Méjico- 27 de junio de 1889 Maestro y escritor |
Literatura
El novelista, en
mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró,
y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo
iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en
su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y
oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros
de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los
cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que
sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el
abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las
olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en
su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo
fascinante, mágica, sobrenatural.
La humildad premiada
En
una universidad poco renombrada había un profesor pequeño de cuerpo, rubicundo,
tartamudo, que como carecía por completo de ideas propias era muy estimado en
sociedad y tenía ante sí brillante porvenir en la crítica literaria.
Lo
que leía en los libros lo ofrecía trasnochado a sus discípulos en la mañana
siguiente. Tan inaudita facultad de repetir con exactitud constituía la
desesperación de los más consumados constructores de máquinas parlantes.
Y
así transcurrieron largos años hasta que un día, a fuerza de repetir ideas
ajenas, nuestro profesor tuvo una propia, una pequeña idea propia reluciente y
bella como un pececito rojo tras el irisado cristal de una pecera.
Mujeres
Siempre me descubro
reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.
Sé del sortilegio de las mujeres reptiles –los labios fríos, los ojos zarcos-
que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.
Convulso, no
recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres
tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía
siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos
de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.
Las mujeres asnas
son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden
que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las
tentaciones.
Y tú, a quien
acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia
deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde
paces, cesa de mugir, amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como
el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista
curioso.
De fusilamientos
El fusilamiento es
una institución que adolece de algunos inconvenientes en la actualidad.
Desde luego, se
practica a las primeras horas de la mañana. “Hasta para morir precisa
madrugar”, me decía lúgubremente en el patíbulo un condiscípulo mío que llegó a
destacarse como uno de los asesinos más notables de nuestro tiempo.
El rocío de las
yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del ambiente nos
arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña desaparecen con las
neblinas matinales.
La mala educación
de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus mejores
partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las buenas maneras
que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el comercio diario
gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía peculiar de los
soldados. Aun los hombres de temple más firme se sienten empequeñecidos,
humillados, por el trato de quienes difícilmente se contienen un instante en la
áspera ocupación de mandar y castigar.
Los soldados rasos
presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos; crecidas las
barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en las personas.
Aunque sean breves instantes los que estáis ante ellos, no podéis sino sufrir
atrozmente con su vista. Se explica que muchos reos sentenciados a la última
pena soliciten que les venden los ojos.
Por otra parte,
cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de pésima
calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una ignorancia candorosa
en materia de malos hábitos. Acontece otro tanto con el vasito de aguardiente,
que previene el ceremonial. La palidez de muchos en el postrer trance no
procede de otra cosa sino de la baja calidad del licor que les desgarra las entrañas.
El público a esta
clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gente de humilde
extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada tan odioso
como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una actitud sobria,
un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis
compelidos a las burdas frases de los embaucadores.
Y luego, la
carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien
escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e incendios.
¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no son ni un
deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene ese estilo ampuloso que
aflige al connaisseur, esas expresiones de tan penosa lectura como
“visiblemente conmovido”, “su rostro denotaba la contrición”, “el terrible
castigo”, etcétera.
Si el Estado quiere
evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última pena, que no
redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que purifique
solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un acto que a los ojos
de algunos conserva todavía cierta importancia.
De: Material de Lectura.UNAM
Para Lauro Zavala, académico mejicano
de renombre mundial, las características de la minificción son las de un
“antivirus”: “La minificción es el antivirus de la
literatura, pues su lectura tiene los siguientes efectos en quienes se
aproximan a ella: vacuna a los niños y a otros lectores primerizos para
volverse adictos a la literatura; corrige problemas de lectura de quienes están
anclados en un único género, ya sea la novela, el cuento, la poesía, el ensayo
o incluso en una única sección del diario; permite aproximarse a obras
monumentales desde la accesibilidad del fragmento”.
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