8 de junio de 1903 - Bélgica Marguerite Yourcenar |
“Los cuatro votos
budistas que, en efecto, me he recitado con frecuencia en el curso de mi vida, dudo
en volver a decirlos en este momento delante de usted, porque un voto es una
plegaria, y más secreto aun que una plegaria [...] Simplificando: se trata de
luchar contra las malas inclinaciones; dedicarse hasta el fin al estudio;
perfeccionarse en la medida de lo posible, y por fin por numerosas que sean las
criaturas que vagan en la extensión de los tres mundos, es decir en el
universo, trabajar para salvarlas. De la conciencia moral al conocimiento
intelectual, del perfeccionamiento de sí al amor de los demás, y a la compasión
por ellos, todo está allí, me parece, en ese viejo texto que tiene alrededor de
26 siglos”.
“Si tuviera un consejo para dar
a un ser joven y del cual respetara la inteligencia, el ardor o la valentía, le
diría: «No te apegues. No te apegues nunca. Demasiadas servidumbres encontrarás
en tu vida que te forjarás libremente y al azar, y sin saber adónde te
conducirá el compromiso asumido. Por el bien de los otros como por el tuyo
propio, no te apegues. La desdicha consiste en que se requiere haber estado
frecuentemente apegado para conocer el precio de no estarlo».La atadura
exterior tan sólo se siente, en cualquier caso, cuando el lazo interior se ha
gastado o se ha roto. Pero, por otro lado, quien no se apega sólo conoce lo más
superficial de los seres. [...]La libélula con cuerpo de coral, de un rosado
visible solamente cuando se posa sobre mi mano. Durante el vuelo, la gasa de
sus alas lo recubre”.
“Un sabio griego, Bion, [...]
habría dicho la siguiente frase: «Los niños matan a las ranas por juego, pero
ellas mueren de verdad». Para explicar a los niños por todos aquellos que se
ocupan de la infancia.” [...]
De: Marguerite Yourcenar: Viaje y conciencia de
lo universal
Por
Vicente Torres
Cuento azul
Marguerite Yourcenar
Traducción de Mariana
Hernández Cruz
Yourcenar, Marguerite.
"Conte blue" en Conte bleu suivi de le Premier soir et de Maléfice,
Paris, Gallimard, 1996.
Los
mercaderes provenientes de Europa estaban sentados en el puente, frente al mar
azul, bajo la sombra índigo de las velas remendadas con retazos grises. Sin
cesar, el sol cambiaba de lugar entre los cordajes y el balanceo lo hacía
rebotar como una pelota en una red de tejido demasiado abierto. El navío viraba
continuamente para evitar los escollos, mientras el atento piloto acariciaba su
barbilla azul.
Los
mercaderes desembarcaron al crepúsculo en una ribera adoquinada con mármol
blanco. Vetas azuladas corrían por la superficie de las grandes losas que
antaño sirvieron como recubrimiento de los templos. Los mercaderes seguían el
sentido del ocaso y las sombras que se alargaban detrás de ellos sobre el
camino eran más delgadas, más grandes y menos negras que al mediodía, y su
matiz azul pálido hacía pensar en las ojeras que se perciben bajo los párpados
de un enfermo. Unas inscripciones azules temblaban en las blancas cúpulas de
las mezquitas como tatuajes sobre un seno delicado y, de vez en cuando, una
turquesa se desprendía del artesonado, arrastrada por su propio peso, y caía
con un ruido sordo sobre el tapiz blando y ajado.
En
cuanto se levantó, la luna se consagró a errar, cual vampiresa, entre las
tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul como la escamosa cola de una
sirena, y el mercader griego encontró en las montañas desnudas que bordeaban el
horizonte, un cierto parecido con las grupas lisas y azules de los centauros.
Todas
las estrellas concentraban su luz en el interior del palacio de las mujeres.
Los mercaderes entraron al patio de honor para resguardarse del viento del mar,
pero las asustadas mujeres se negaron a recibirlos, y ellos se desollaron los
nudillos en vano a fuerza de golpear las puertas de acero, relucientes como la
hoja de un sable. El frío era tan cruel que el mercader holandés perdió los
cinco dedos del pie izquierdo y una tortuga amputó dos de los dedos de la mano
derecha del italiano quien, en la oscuridad, la confundió con un simple cabujón
de lapislázuli. Finalmente, un negro enorme salió llorando del palacio y les
dijo que cada noche las damas rechazaban su amor porque su piel no era
suficientemente oscura. El mercader griego supo ganarse su benevolencia
ofreciéndole como regalo un talismán hecho con sangre seca y tierra de
cementerio, y el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar
recomendando a las mujeres no alzar demasiado la voz para no despertar a los
camellos y perturbar a las serpientes que mamaban su leche al claro de luna.
Los
mercaderes abrieron sus cofres bajo los ojos curiosos de las sirvientas, entre
humos de olores azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y
las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de tablones
dorados, una china ataviada con un vestido anaranjado los acusó de impostores,
pues los anillos que le ofrecían se volvían invisibles al contacto con su piel
amarilla; ninguno reparó en una mujer vestida de negro que estaba sentada al
fondo del corredor y como caminaron distraídamente sobre un pliegue de su
falda, ella los maldijo en el nombre del cielo en la lengua de los tártaros, en
el nombre del sol en lengua turca y en el nombre de la arena en la lengua del
desierto. En un cuarto tapizado de telas de araña, no obtuvieron respuesta de
una mujer vestida de gris que se palpaba incesantemente para asegurarse de que
existía; huyeron de una sala color carmín donde encontraron a una mujer vestida
de rojo, que se desangraba a través de una larga herida abierta en su pecho,
pero ella no parecía darse cuenta ya que su ropaje no estaba manchado.
Por
último, se refugiaron en donde estaban las cocinas y allí discutieron la mejor
forma de llegar hasta la caverna de los zafiros. Eran interrumpidos
constantemente por el paso de los portadores de agua, y un perro cubierto de
sarna lamió el muñón azulado del mercader italiano que había perdido los dedos.
Vieron asomar por la escalera del sótano a una joven esclava que llevaba
pedazos de hielo apilados en un tazón de cristal turbio. Sin darse cuenta, ella
posó el tazón sobre una columna de aire para poder levantar las manos, a modo
de saludo, a la altura de su frente, donde tenía tatuada la estrella de los
magos. Su cabello negro-azulado corría desde sus sienes hasta sus hombros; sus
ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas, y su boca no era más que
una llaga azul. Su vestido lavanda, desteñido por lavarse con frecuencia,
estaba todo desgarrado en las rodillas pues tenía el hábito de postrarse
asiduamente a rezar.
Como
era sordomuda, poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes;
asintió con gravedad cuando uno tras otro le mostraron el color de sus ojos en
un espejo y el rastro de sus pasos sobre el polvo del corredor, indicándole que
los guiara. El mercader griego le ofreció sus talismanes: ella los rechazó como
una mujer feliz, pero con la sonrisa de una mujer desesperada. El mercader
holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia
extendiendo su vestido desgarrado, y ellos no comprendieron si se juzgaba
demasiado pobre o demasiado rica para tales esplendores.
Con
la ayuda de una brizna de hierba, la joven forzó el picaporte de una puerta; se
encontraron en un patio redondo como el interior de un balde, lleno hasta los
bordes de la fría luz matinal. Luego usó su dedo pequeño para abrir una segunda
puerta que daba a la llanura, y uno tras otro se adentraron en la isla por un
camino bordeado de ramos de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a
sus talones, pequeñas y negras como víboras y como la joven no tenía una,
pensaron que tal vez era un fantasma.
Las
colinas, azules a la distancia, se volvían negras, castañas y grises a medida
que se acercaban, pero el mercader de Turena no perdía el valor y, para
reconfortarse, cantaba las melodías de su país. El mercader castellano fue
atacado dos veces por un escorpión; sus piernas se hincharon hasta las rodillas
y se tornaron del color de las berenjenas maduras; sin embargo, no
experimentaba dolor alguno y llevaba un paso más solemne y seguro que los
otros, como si se sintiera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul.
El mercader irlandés lloraba porque los talones de la joven estaban perlados de
sangre ya que caminaba descalza sobre trozos de porcelana y vidrios.
Tuvieron
que deslizarse sobre sus rodillas hacia el interior de la caverna, que no abría
al mundo más que una boca estrecha y resquebrajada. Pero la gruta era más
espaciosa de lo que se hubiera creído y cuando sus ojos hicieron amistad con
las tinieblas, descubrieron por todas partes fragmentos de cielo entre las
grietas de la roca. Un lago inmaculado ocupaba el centro de la cueva; cuando el
mercader italiano le lanzó un guijarro para calcular su profundidad, no se
escuchó caer, pero en la superficie se formaron burbujas como si una sirena
despertada bruscamente hubiera expirado todo el aire que llenaba sus pulmones
azules. El mercader griego metió sus ávidas manos en esa agua que se las tiñó
hasta las muñecas, como el líquido hirviente en el barril del tintorero, mas no
consiguió asir los zafiros que bogaban cual flotillas de nautilos sobre las
aguas, más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas
trenzas y lanzó al agua sus cabellos, a los que los zafiros se prendieron como
a las mallas sedosas de una red oscura. Primero, llamó al mercader holandés,
quien llenó de zafiros sus zapatos, y al mercader turenés, que llenó su gorro.
El mercader griego atiborró un odre que llevaba al hombro, y el castellano se
arrancó los guantes de piel de las manos sudorosas y en adelante los usó
colgados del cuello, como manos cortadas. Cuando llegó el turno del mercader
irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; entonces la muchacha se quitó un
pendiente de bisutería y le ordenó por señas que lo pusiera sobre su corazón.
Reptaron
fuera de la caverna y la joven le pidió al mercader irlandés que la ayudara a
rodar una gran piedra sobre la entrada. Después hizo un sello con arcilla y un
hilo de sus cabellos. La ruta de regreso les pareció más larga que en la
mañana; el mercader castellano comenzó a sufrir a causa de sus piernas envenenadas
y se tambaleaba blasfemando en nombre de la madre de Dios. El mercader
holandés, hambriento, quiso beber de las cantimploras azules de los higos
maduros, pero cientos de abejas escondidas en su sabrosa espesura le picaron en
la garganta y en las manos.
Cuando
llegaron al pie de las murallas, dieron un rodeo para evitar a los centinelas.
Se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que
estaba siempre desierto porque hacía mucho tiempo que en ese país ya no se
pescaban. Su barca flotaba débilmente sobre el agua, amarrada al dedo de un pie
de bronce, único vestigio de una estatua colosal erigida en honor de un dios
cuyo nombre ya no recordaba nadie. En el muelle, la joven quiso despedirse de
los mercaderes poniendo sus dos manos sobre su corazón, pero el griego la tomó
de las muñecas y la arrastró dentro de la nave, con el propósito de venderla al
príncipe veneciano de Negroponto, que amaba a las mujeres heridas o lisiadas.
La sordomuda se dejó llevar sin resistencia. Al caer sobre el suelo del puente,
sus lágrimas se convertían en aguamarinas, por lo que sus verdugos de las
ingeniaron para hacerla llorar.
La
desnudaron y la ataron al mástil. Su cuerpo era tan blanco que hubiera servido
de faro a los barcos que navegaran por esa clara noche de las Islas. Cuando
terminaron de jugar su partida de palillos, los mercaderes bajaron a los
camarotes para dormir. Al alba, el holandés, atormentado por el deseo, subió al
puente y se acercó a la prisionera para violarla. Pero la joven había
desaparecido; las ataduras vacías colgaban del tronco del mástil, como un
cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus delgados y
suaves pies, no quedaba nada más que un montón de hierbas aromáticas del que se
desprendía un vapor azul.
Los
días siguientes, la calma reinó sobre el mar; los rayos de sol que caían sobre
aquel manto color de algas hacían el ruido que hace el hierro al rojo vivo
cuando se sumerge en agua fría. Las piernas gangrenosas del mercader castellano
estaban azules como las montañas que se advertían en el horizonte, y ríos
purulentos escurrían desde las tablas del puente hacia el mar. Cuando su
sufrimiento fue intolerable, sacó de su cinturón una larga daga triangular y se
cortó las piernas envenenadas a la altura de los muslos. Agotado, murió al
amanecer, después de haber legado sus zafiros al basiliense, que era su enemigo
mortal.
Al
cabo de una semana, hicieron un descanso en Esmirna, y el mercader turenés, que
temía al mar, desembarcó con la intención de continuar su viaje al lomo de una
buena mula. Un banquero armenio le cambió sus zafiros por diez mil piezas de
oro con la efigie de San Juan; eran perfectamente redondas y el turenés cargó
trece mulas con felicidad. Pero cuando regresó a Angers después de siete años
de viaje, se enteró de que la moneda de San Juan no tenía valor en su país.
En
Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por un cántaro de cerveza
subastado en el muelle, pero escupió en seguida el insípido líquido desbravado
que no tenía el mismo sabor que en las tabernas de Ámsterdam. El mercader
italiano desembarcó en Venecia para hacerse nombrar Dogo, pero murió asesinado
al día siguiente de sus bodas con el golfo. En cuanto al mercader griego, ató
sus zafiros a un largo hilo y los suspendió a los costados del barco para que
el contacto con las olas favoreciera su hermoso color azul. Las húmedas piedras
se volvieron líquidas y no aportaron al tesoro del mar sino algunas gotas de
agua transparente; sin embargo, el mercader griego se consoló pescando peces
que cocía sobre ceniza.
La
tarde del vigésimo séptimo día, fueron atacados por un corsario. El mercader
basiliense engulló sus zafiros para protegerlos de la avaricia de los piratas y
murió desgarrado por los daños en las entrañas. El griego se arrojó al mar y
fue recogido por un delfín que lo acompañó de vuelta a Tinos. El irlandés,
molido a golpes, fue dejado por muerto sobre la barca en medio de cadáveres y
sacos vacíos; no se habían tomado la molestia de despojarlo del pendiente de
vidrio azul. Treinta días después, la barca que flotaba a la deriva entró por
sí sola en el puerto de Dublín y el irlandés bajó a tierra para mendigar un
pedazo de pan.
Llovía.
Los techos oblicuos de las casas bajas hacían pensar en grandes espejos
destinados a captar los espectros de la luz muerta. Los charcos salpicaban la
calzada desigual; el cielo, de un marrón sucio, estaba tan cenagoso que los
ángeles no hubieran osado salir de la casa de Dios. Las calles estaban
completamente desiertas; una mercería ambulante, llena de cordones, zapatos y
calcetines color beige, estaba abandonada
al borde de una banqueta bajo un paraguas abierto. Los reyes y los
obispos esculpidos en el portal de la catedral no hacían nada por evitar que la
lluvia cayera sobre sus coronas o sus tiaras, y santa Magdalena la recibía
sobre sus pechos desnudos.
El
desalentado mercader fue a sentarse en un pórtico junto a una joven mendiga.
Ella era tan pobre que su cuerpo azulado por el frío se veía bajo las
desgarraduras de su vestido gris; sus rodillas entrechocaban ligeramente; entre
los dedos cubiertos de sabañones, tenía un mendrugo de pan que el mercader le
pidió por el amor de Dios. Ella se lo tendió enseguida.
El
mercader hubiera querido regalarle el pendiente de vidrio azul porque no tenía
otra cosa que ofrecer, pero en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su
cuello y entre las cuentas de su rosario. Y se echó a llorar porque ya no
poseía nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en
el que casi pereció.
Suspiró
profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en torno a
ellos, la joven se estrechó contra él para darle calor. Él le pidió noticias
del país y ella le respondió en el dialecto del pueblo que él había abandonado
siendo muy joven. Entonces, él apartó los cabellos desordenados que cubrían el
rostro de la mendiga, pero estaba tan sucio que la lluvia trazaba canales
blancos sobre él, y descubrió con horror que era ciega y que su ojo izquierdo
ya había desaparecido bajo una nube siniestra. Mas no por eso dejó de reposar
la cabeza sobre sus rodillas cubiertas de andrajos y se durmió tranquilo,
porque el ojo derecho, privado de vista, era sin embargo milagrosamente azul.
De: www.puntoenlinea.unam.mx/
El poema del yugo
Las mujeres de mi
país llevan sobre los hombros un yugo;
Su corazón pesado y
lento oscila entre esos dos polos;
A cada paso, dos
grandes baldes de leche chocan
Uno con otro contra
sus rodillas;
El alma materna de
las vacas, la espuma del pasto masticado,
Brotan en olas
nauseosas dulces.
Soy igual que la
sirvienta de la granja;
A lo largo del
dolor me avanzo de un paso firme;
El balde del lado
izquierdo está lleno de sangre;
Puedes beber y
saciarte de ese pujante jugo.
El balde del lado derecho
está lleno de hielo;
Puedes inclinarte y
contemplar tu rostro laso.
Así voy entre mi
destino y mi suerte,
Entre mi sangre
caliente y líquida y mi amor límpido muerto.
Y cuando esté
segura que ni espejo ni bebida
Pueden ya distraer
o sosegar tu corazón salvaje,
No quebraré el
espejo resignado,
No volcaré el balde
donde sangró toda mi vida.
Iré llevando mi
balde de sangre en la noche negra
Allí donde están
los muertos que en él a beber vendrán.
Iré donde están las
olas con mi balde de hielo;
El breve gemido de
la orilla será menos dulce que mi llanto;
Un rostro pálido
grande se asomará a la duna
Y ese espejo, que
ya no quieres, reflejará la faz calma de la luna.
Versión de Silvia
Barón-Supervielle
Respuestas
-¿Qué tienes para
consolar la tumba,
Corazón insolente,
corazón en rebeldía?
El fruto maduro
pesa y se desprende.
¿Qué tienes para
consolar la tumba?
-Tengo el caudal de
haber sido.
-¿Qué tienes para
soportar la vida,
Corazón loco,
corazón pronto al hastío?
Corazón sin
esperanza y sin deseo,
¿Qué tienes para
soportar la vida?
-Piedad, por lo que
ha de pasar.
-¿Qué tienes para
despreciar a los hombres,
Corazón duro,
corazón rompible?
¿Qué tienes para
despreciar a los hombres?
¿Qué eres más de lo
que somos?
-Capaz de
despreciarme.
Versión de Silvia
Barón-Supervielle
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