19 de junio de 1947 Salman Rushdie |
I
EL ÁNGEL
GIBREEL
1
«Para
volver a nacer —cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos, dando
tumbos—
tienes
que haber muerto. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra,
tienes que haber volado.
¡Ta-taa! ¡Takachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo
conquistar el amor
de la adorada, alma cándida, sin un suspiro? Baba, si
quieres volver a nacer...» Amanecía apenas
un día de invierno, por el Año Nuevo poco más o menos, cuando dos hombres
vivos, reales y
completamente desarrollados, caían desde gran altura, veintinueve mil dos pies,
hacia el canal de la
Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo límpido.
«Yo
te digo que debes morir, te digo, te digo...», y así una vez y otra, bajo una
luna de
alabastro,
hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones!
—Las
palabras
pendían, cristalinas, en la noche blanca y helada—. En tus películas sólo
movías los labios porque
te doblaban, así que ahórrame ahora ese ruido infernal.»
Gibreel,
el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna, mientras cantaba su
espontáneo gazal,
nadando
en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas
en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, ora rampante,
ora yacente, oponiendo
la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola,
compañero, ¿eres
tú? ¡Qué alegría! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra
impecable que
caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los
brazos pegados a los
costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, hizo
la mueca propia
del enemigo de diminutivos. «¡Eh, paisano! —gritó Gibreel, provocando otra
mueca invertida—.
¡Es el mismo Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán
lo que se
les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del
cielo, muñeca. ¡Puummmmba!
Cras,
¿eh? ¡Qué entrada, Yyyaaa! Yo te digo... Flas.»
Llovidos
del cielo: un big bang seguido de catarata de estrellas. Un
principio de Universo,
un
eco en miniatura del nacimiento del tiempo... el jumbo Bostan,
vuelo
AI-420 de la Air India, estalló
sin previo aviso a gran altura sobre la grande, putrefacta, hermosa, nivea y
resplandeciente ciudad
de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Claro que Gibreel ya ha pronunciado su
nombre, de manera
que yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba,
centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura de Himalaya, un sol
fugaz y prematuro estallaba en el aire cristalino de enero, un punto
desaparecía de las pantallas de radar y el aire transparente se llenaba
de cuerpos que descendían del Everest de la catástrofe a la láctea palidez del
mar.
¿Quién
soy yo?
¿Quién
más está ahí?
El
avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que
descubre su
misterio.
Dos actores, Gibreel, el de las piruetas, y el abotonado y circunspecto Mr.
Saladin Chamcha,
caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, debajo
de ellos, planeaban
en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas,
recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas
de desembarque, juegos de vídeo libres de aduana, gorras con galones, vasos de
papel, mantas, máscaras de oxígeno... Y también —porque a bordo del aparato
viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían
sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la
longitud y marcas
distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños
sobre cuya legitimidad
el Gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas—, también, mezclados
con los restos del avión, no menos fragmentados ni menos absurdos, flotaban los desechos
del alma, recuerdos rotos, yoes arrinconados, lenguas maternas cercenadas,
intimidades
violadas,
chistes intraducibies, futuros extinguidos, amores perdidos, significado
olvidado de palabras
huecas y altisonantes, tierra, entorno natural, casa. Un poco aturdidos por el
estallido, Gibreel
y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída de pico flojo,
y Chamcha, que
caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en
el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia
del otro a caer con normalidad. Saladin descendía en picado mientras que
Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del
actor amanerado que desconoce las técnicas de la sobriedad. Abajo, cubiertas de
nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga
inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina.
«Oh,
mis zapatos son japoneses —cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de
la vieja
canción,
en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se precipitaba a
su encuentro—, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro
ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes
hervían, espumeantes, cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella gran
fantasmagoría de cúmulos y cumulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas
a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el
otro) o quizás el delirio provocado por la explosión que les evitaba
apercibirse de lo inminente..., lo cierto es que los dos hombres,
Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin
pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación.
¿Mutación?
Sí,
señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e
intangible
que
el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares
definitorios, la zona de la movilidad
y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria,
ilusoria, discontinua y metamórfica —porque, cuando lo arrojas todo al aire,
puede ocurrir
cualquier cosa—, allá arriba, decía, se operaron, en unos actores delirantes,
cambios que habrían
alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se
adquirieron determinadas
características.
¿Qué
características respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se
produce a
marchas
forzadas? Bien, pues la revelación tampoco... Echen una mirada a la pareja.
¿Observan algo
extraño? Sólo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de
particular, pensarán,
treparon demasiado, se pasaron, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso? No es
eso. Presten atención.
Mr.
Saladin Chamcha, consternado por los sonidos que manaban de la boca de Gibreel
Farishta,
contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el
fantasmagórico aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James
Thomson, mil setecientos a mil setecientos
cuarenta y ocho. «... por orden del cielo —entonaba Chamcha con unos labios que
el frío
ponía patrióticamente rojos, blancos y azules— surgió del aaaazul... —Farishta,
consternado, se desgañitaba
cantando a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones
inviolablemente subcontinentales,
pero no conseguía ahogar la atronadora voz de Saladin— ... y los ángeles de la guaaaarda
entonaban el estribillo.»
Desengañémonos,
era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran
y
compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la
atmósfera silbando alrededor,
¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían.
Se
precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y
amenazaba
con
helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya
iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de
niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su
encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron
en la ebullición glacial de las nubes.
Se
hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado,
envarado y
todavía
cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura,
nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te
acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se
iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras
hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados
cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo
molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se
abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en
metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos.
Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con
pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y
Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había
adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera
convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y
cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella
persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de
entregarse
al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las
nubes la figura
de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro,
brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del
viento de las alturas, que viajaba cómodamente
sentada en alfombra voladora.
«Rekha Merchant —saludó Gibreel—, ¿acaso no has podido
encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una
muerta! Pero, en
descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa...
Chamcha, agarrado
a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad:
«¿Qué diablos?»
«¿Tú
no la ves? —gritó Gibreel—. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No,
no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme.
Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con
la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La
nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a
Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin
Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No
debiste hacerlo
—la reprendió—. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y
ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué
risa. Tú me dejaste,
le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja.
Fuiste tú, luna de mis
delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega,
perdida por amor.
Él
empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando
estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no
podía, que
me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de
pretexto para marcharte,
de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla.
Ahora que
estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu
vida sea un infierno.
Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y
ahí vas, imbécil,
que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos
versos en una
lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó
distinguir, o tal vez
no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel
se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La
velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El
techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron
los ojos. Un grito, el mismo grito
que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios
de Chamcha; un
rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que
habían caído a través
de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y
cuando la luz del
sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito.
«Vuela
—gritó Chamcha a Gibreel—. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó
lada
orden:
«Y canta.»
¿Cómo
llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De
qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo
sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué
pactos, qué
traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de
demoledores, al ángel
exterminador, a la guillotina?
¿Es
siempre caída el nacimiento?
¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?
Fragmento de: Los Versos Satánicos
De: Salman Rushdie
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