanidad, de su infancia acostumbra
a hacer, es lo que ha falseado el camino de la verdad o lo que, mejor dicho,
ocultándolo, rodeándolo de niebla y vaho, lo empaño, le confirió el color de
los objetos que lo circundan en la tierra, de modo que se confunde con el
ambiente hasta el punto de que el hombre distraído pasa por su lado sin
reconocerlo, junto a la codorniz inmóvil sin advertir su presencia porque el
color de su plumaje se confunde con el del terreno en que se halla.
Hebdómeros, esta vez, sabía al menos a qué
atenerse y pensaba con razón que si, en otras ocasiones, había temido la
felicidad y, ante su constante amenaza, había, en señal de exorcismo, rotó unos
cántaros, esta vez sus temores eran absolutamente inadecuados y completamente
injustificados; no le gustaba hacer cosas inútiles a menos que no se tratara de
lo que él llamaba la inutilidad necesaria , aunque en este caso ya no se
hubiera tratado de una inutilidad. Sus teorías sobre la vida variaban según su
bagaje de experiencias,. ¿Qué conclusión podía sacar, en tal caso, sino que el
secreto de la felicidad, ese inestimable secreto que la mayoría de filósofos se
agotan en buscar teóricamente y que la inmensa mayoría de hombres se esfuerza
prácticamente en descubrir, consistiría en no admirar nada, en no amar ninguna
cosa? ¿Escepticismo, entonces? No, pues lo que sus adversarios, en momentos
particularmente delicados o graves, estaban dispuestos a creer, solo era cierto
a medias, ¡y aún! Que se jactara, no cabe duda, pero ¿acaso jactarse no suele
ser algo necesario y hasta indispensable? ¿Y no es mejor jactarse, aun a riesgo
de irritar a nuestros contemporáneos, que hacer como aquel célebre cortesano
cuya memoria al final se resintió de manera enojosa por la práctica demasiado
prolongada de su profesión de cortesano? Lo que sí era seguro, demostrado por
Hebdómeros cada vez que se presentaba la ocasión, es que era infinitamente
menos riguroso en la aplicación de su regla de conducta cuando se trataba de su
propia personalidad. De hecho, hubiese sido algo verdaderamente muy original
declararse superior a los demás sin serlo primero con respecto a sí mismo. De
todos modos y a pesar de ese gran deseo de justicia que siempre había
predominado en cada uno de sus actos, no envidiaba para nada a los que lograban
jugar ese doble juego. Más bien hubiese intentado decir que los enemigos son
necesarios. Sin ellos, la existencia amenazaría con volverse bastante insípida
y de una monotonía exasperante; pensaba que los enemigos tienen su función
importante en la organización de la vida social y en las manifestaciones de la
vida humana, similares en eso a ciertos animales más o menos desagradables, a
menudo incluso bastante repugnantes, y cuya utilidad no se manifestaba al
primer instante, aunque sin embargo tienen un sitio destinado con toda justicia
en el plan de la creación. Y además, ¿cabe concebir así a sangre fría una
existencia en donde no hubiera elección más que entre no admirar nada, no
ilusionarse incluso por nada, o guardar celosamente para sí las ilusiones y
admiraciones propias? Eso explica que Hebdómeros dejara de seguir defendiendo
ante sus contemporáneos, sin hacer excepción de sus amigos más próximos ni
siquiera de sus más fervientes admiradores, las circunstancias atenuantes, y no
se esforzó en buscar otros rodeos para reivindicar el derecho a elogiar. Por
otra parte esperaba, y eso durante mucho tiempo y hasta en épocas de transición
que le permitieron abrir nuevas puertas a los espectáculos más inesperados, que
los que le siguieran no le acusaran por usar, con una discreción conciente, en
la presentación de lo que él llamaba modestamente sus Maravillas , un lenguaje
que, en cualquier otra ocasión, le hubiese valido, no sólo los sarcasmos de la
muchedumbre, que con mucha frecuencia son necesarios para las mentes de gran
envergadura, sino también los sarcasmos de la élite, de esa misma élite a la
que con razón se jactaba de pertenecer, pero de la cual muy a pesar suyo estaba
obligado a renegar, como el profeta renegado de su madre. Eso sucedía cada vez
que una creación de índole especial le forzaba a aislarse completamente y a
situarse más allá del bien y del mal, aunque sobre todo del bien. Tarea por lo
demás de las menos fáciles.
Lo que decía, lo
que hacía, estaba dicho y hecho con objeto de fascinar muy naturalmente a los
más diversos gustos. Poseía más que suficiente para complacer a los niños, a
los niños de verdad que suelen ser jueces temibles, y que también suelen tener
voz para complacer a los aficionados y coleccionistas de cromos e incluso y
sobre todo a esos niños mayores y falsos que son los artistas. ¡Ah! Es que el
arte de ver y de decir lo que se ha visto, anterior como todos saben a la
invención de la poesía propiamente dicha, había recorrido orgullosas distancias
desde sus primeras tentativas. Y a pesar de eso (y eso era una de las cosas que
mas le entristecían) siempre había gente dispuesta a reprocharle que
sobrepasara el marco que parecía haberle asignado su propia naturaleza, gente
que se extrañaba ante las hazañas realizadas y ante el sinfín de dificultades
vencidas. Por todo ello había adquirido una situación privilegiada de donde en
vano procuraba desalojarle sus antagonistas. Sus cualidades particulares y el
talento que iba perfeccionado sin cesar, le preservaban a bueno seguro de las
vicisitudes de la moda. El sistema que utilizaban tenía unas ventajas ciertas e
innegables. Era particularmente rápido y respetaba con rigurosa fidelidad el
carácter , y hasta lo que en general es más difícil, el color de la inspiración
original. Original y no original; Hebdómeros desconfiaba de la originalidad
tanto como de la fantasía:
- No conviene excederse en galopar a lomos de
la fantasía..., lo que conviene es descubrir, pues, descubriendo, hacemos
posible la vida en el sentido de que la reconciliamos con su madre la
Eternidad; descubriendo pagamos nuestro tributo a ese minotauro que los hombres
llaman el Tiempo y que representan bajo el aspecto de un anciano alto y enjuto,
sentado con expresión absorta entre una guadaña y una clepsidra.
Una vez más, Hebdómeros se sintió amarrado a
las encrucijadas, mientras el suave chapotear del agua chocaba con los bloques
del muelle. Entonces le asaltaron la elocuencia y una especie de nueva
inspiración romántica, y, dirigiéndose a los amigos que le acompañaban, habló
así:
-Nada puede sustituir esta inefable dulzura,
resultado de veinte años de experiencias y constantes esfuerzos, ni nada
tampoco puede superar en poder evocador esa divina serenata en la que se
mezclan nuestra propia ignorancia, el gozo misterioso, el temblor o mejor dicho
los latidos del corazón a la luz de la luna, mientras los rítmicos acordes de
las guitarras caen una y otras vez como el agua que cae en el agua. De nuestras
disposiciones, de nuestras debilidades, de las inconmensurables tensiones en
que el arte que, al fin y al cabo, no es más que una invención de los hombres, nos había sumido desde la
pubertad, los recuerdos, atenuados por el velo de los años, pasan con un aleteo
silencioso. Fuente fecunda de fracasos y decepciones, para luchar contra tu
ignorancia, oh poeta, sigue los sabios consejos de tu musa; ahí la tienes,
apoyada pensativa en ese fuste de columna por donde se desliza el lagarto y
trepa la hiedra...¡Oh flores de ternuras! ¡Tesoros! ¡Lamentos! ¿Estancias
infinitas a las estrellas! ¡Aleteos! ¡Albadas de los segadores! ¡Encantadores
interludios! ¡Ofrendas! ¡Fiestas de los benditos caseríos bajo el cielo azul!
¡Oh Pastorales! ¡Oh hojas que caen! ¡Escucha la lenta confesión del viejo
violoncelo, oh corazón que nunca cambiaste! ¡Acuérdate del beso de Eunice! ¡Acuérdate
del adiós de las rosas! ¡Escucha la canción del nido por el camino en flor! ¿Oh
sinfonía inacabada en esos eternos voglio amarti! ¡Cantos sin palabras
quedamente murmurados! ¡Tristes ensueños! ¡Rememoraciones! ¡Recuerdos! ¡Oh
noche estrellada! ¡Juanita! ¡Juanita! ¡Canta el agua y canta aún bajo los
floridos parques de los hogares polacos! ¡Olas del Ródano y olas del Rin!
¡Tristeza de las geografías, a ratos grises, a ratos verdes, pero siempre
azules cuando se abren los lagos y se extienden los vastos mares! ¡Las falenas
de la noche quemaron sus alas en las lámparas de acetileno! ¡Las hojas del
otoño, húmedas de lluvia, cayeron girando sobre la podrida madera de los
balcones de nuestras villas! ¿Qué dicen tus ojos? ¿Siempre o jamas! ¿Abrid de
par en par las cancelas de vuestros jardines, amigos de corazón oprimido! Os
secundaremos en vuestras tareas; estudiaremos con vosotros, fraternamente,
amistosamente, cordialmente todas las propuestas que querías hacernos.
No obstante, había que volverse a casa. Así lo
comprendió Hebdómeros y una gran tristeza le invadió el corazón. Las
transfirmaciones fatales reflejaban al infinito las más locas esperanzas y las
decisiones jerárquicas se instalaban triunfales, impresas en caracteres negros
y solemnes sobre la blancura del papel. Los propios generales, los altos
funcionarios y los altos dignatarios de rictus obsceno bajo sus grasientos
bigotes, se inclinaban con la falsedad de una humillación protocolaria que no
tenía más objetivo que salvar las apariencias, apariencias por lo demás
dudosas, de las que fácilmente hubieran podido prescindir. Hebdómeros conocía
el resto. Conocía tan bien esas tardes interminables en el cuarto de las cartas
geográficas (lado jardín). Sin, después de comer se retiraban ahí a descansar,
digamos, pues hacía calor, un calor implacable desde las primeras horas del
día. Pero una vez ahí dentro, ¿dónde estaba el descanso? Sí, ¿dónde se había
metido, ese dios tan dulce, hermano del sueño? Nostalgias, nostalgias sin fin,
manos tendiéndose en la punta de los brazos fuera de las ventanas cuyas blancas
cortinas con diseños de extrema trivialidad, se agitaban, un poco bajo el soplo
intermitente de una cálida brisa procedente de los campos, de esos campos que
se extendían alternando, todos iguales, salvo muy leves variaciones de color
que no contaban apenas en la monótona sinfonía de los grises, grises verdosos,
ocres grises, verdes, ocre, etc...Y encima, ¿por qué había que pararse de
repente? Y renunciar a las oportunidades y posibilidades de una empresa por lo
demás muy costosa pero que prometía gozos y descansos inesperados e
inolvidables aunque no fuera una empresa para descansar de lleno , como decía
el propio Hebdómeros sonriendo irónico. Pero nadie da nada por nada; dar por
dar; en las puertas de las ciudades orientales, bajo la apabullante cúpula del
cielo rojizo, los traficantes disentéricos gesticulaban en torno a las
mercancías arrojadas entre el polvo caldeado y sobre las que moscas de trompas
tanatóforas, es decir portadoras de muerte, se obstinan con el minúsculo
zumbido de sus alitas iridiscentes, aleteando a toda velocidad.
-Sí -decía Hebdómeros- el comercio, el
tráfico, los negocios, los trueques, los especulaciones, las valoraciones, la
confianza, el crédito, los beneficios, los negocios que son los negocios, y
luego, al anochecer, muertos de cansancio y con las manos sucias por la vil
moneda, ¿qué recibimos por toda recompensa? Un puñado de dátiles podridos y un
trago de agua tibia y emporcada por los pájaros del cielo, bebida en una
escudilla que apesta a madera mojada...¡Pero la gran recompensa, esta noche
eres tú, oh Cornelia! ¡Tú, pastora de piernas ceñidas por cintas y con manos de
madre! ¡Tú, sólida gacela, tu madrecita de los Gracos! Aunque, en las calles
sórdidas y oscuras, la plebe enfurecida lapidara a tu hijo, oh conmovedora y
desnuda como un borriquillo sin albarda, el que haya adivinado el fulgor de tu
mirada se arrojará sólo contra la multitud delirante, monómaco ante quien todo
retrocede, y te traerá en sus brazos a tu hijo, un hijo ensangrentado, pero a
salvo, tu hijo desmayado pero vivo, a fin de ver, después del milagro de tus
lágrimas, como se deslizan esas perlas primero despacio y luego más aprisa por
tus mejillas tan bellas, para caer en tus manos tan puras, ¡oh, Cornelia!
Volvió a camibar el
ambiente. Se había extendido el crepúsculo. Los sórdidos callejones, de donde
subía el hedor de las basuras en fermentación, se hallaba ya muy lejos; se
acabaron las matanzas. La madre de los Gracos había evolucionado, si es que
vale expresarse así...
Afligidos transeúntes, llevando sus niños de
la mano, regresaban a sus lares con esa vaga melancolía procurada por la
sensación de una dicha terminada, de una felicidad concluida. Hebdómeros abrió
de par en par su ventana al espectáculo de la vida, al escenario del mundo. Con
los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza alta, como un navegante erguido
en la proa del barco ante la aparición de una tierra desconocida, esperó. Pero
estaba obligado a esperar, pues de momento todo se limitaba al sueño, e incluso
al sueño en el sueño. En el horizonte, el cielo se encendía por los últimos
fulgores del crepúsculo. Varias humaderas, rectas como columnas, subían y
subían sin cesar...Hebdómeros se dio vuelta en el lecho...
- ¿Qué hora es? -y
siguió hablándose en voz alta- ¿Cuánto falta aún?...Pronto saldrá la luna y con
ella el viento y las estrellas...; las pulgas me devoran y la enteritis me
retuerce las entrañas. ¡Me he bebido las últimas de belladona y de beleño! ¿Qué
debo esperar? ¿En que he de seguir creyendo? Los dioses emigrados; las alegrías
juguetonas que se ocultaban detrás de los arbustos y desde ahí te mandan señas
para que te acerques, cosa que te guardarás muy mucho de hacer, pues con que de
dos pasos hacia ellas, ya se te ponen más lejos, muchos más lejos, por
desgracia...Los asesinos alejados de las ciudades; la paz y la justicia
reinando por doquier. ¡Y tú, a quien vislumbre antes de mi sueño diurno; tú,
visible para mí solo, tú cuya mirada me habla de inmortalidad!
...Desconfiando
como siempre se acercó con precaución, guardando una mano en el bolsillo del
pantalón y la otra libre, dispuesta a parar el golpe. Algunos destacamentos de
hoplitas pasaban por su lado con cierta expresión obstinada y taciturna. Subían
cohetes al cielo pero sin ruido; todo ruido había muerto. Todo lo que revista
una dureza en el mundo; las piedras de la tierra, los huesos de los hombres y
de los animales, todo parecía haber desparecido para siempre; una gran ola,
grasienta e irresistible, de infinita ternura, lo había sumergido todo y, en
medio de ese nuevo Océano, la nave de Hebdómeros flotaba inmóvil, con todas sus
velas flojas. Pero entonces, despacio, de manera enigmática, una nueva y
extraña confianza comenzó a renacer en su alma. Al principio tuvo miedo; hasta
tembló, como tiembla el anciano valetudinario en su sillón, sólo en el castillo
vacío, durante una noche de invierno, viendo que el pomo de la puerta se abre
lentamente, movido desde fuera por una mano misteriosa. Luego, de golpe, barridos
por un soplo irresistible, el miedo, la angustia, la duda, la nostalgia, el
descontento, las alertas, las desesperaciones, los cansancios, las
incertidumbres, las cobardías, las debilidades, los ascos, la desconfianza, el
odio, la ira, todo, todo despareció en una formidable vorágine, detrás de
aquellas tapias de ladrillo semiderruidas, a cuyo alrededor crecían zarzas y
ortigas como una enfermedad tenaz. Olas cuyas glaucas profundidades tenían en
su superficie bordados de espuma irrumpieron al revés e inmensos rebaños de
cábalas salvajes, de cascos duros como el acero, desparecieron en un
desenfrenado galope, en un alud de grupas rozándose, chocando, empujándose
hasta el infinito...
Y una vez más volvió el desierto y la noche.
Todo dormía de nuevo, inmóvil y silencioso. De golpe Hebdómeros vio que esa
mujer tenía los ojos de su padre; y comprendió.
La mujer habló de inmortalidad, en la noche
grande sin estrellas.
-...Oh Hebdómeros -dijo-, soy la
Inmortalidad. Los nombres poseen su género, o mejor dicho su sexo, como ya
dijiste una vez con mucha astucia, y los verbos por desgracia, se declinan.
¿Jamás pensaste en mi muerte? ¿Jamás pensaste en la muerte de mi muerte?
¿Alguna vez pensaste en mi vida ? Un día, oh hermano...
Pero ya no hablo más. Sentada en un fuste de
columna rota, la mujer le apoyó suavemente una mano en el hombro y, con la
otra, apretó la derecha del héroe. Hebdómeros, con el codo apoyado en el
vestigio y la barbilla en la mano, había dejado de pensar...Su pensamiento ante
la purísima brisa de la voz que acabada de oír, cedió lentamente y terminó
abandonándose del todo. Se abandono al oleaje acariciador de las palabras
inolvidables y, a través de ese oleaje, navegó hacia playas extrañas e ignotas.
Navegó bajo la tibieza de un sol que declina, sonriendo en su declive a las
soledades cerúleas...
Entretanto, entre
el cielo y la vasta extensión de los mares, islas verdes, islas maravillosas
fueron pasando despacio, como pasan los buques de una escuadra ante la nave
almirante, mientras largas teorías de aves sublimes, de inmaculada blancura,
volaron cantando.
Giorgio de Chirico
De: DDOOSS
'Hebdómeros', la novela sobre
el misterio de la vida cotidiana escrita por Giorgio hacia 1927;la dedicó a
«la sagrada memoria de mi hermano Alberto Savinio», fallecido en 1952.
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“El terrible vacío descubierto es
la misma insensata y tranquila belleza
de la materia”.
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