![]() |
y lo consiguen bastante. En este mundo
siempre hay uno que avasalla a otro.
|
El hijo de la lavandera
"Al hijo de la
lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre
cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino
de los lavaderos. los niños del administrador silbaba cuando pasaba, y se reían
mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se
parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de
abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada
y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la
lavandera un día le bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza
rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que
partírsela de una vez. y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra,
y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del
administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas."
![]() |
Ilustración de la propia Ana María Matute |
EL
NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO
Una
mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el
amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
-El
amigo se murió.
-Niño,
no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño
se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en
las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las
canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba,
y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande,
y el niño no quería entrar a cenar.
-Entra,
niño, que llega el frío -dijo la madre.
Pero, en
lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con
las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al
llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en
el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que
le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que
tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos
juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y
volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo:
«Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un
traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
Los chicos
Eran
cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban
quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta,
cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la
carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo
alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las
pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa.
Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos
escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.
Porque
nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil
formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con
los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos,
descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería,
de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma
entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como
salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar
relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del
prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos,
como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y
oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por
donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.
Los
chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los
presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus
madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas,
adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea,
donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .»
decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y
tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos,
porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los
penados.
El
hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y
robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa
de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba
Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran
respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos
adonde él quisiera.
El
primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube
de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en
busca de refugio.
-Sois
cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!
No
hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el
espíritu del mal.
-Bobadas
-nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de
admiración.
Al
día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos
del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta.
Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la
cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente
frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.)
Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.
Al
llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando
ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella
forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no
apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos
abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros
estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería
hacer.
Mi
hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le
imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran
culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los
chicos, y se le echó encima.
Con
la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la
carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las
rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era
mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus
brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le
aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua
aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y,
arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró
con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media
vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.
Sólo
de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis
hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda
pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.
Efrén
arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía
desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme
y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez,
el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y
grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el
jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco,
indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse
detenido. Como todas las voces.
Efrén
estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue
cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la
hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de
un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se
quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la
cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y
luego nosotros.
Parecía
mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más
altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas
separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal
parecía Efrén en aquel momento!
-¿No
tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los
colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...
Le
dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó.
Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la
mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos
miró.
-Vamos
-dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.
-¡Lárgate,
puerco! ¡Lárgate en seguida!
Efrén
se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le
seguíamos.
Mis
hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía
moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de
mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía
los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba
manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus
andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas,
que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el
sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza
dolorida.
El
chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le
arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su
espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no
sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño.
Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".
La rama seca
1
Apenas
tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega,
con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada
con llave, y le decían:
-Que
seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama
a doña Clementina.
Ella
decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día
sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña
Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la
otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un
huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco
tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los
ojos de su costura y la miraba.
-¿Qué
haces, niña?
La
niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro
mate.
-Juego
con "Pipa" -decía.
Doña
Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco,
fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las
ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día
hablando, al parecer, con alguien.
-¿Con
quién hablas, tú?
-Con
"Pipa".
Doña
Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y
por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico.
Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando
de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya
hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura,
también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la
miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer
Mediavilla se lo pidió:
-Doña
Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de
cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe
usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...
-Sí,
mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...
Luego,
poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá
arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
-Cuando
acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré
a faltar -se decía.
2
Un
día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".
-La
muñeca -explicó la niña.
-Enséñamela...
La
niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver
claramente.
-No
la veo, hija. Échamela...
La
niña vaciló.
-Pero
luego, ¿me la devolverá?
-Claro
está...
La
niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos,
se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta
en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y
miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos
impacientes y extendía las dos manos.
-¿Me
la echa, doña Clementina...?
Doña
Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la
ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la
oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato
asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde
aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente
con "Pipa".
-"Pipa",
no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un
palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo,
"Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está
ahora escondido en la montaña...
La
niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco
lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora
de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las
ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso.
Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
-Abre
la boca, "Pipa", que pareces tonta...
Doña
Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras.
Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía
de los pájaros y el rumor de la acequia.
3
Un
día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la
mujer Mediavilla:
-¿Y
la pequeña?
-Ay,
está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No
sabía nada...
Claro,
¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí
-continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la
leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted,
ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín
tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad,
Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura
o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba.
Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
La
casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en
la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones
apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
-¡Pascualín!
¡Pascualín!
Entró
en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un
ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún
árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en
la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de
hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
-Hola,
pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La
niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y
contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
-Sabe
usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me
devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía
llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo
extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió
de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la
espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas,
desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
-Pascualín
-dijo doña Clementina.
El
muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y
muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de
las orejas.
-Pascualín,
¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín
lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda!
¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio
media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al
día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio,
como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
-Que
me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
El
llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían
despacio hasta la manta.
-Yo
te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña
Clementina dijo a su marido, por la noche:
-Tendría
que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja
-respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A
las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó
en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado
"El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en
un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo
y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a
alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero
pagó de buena gana.
Anochecía
ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma,
notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa,
preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay,
usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo!
¡Quién iba a pensar...!
Cortó
sus exclamaciones.
-Venía
a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
Muda
de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay,
cuitada, y mira quién viene a verte...
La
niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado
en la pared, temblaba, amarilla.
-Mira
lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió
la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los
ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su
carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de
la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar
despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
-No
es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".
La
madre empezó a chillar:
-¡Habrase
visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña
Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido
retrasada...!
Doña
Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y
solitaria, y le tenían cierta compasión).
-No
importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió.
La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara
de una flor.
-¡Ay,
madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!
Al
día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió
en un retal. Subió a ver a la niña:
-Te
traigo a tu "Pipa".
La
niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza
subió a sus ojos oscuros.
-No
es "Pipa".
Día
a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin
ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don
Leoncio.
-Oye,
mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas
alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa
muchacha: se va a morir, de todos modos...
-¿Se
va a morir?
-Pues
claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra
cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
5
En
efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un
pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por
"Pipa" y su pequeña madre.
6
Fue
a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando
en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo
de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela
se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa"
entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del
sol.
-Verdaderamente-
se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene
esta muñeca!
“Antes de saber leer, los libros eran para mí
como bosques misteriosos... Después, cuando ya había aprendido a descifrar esos
signos misteriosos, la primera vez que leí la palabra «bosque» en un libro de
cuentos, supe que siempre me movería dentro de ese ámbito. Toda la vida de un
bosque - misterioso, atractivo, terrorífico, lejano y próximo, oscuro y
transparente - encontraba su lugar sobre el papel, en el arte combinatorio de
las palabras. Jamás había experimentado, ni volvería a experimentar en toda mi
vida, una realidad más cercana, más viva y que me revelara la existencia de
otras realidades tan vivas y tan cercanas como aquella que me reveló el bosque,
el real y el credo por las palabras... Escribir, para mí, ha sido una constante
voluntad de atravesar el espejo, de entrar en el bosque”.
Ana María Matute
No hay comentarios:
Publicar un comentario