LA RESISTENCIA
Quinta carta:
La resistencia
Son los expulsados, los
proscriptos, los ultrajados, los despojados de su patria y de su terruño, los
empujados con brutalidad a las simas más hondas. Ahí es donde están los
catecúmenos de hoy. E. Jünger
Lo
peor es el vértigo.
En
el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo,
el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no
es libre, ni reconoce a los demás.
Se
me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos
desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin
haberla elegido.
El
clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados
avanzan sin mirarse, pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su
humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo
distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían
convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían
llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a
esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad,
pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos?
El
hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será
aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida
del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del
nacimiento de los niños.
Estamos
en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos
movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que
dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina
lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente
que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese zapping; y,
quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia
para que todo pase rápido y no permanezca. Este común destino es la gran
oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar
porque hemos perdido el silencio y también el grito.
En
el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que
nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad.
La pérdida del diálogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que
puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor
libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo
hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La
gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro
tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar
el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las
grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un
sí o un no haya precedido a los actos.
La
mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que
ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las
decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta
escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados.
Creo
que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he
preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo
hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado
en este tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a
la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las
mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si
ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa
responsabilidad, ¿cómo habrían de abandonar esa vida?
La
situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente, qué
entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría
como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes —quizá los únicos
que verdaderamente creen en el testimonio— a proclamarlo en las esquinas, con
la urgencia que nos ha de dar los pocos metros que nos separan de la
catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la
fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que
corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar.
Las
dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado
al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra
la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en
nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser
trabajador de horario completo o quedar excluido. Es grande la orfandad que cunde
en las ciudades; la gran soledad de la persona original es una de las tragedias
del vértigo y de la eficiencia.
La
primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí
mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a
la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje,
lo que es trágicamente peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con
la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su
realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que
nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya.
Si
a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo
la convicción de que podríamos vencer el miedo que nos paraliza como a
cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin miedo? No, he
tenido miedo hasta la temeridad pero no he podido retroceder. Si no hubiese
sido por mis compañeros, por la pobre gente con la que ya me había
comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no se atreve cuando está solo
y aislado, pero sí puede hacerlo sí se ha hundido tanto en la realidad de los
otros que no puede volverse atrás. Cuando trabajé en la conadep, de noche soñaba
aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido la
muerte, eran sufridas por las personas que yo más quería. Impávido en el sueño,
luego me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero horas después no
podía negarme a escuchar a quienes pedían
que
yo los recibiera. No podía, era inadmisible que hubiese dicho que no a esos
padres cuyos hijos, en verdad, habían sido masacrados.
Quiero
decirles que no lo podía hacer porque ya estaba adentro, involucrado. Así es,
uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en un absoluto.
Las más de las veces, los hombres no nos acercamos, siquiera, al umbral de lo
que está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y entonces
perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz,
domesticados en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del
hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales
finalmente son envilecidos como esos amores platónicos que parecen ensuciarse
con la encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de
los hombres nos reclaman.
Pero
esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación
sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la
responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad
está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia
no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor o la solidaridad.
Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo
por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados
en el frío de la calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en
esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus
días. Son doscientos cincuenta millones de niños los que están tirados por las
calles del mundo.
Estos
chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras
luchas, la más genuina de nuestras vocaciones.
De
nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el
replegarse sobre sí mismo sea escándalo, donde el hombre pueda descubrir y
crear una existencia diferente. La historia es el más grande conjunto de
aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o
por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los
más desventurados. Ellos encarnan la resistencia.
Se
trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo, y
éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón, con la gravedad de
los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el lugar donde cada uno
de nosotros es llamado a oponer resistencia; se crearán entonces espacios de
libertad que pueden abrir horizontes hasta el momento inesperados.
Es
un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en
el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino sin
salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece
no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el
nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora. Los hombres encuentran en
las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos
hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor,
lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser
humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el
espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a
asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho
heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado
tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños
momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que
queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los
árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en
llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos
salvaremos por los afectos.
El
mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.
"Fóbal del grande"
La extraña
instantánea duró acaso un segundo o dos.
Tito echó soda al
vermouth, tomó unos sorbos y se sumió en un silencio sombrío, mirando, tal como
era habitual en momentos parecidos, a la calle Pinzón: mirada abstracta y en
cierto modo completamente simbólica, que en ningún caso condescendería a la
real visión de hechos externos. Después volvió a su tema preferido: ahora ya no
había fóbal.
¿Qué se podía
esperar de jugadore que se compraban y vendían? Su mirada se hizo soñadora y
empezó a rememorar, una vez más, la Gran Época, cuando él era un pebete así. Y
mientras Martín, por pura timidez, tomaba el vermouth que después de dos días
de ayuno sabía que le haría muy mal, Humberto J. D’Arcángelo le decía: Hay que
amarrocar, pibe. Haceme caso. Es la única ley de la vida: juntar mucha menega,
rifar el corazón, mientras se ajustaba la raída corbata y estiraba las mangas
de su saco rotoso, corbata y traje que confirmaban que él, Humberto J.
D’Arcángelo, era el riguroso negativo de la filosofía que predicaba. Y mientras
de puro bondadoso lo instaba al muchacho a que terminara el vermouth, le
hablaba de aquellos tiempos, y pronto a Martín le pareció que aquella
conversación se desarrollaba en alta mar. Te estoy hablando del año quince,
pibe, cuando yo iba a la cancha con el tío Vicente. Estábamo en plena
conflagración, en tanto que Martín, mareado y triste pensaba en Alejandra y en
su desaparición en el fiel de Seguel y Ministro Brin hasta el 23 en que nos
trasladamo a Bransen y del Crucero ¡eh, Chichín!, a ver cómo formó el plantel
inicial, a lo que Chichín, mirando al techo, suspendiendo el repasado de su
vaso, con los ojos cerrados, después de mover en silencio los labios (como
quien revisa la lección) respondió De los Santos, Vergara, Cerezo, Priano,
Peney, Grande, Farenga, Moltedo, José Farenga y Bacigaluppi, volviendo en
seguida a su tarea con el vaso mientras Tito decía esato. Y aunque Racin otuvo
el capionato, lo seneise, que ya perfilábamo el temple salimo cuarto.
En el 18 ocupamo el
tercer puesto y en el 19 trinfamo. ¡Eh Chichín! Decí cómo formó el equipo que
ganó la copa, a lo que el otro respondió, después de permanecer un momento en
suspenso, con los ojos cerrados y la cabeza levantada hacia el techo. Ortega,
Busso, Tesorieri, López, Canaveri, Cortella, Elli, Bozzo, Calomino, Miranda y
Martín, volviendo en seguida a su tarea, mientras Tito comentaba esato. ¡Qué
equipo, pibe! El gran Tesorieri. Nunca hubo ni volverá a haber eh, un arquero
como Américo Tesorieri. Te lo dice Humberto J. D’Arcángelo, que ha visto fóbal
del grande, arreglándose la corbata y mirando hacia la calle Pinzón con
indignación, mientras Martín, mareado, veía como en una fantasmagoría al viejo
don Pancho Olmos hablando sobre la Legión y a Alejandra acodada sobre la balaustrada
de la terraza y la cabeza del comandante Acevedo. Y lo mismo te digo de Pedro
Leo Journal, el famoso Calomino, el güin má veló que ha pisado la cancha
nacionale, el inventor de la célebre bicicleta, que luego tanto y tanto han
querido imitar. ¡Qué tiempo, pibe, qué tiempo!, agregó, cambiando el sitio del
escarbadientes del ángulo izquierdo al ángulo derecho de la boca y dirigiendo
su mirada a la calle Pinzón, mientras Martín miraba a Alejandra dormir,
observándola como al borde de un abismo. Pero, decía D’Arcángelo, lo justo, e
lo justo, pibe, y hay oro en todo lo equipo y un fanático y era ciego para todo
lo que no fuera Boca lo justo, e lo justo, pibe, y hay oro en todo lo equipo y
hay bagayo también en Boca, pa qué no vamo a engañar. Y ahí tené, sin ir más
lejo, al negro Seoane, la célebre Chancha Seoane, que fue el puntal de lo
Diablo Rojo por varia temporada. Te voy a ser sincero, pibe: el negro Seoane
personificaba la clásica picardía criolla puesta al servicio del noble deporte.
Era un cra inteligente y aguerrido, la pesadilla de lo arquero de su tiempo.
¿Sabe cómo lo caracterizó Américo Tesorieri? El rey del área enemiga. Y con eso
se ha dicho todo. ¿Y Domingo Tarasconi? El gran Tarasca fue uno de lo grande
escore del fóbal amateur. Dueño de un potente sho, ya lo probó desde la punta
derecha, y cuando fue corrido al eje, marcó un periodo glorioso en el historial
del deporte argentino. Pero… y siempre hay un pero en el fóbal, como decía el
finado Zanetta, por el mismo tiempo de Tarasca brillaba en la acción el gran
Seoane, como te decía. Y ahora fijate bien en lo que te voy a explicar: la
línea tenía do ala de modalidade opuesta. La derecha era académica y jugadora,
la izquierda se caracterizaba por su juego eficá y por un trámite si se quiere poco
brillante pero efetista, que se traducía en resultado positivo.
Y a la final, pibe,
se diga lo que se diga, lo que se persigue en el fóbal es el escore. Y te
advierto que yo soy de lo que piensan que un juego espetacular e algo que
enllena el corazón y que la hinchada agradece, qué joder. Pero el mundo e así y
a la final todo e cuestión de gole. Y para demostrarte lo que eran esa do
modalidade de juego te voy a contar una anécdota ilustrativa.
Una tarde, al
intervalo, la Chancha le decía a Lalín: cruzámela, viejo, que entro y hago gol.
Empieza el segundo jastáin, Lalín se la cruza, en efeto, y el negro la agarra,
entra y hace gol, tal como se lo había dicho. Volvió Seoane con lo brazo
abierto, corriendo hacia Lalín, gritándole: viste, Lalín, viste, y Lalín
contestó ¡sí pero yo no me divierto!
Ahí tenés, si se
quiere, todo el problema del fóbal criollo.
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