Tendría nueve o diez años cuando terminé por desear
la hora de la siesta, tan detestada en un principio.
Vivíamos en el Prado, frente al arroyo Miguelete, un
predio baldío desbordado de yuyitos, flores, mariposas y pájaros: mi infinito jardín.
Bajo la sombra fresca y azul de los paraísos que acariciaba la celosía de la
ventana apenas entreabierta, fui feliz. Una felicidad sencilla, secreta, de a
ratos hasta punzante, pero tan cálida que hasta hoy me abriga.
Al calor de las dos de la tarde, mientras las chicharras
me avisaban que era ya tiempo, abría mi Heidi por centésima vez desde que me lo
habían regalado y buscaba morosamente la parte que más me gustaba, aquella en
que la luna asomaba por la ventana del desván donde dormía la niña en la cabaña
de su abuelo... Entonces soñaba con los ojos bien abiertos; soñaba que, algún día,
podría vivir en una casa donde pediría que me construyeran una ventana en el
techo, sobre la cama, para que todas las luces del cielo se posaran en mis párpados...
Quizás los estaba defendiendo de las imágenes oscuras, atroces, que la vida
adulta nos va preparando a todos. No tuve que esperar demasiado.
Hasta hoy no sabía que el doce de junio de cada año
se conmemoran los nacimientos de Johanna Spyri y de Anita. Parecería que la
casualidad se ha desnudado y es sólo pura causalidad.
12 de junio de 1827 - Suiza |
12 de junio de 1929 |
La página El Bibliófilo Enmascarado es una muy interesante fuente de información. ¡Recomendada! |
HEIDI (Fragmento)
Cerca del
rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera de mano apoyada
contra la pared, que conducía al desván de la cabaña. Por ella subió Heidi
ágilmente y descubrió arriba un montón de oloroso heno. Una pequeña ventana
redonda permitía ver desde el desván todo el valle.
-¡Qué bien se
está aquí! -exclamó gozosa la pequeña -Aquí quiero dormir, abuelito. ¡Sube y
verás qué bonito es esto! -Ya lo conozco -contestó el Viejo.
-Ahora voy a
hacerme la cama -volvió a decir la niña, corriendo de un lado para otro-, pero
es preciso que subas y me traigas una sábana.
-¡Está bien,
ahora voy! -respondió el abuelo, y en seguida se dirigió al armario.
Rebuscó en su
interior durante un rato y por fin extrajo un gran trozo de tela basta. El
lecho que Heidi se había preparado sobre el suelo del desván no desagradó al
anciano.
-Muy bien, así
me gusta -dijo el abuelo-; aquí traigo la sábana, pero antes de ponerla, espera
un poco.
Y diciendo
esto, cogió más heno y aumentó el espesor del lecho para que la niña no notara
la dureza del suelo.
Su abuelo la
ayudó a extender la sábana y una vez colocada, Heidi se detuvo pensativa ante
su obra.
-Nos hemos
olvidado una cosa, abuelito -dijo a poco.
-¿Qué es?
-La manta.
-Espera un
momento -dijo el anciano, y descendió la escalera; se dirigió a su cama y
volvió poco después con un gran saco de pesado lienzo.
Pronto quedó
extendida la tela de saco sobre el lecho improvisado. Heidi quedó de nuevo
contemplando la obra y por fin exclamó:
-La manta es
muy bonita y la cama me gusta mucho, mucho. Quisiera que fuera de noche, para
poder acostarme ya en ella.
-Creo que será
mejor que vayamos a comer algo -respondió el abuelo-. ¿Qué te parece a ti?
En su afán de
prepararse la cama, Heidi había olvidado todo lo demás. Pero al oír hablar de
comida, advirtió de pronto que, en efecto, sentía hambre.
-Sí, sí,
vámonos a comer algo.
El Viejo se
dirigió al hogar, descolgó un caldero grande que estaba suspendido de la cadena
sobre los rescoldos del hogar, lo reemplazó por uno más pequeño y se sentó
sobre un taburetito para avivar el fuego. Pronto empezó a hervir el contenido
del pequeño caldero; mientras tanto, el abuelo había cogido unas tenazas de hierro y
sostenía sobre el fuego un gran trozo de queso, dándole vueltas con lentitud
hasta que estuvo dorado. Heidi había seguido aquellos preparativos con mucha
atención, tuvo una idea y se alejó del hogar y empezó a ir y venir del armario
a la mesa. El abuelo concluyó por fin
su faena junto al hogar y se acercó a la mesa con un cazo en la mano y el queso
asado en la otra sujeto al extremo de las tenazas. Cuando se aproximó a la
mesa, la halló ya puesta; sobre ella reposaba un pan, dos platos hondos y dos
cuchillos.
-Muy bien,
pequeña; me gusta que sepas pensar un poco -dijo el anciano en tono de alabanza-,
pero aún falta algo en la mesa.
Al reparar en
el vapor delicioso que salía del cazo, Heidi comprendió lo que quería su abuelo
y se dirigió rápidamente al armario. En él, sólo había un tazón, pero en el
mismo estante había dos vasos; la pequeña regresó a la mesa y colocó allí la
taza y un vaso.
-Muy bien, veo
que sabes salir del paso, pero ¿dónde vas a sentarte?
El único
asiento alto que había en la casita era el del abuelo. Heidi corrió como una
flecha hacia el hogar, cogió el taburetito y lo colocó ante la mesa, sentándose
en él.
-Ahora ya
tienes asiento, es verdad, pero es muy bajo y apenas llegas a la mesa -dijo el
anciano, añadiendo en seguida-: Espera un poco que voy a arreglarlo.
Se levantó,
llenó la taza de leche y la puso sobre el taburete grande acercando a éste el
taburetito, en el que mandó sentarse a la niña; de aquella forma el asiento
mayor servía de mesa a Heidi. Después colocó en él un gran pedazo de pan y un
trozo de queso dorado.
-Ahora come,
hija mía -dijo y se sentó en una esquina de la mesa para comer él también.
Heidi no se
hizo repetir dos veces la orden; asió la taza y bebió el contenido de un tirón.
-¿Te gusta esta
leche? -preguntó el abuelo, satisfecho al ver con qué apetito había bebido la
niña.
-Nunca la he
bebido tan buena -contestó Heidi.
-Pues entonces
quiero que bebas más -dijo el Viejo, y llenó la taza otra vez hasta el borde.
Heidi comía con
gran apetito el pan, sobre el que había extendido el queso asado, tierno como
la mantequilla.
Terminada la
comida, el Viejo salió para limpiar y poner en orden el establo de las cabras.
Heidi no le perdía de vista mientras hacía aquel trabajo. Después de poner en
el suelo paja fresca para los animales, el abuelo se dirigió a un pequeño
cuarto adosado en la parte posterior de la casa. Allí cogió madera, aserró tres
trozos de igual tamaño y luego cortó una tabla redonda, en la que hizo tres
agujeros, introdujo en ellos los trozos que antes había cortado y los sujetó
con clavos.
-¿Sabes lo que
estoy haciendo? -preguntó el abuelo.
-Un taburete
para mí, porque es muy alto. ¡Y en qué poco tiempo lo has terminado! -exclamó
la pequeña, que no salía de su asombro.
«Ella comprende
lo que ve, tiene buenos ojos», se dijo el abuelo al dar la vuelta a la casa,
armado de sus herramientas y de algunos trozos de madera, dando aquí y allá un
martillazo, asegurando la puerta, reparando un desperfecto aquí y otro allá.
Heidi le seguía paso a paso, sin quitarle el ojo de encima y encontrándolo todo
muy divertido, tanto que llegó la noche sin que se hubiera dado cuenta del
tiempo transcurrido.
De pronto sonó
un agudo silbido. Heidi vio que su abuelo avanzaba hacia el sendero. Eran Pedro
y sus cabras que bajaban, como todas las noches, de los prados de pasto. Heidi
se colocó en medio del rebaño, dando gritos de alegría y acariciando una tras
otra a sus amigas de la mañana. Dos lindas cabras, blanca la una y de color
castaño la otra, avanzaron y fueron a lamer la mano del Viejo, que les ofreció
un poco de sal. Luego Pedro desapareció con el resto del rebaño. Heidi acarició
tiernamente a las dos cabritas y empezó a dar saltos a su alrededor llena de
alegría. Después comenzó a hacer preguntas:
-¿Son nuestras
estas cabritas, abuelito? ¿Duermen en el establo? ¿Las tendremos siempre aquí?
El abuelo
apenas tenía tiempo de responder con un «sí» lacónico al torrente de preguntas
de la pequeña.
Cuando las
cabritas terminaron de lamer la sal, el Viejo dijo a Heidi:
-Ve a buscar tu
tazón y tráete el pan.
Heidi obedeció
y regresó al instante. El abuelo empezó a ordeñar la cabrita blanca y cuando
tuvo el tazón lleno, cortó un trozo de pan y dijo:
-Esto es para
ti; tómalo pronto y vete a dormir. Yo ahora voy a meter las cabras en el
establo. Buenas noches, Heidi.
-Buenas noches,
abuelito, y que descanses. ¿Cómo se llaman, abuelito? Dime sus nombres -exclamó
la pequeña corriendo detrás del Viejo y de las cabras.
-Esta se llama
Blanquita y aquélla Diana -replicó el abuelo.
-¡Adiós,
Blanquita; adiós, Diana! -gritó Heidi con todas sus fuerzas mientras las cabras
entraban en el establo.
Heidi se sentó
después en el banco que había delante de la casa, para beber la leche y comer
el pan. Apenas se metió en el lecho quedó profundamente dormida y tan bien como
si se hubiera hallado en la cama de una princesa.
Un momento
después, y antes de que anocheciera por completo, el Viejo se acostó también, porque se levantaba todas las mañanas
a la salida del sol.
A media noche
el Viejo se despertó murmurando para sí: «Seguramente tendrá miedo allí
arriba», y trepó por la escalera para ver lo que hacía la pequeña.
La luna
brillaba en el firmamento, y a veces su disco plateado quedaba oculto por
grandes nubes que el viento arrastraba en loca carrera. De pronto la blanca
claridad del astro de la noche penetró por la ventana del desván y proyectó sus
rayos sobre el lecho en que descansaba la niña. Heidi dormía profunda y
tranquilamente. Parecía que soñaba con cosas agradables, porque una expresión
de feliz satisfacción resplandecía en su carita de ángel.
El abuelo
contempló largo rato a la niña; luego la luna volvió a esconderse detrás de las
nubes y, sin hacer ruido, el Viejo volvió a su lecho en la oscuridad
Johanna Spyri
Diario de Ana Frank
Sábado,
20 de junio de 1942
Para
alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque
nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a
ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece
años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de
desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. «El papel es más
paciente que los hombres.» Me acordé de esta frase uno de esos días medio
melancólicos en que estaba sentada con la cabeza apoyada entre las manos,
aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me
puse a cavilar sin moverme de donde estaba. Sí, es cierto, el papel es paciente,
pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas
duras
llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo
o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable
es que a nadie le interese.
He
llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo
ninguna amiga.
Para
ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo
una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan
así: tengo unos padres muy buenos y una hermana de dieciséis, y tengo como
treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de
admiradores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra
posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto.
Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al
parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las chicas que conozco
lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca hablamos de otras
cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas.
Y
ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de
confidencialidad sea culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y
lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario.
Para
realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no
quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo,
sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi
historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como
nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin
ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por
poco que me plazca hacerlo.
...
De:
Librodot.com
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