viernes, 30 de agosto de 2013

"Es justicia, no caridad, lo que está deseando el mundo."- Mary Shelley

30 de agosto de 1797
Mary Wollstonecraft Godwin  /  Mary Shelley
Escritora, filósofa, política.

















(...) ¡Dios de dioses! ¡Qué escena acabo de ver con mis propios ojos! Estoy desconcertado y no sé si tendré la fuerza suficiente para contarte con detalle lo sucedido. Voy a tratar de hacerlo porque, de lo contrario, cuanto te he dicho perdería parte de su sentido.

He penetrado en el camarote de Frankenstein y he podido ver a una figura gigantesca, inclinada sobre su cadáver. No sé como describirla, pero era un ser desproporcionado y no podía verle la cara. Cuando se inclinaba, le caían, colgando, unos mechones de pelo lacio y espeso. La mano que tendía hacia el cuerpo inerme era enorme y parecía, por su color y su aspecto, la de una momia. Cuando me acerqué, y al darse cuenta de mi presencia, ese horrible ser dejó de lamentarse, para intentar huir por la ventana del camarote. En ese mismo instante cerré los ojos instintivamente, en un esfuerzo por recordar mi deber para con el enemigo de mi buen Frankenstein. Entonces le ordené que se detuviese, cosa que él hizo no sin mirarme con aire sorprendido y volviendo en seguida su horrible faz hacia el inanimado cuerpo de su creador. Cada uno de sus gestos parecía el fruto de una pasión incontrolable.

- ¡He aquí una de mis víctimas! -exclamó-. En su muerte se consuma mi ansia de venganza y se cierra el ciclo de mi mísera existencia. ¡Frankenstein, generoso y devoto espíritu! ¿Acaso me serviría de algo pedirte perdón? Yo, que sin consideración a nada ni a nadie destruí a tus seres queridos ... ¡Pero ya estás frío y no puedes responderme!

Su voz estaba dominada por el dolor, y mi primer impulso ha sido cumplir con la voluntad de mi amigo y destruir al monstruo. Pero no lo he hecho porque me lo ha impedido un sentimiento de compasión, mezclado con la curiosidad. Aun cuando me acerqué a él, no osé levantar los ojos hacia su cara ultraterrena, capaz de atormentar al más tranquilo y sereno de los mortales. Intenté hablarle, pero las palabras se helaron en mis labios, mientras aquel ser continuaba lamentándose. Finalmente, aprovechando un silencio en su letanía de lamentos y tras de muchos esfuerzos, le dije:

- Tu arrepentimiento no es ya necesario. Si hubieras escuchado la voz de la conciencia y atendido los aguijonazos del remordimiento, antes de llevar a cabo tu demoniaca venganza, Frankenstein estaria aún vivo.

- ¿Acaso creéis -me interrumpió- que nunca me he sentido embargado por el remordimiento? Este hombre -añadió, señalando el cadáver- no tuvo que sufrir mientras realizaba su tarea... El no experimentó ni una pequeñísima parte de la angustia que yo he sufrido cuando llevaba a cabo mis atroces asesinatos. Un egoísmo ciego me empujaba a la acción, al tiempo que mi corazón se arrepentía. ¿Acaso creéis que los estertores de Clerval fueron para mí una música celestial? Yo deseaba amor y simpatía. Y cuando me vi obligado al odio y al vicio, por causa de la desgracia, tuve que soportar torturas inigualadas por nadie y que vos no podéis ni tan siquiera imaginar ...

Así, después del asesinato de Clerval volví a Suiza con el corazón destrozado, y tuve tanta compasión de Frankenstein que hasta yo me sentí aterrorizado. Pero cuando supe que el autor de mis días y de mis innumerables tormentos osaba concebir ideas de felicidad mientras sobre mí se acumulaba desgracia tras desgracia, cuando vi que se disponia a disfrutar de una felicidad que a mí me estaba negada, me sentí dominado por una envidia impotente y por una amarga indignación que acicatearon mi deseo de venganza. Recordé las amenazas que yo mismo había proferido, y decidí cumplirlas. Sabia de antemano que me conducirian a una nueva y mortal tortura, pero yo me sentía el esclavo, y no el dueño, de un apasionamiento que no podia abandonar, aun cuando me resultase aborrecible. Y cuando ella murió ... No, aquella vez no me sentí miserable. Cometí aquel crimen renegando de toda clase de sentimientos y movido por el afán de venganza. A partir de aquel momento, el mal se convirtió para mí en bien, y llegado a este extremo era obvio que no tenia elección. Por lo tanto, me fue necesario adaptar mi naturaleza a algo que yo mismo habla elegido voluntariamente, y desde entonces el cumplimiento de mis diabólicos proyectos no ha sido más que una pasión insaciable. Ahora, por fin, he rematado mi obra. ¡Esta ha sido mi última víctima!

Estas manifestaciones comenzaron por conmoverme, pero al recordar lo que me había dicho Frankenstein respecto a su elocuencia y a su capacidad de convicción y viendo el cuerpo de mi amigo exánime, sentí como la indignación se apoderó nuevamente de mí.

- ¡Monstruo mil veces maldito! -le dije-. ¿Por qué vienes a llorar la muerte de tu última víctima? Tú que arrojaste una brasa ardiendo al techo de una cabaña, y luego te quedaste para contemplar tu obra destructora a la vez que te lamentabas. ¡Maldito hipócrita! Si aquel a quien lloras volviese a la vida, se convertiría de nuevo en el blanco de tu venganza. No es piedad lo que sientes. No. Tus lamentos se deben a la desesperación que te produce verle fuera de tu poder.

- ¡Oh, no, esto no es verdad! -me interrumpió-. No busco simpatía alguna en mi dolor, porque sé perfectamente que jamás la encontraría. La primera vez que la busqué fue en el amor y la virtud; quise participar de las sensaciones de la felicidad y el afecto. Pero ahora, la virtud es para mí un espejismo y la felicidad se ha convertido en odio. ¿Dónde creéis que puedo encontrar simpatía? Me basta con sufrir en solitario, mientras duren mis padecimientos, pues sé que cuando muera los únicos recuerdos que acompañarán mi memoria estarán teñidos de vergüenza y horror. Hubo un tiempo en que mi imaginación se alimentaba con sueños de virtud, fama y felicidad, en que esperaba con candorosa ilusión encontrar en mi vida seres capaces de olvidar mi malformación y de amarme por las excelencias de mi alma. Pero el crimen me ha reducido a un nivel peor que el de las alimañas. No hay en el mundo maldad, ni desgracia, ni miseria, que sean comparables a la mía. A veces examino la senda de mis horribles crímenes, y no puedo creer que los haya cometido la misma criatura que en otro tiempo tuvO sublimes y trascendentes visiones de la belleza y la majestad que caracterizan a la virtud. Estaba escrito: el ángel caído se convierte en el espíritu del mal. Pero él, enemigo de Dios y de los hombres como fue, tiene amigos que le consuelan en su desolaci6n, mientras que yo estoy completamente solo.

Vos os llamáis amigo de Frankenstein, y parecéis tener algún conocimiento de mis crímenes y de mis penas. Pero por muchos detalles que él os haya podido dar, nunca serán sino el resumen de horas, de meses en los que se han acumulado las miserias y he desperdiciado mis energías en inútiles apasionamientos. Porque, mientras iba consumando la venganza, yo no conseguía calmar mis ardientes deseos. Bullía por encontrar amor y afecto, y lo único que hallaba era el desprecio y el horror. ¿Acaso no es esto una cruel injusticia? ¿ Por qué solamente yo tenía que ser tachado de criminal, cuando toda la humanidad pecaba contra mí? ¿Por qué no odiáis a Félix, que tan violentamente me expulsó de su lado? ¿Por qué aquel gañán intentó matar al salvador de su hija? ¡Ay! Aquéllos eran unos seres inmaculados, y sólo yo soy el miserable, el proscrito, un monstruo que merece ser pisoteado. Ahora, cuando recuerdo esto y me arrepiento de mis acciones, no puedo evitar que la sangre bulla en mis venas.

Es cierto, ¡soy un miserable/ He asesinado a criaturas indefensas; he estrangulado al inocente mientras reposaba; he arrancado la vida de quienes no me habían ofendido jamás; he conseguido que mi creador se convirtiera en un alma en pena después de haber sido un magnífico ejemplo de admiración y amor ... Le he perseguido hasta acosarle, y ahora yace aquí, sin vida. Vos podéis odiarme, pero nunca llegará vuestro odio al nivel que llega el que yo siento por mí mismo. Miro estas manos asesinas, escucho el corazón que concibió tales planes, y espero con ansia el momento en que ni mis ojos ni mis oídos serán capaces de ver u oír.

No debéis temer que sea todavía instrumento de desgracias ajenas. He terminado, casi, mi trabajo. No me hace falta ni vuestra vida ni la de ningún otro hombre para completar lo que es necesario completar. La única vida que preciso es la mía, y no tardaré mucho en obtenerla. Voy a abandonar vuestro barco en el mismo témpano que me trajo a él, y me dirigiré al extremo más alejado del hemisferio. Allí reuniré el material que adornará mi pira funeraria, y en ella convertiré este cuerpo deforme y horrendo en cenizas, para que no sirva de curiosidad a ningún buscador de gloria que desee crear otro ser tan desgraciado como yo he sido. Moriré, y muriendo no sentiré ningún dolor ni experimentaré insatisfacción alguna ... Quien me dio la vida ha muerto; así pues, cuando yo haya desaparecido, el recuerdo de ambos desaparecerá también. El sol no volverá a calentarme, la brisa no acariciará ya nunca más mis mejillas y las estrellas no me servirán de guía. La luz, el sentimiento y los sentidos formarán parte del pasado, y sólo cuando esto suceda podré encontrar mi auténtica felicidad. Hace algunos años, cuando pude apreciar por primera vez la cálida alegría de la primavera y escuchar el murmullo de las hojas y el piar de los pájaros, cuando creí que todo aquello también había sido creado para mi disfrute! podía haber muerto de felicidad. Pero ahora, emponzoñado como estoy por mis crímenes, destrozados como tengo todos mis sentimientos, ¿dónde podré encontrar el reposo que necesito si no es en la muerte?

¡Adiós, os dejo! Por última vez dirijo mis ojos hacia el ser humano. ¡Adiós, Frankenstein! Si te fuera posible volver a la vida, si todavía quedase en tu alma un rescoldo que alimentase sentimientos de venganza hacia mí, te juro que quedarías más satisfecho con mi triste vida que con mi muerte. Pero las cosas no serán así, porque tú has buscado mi destrucción para poner fin a nuevas y mayores desgracias. Y aun suponiendo que no hayas dejado de sentir, dondequiera que estés no querrás imponerme un castigo mayor que el que padece mi existencia. Tu vida fue desgraciada y miserable; pero peor fue la mía, porque el dolor del remordimiento me seguirá clavando sus puñales hasta que la muerte cierre para siempre las heridas de mi alma.

Pronto, muy pronto -exclamó con solemne entusiasmo-, moriré y dejaré de experimentar lo que ahora siento. Pronto acabaré con estos pensamientos. Ascenderé, gozoso, a mi pira funeraria, y gozaré del dolor que me produzcan las llamas. El fulgor de esta conflagradón se apagará lentamente, el viento recogerá mis cenizas para llevarlas hasta el mar, y mi espíritu encontrará al fin la paz ... Aunque me sea posible pensar, estoy seguro de que ya no será lo mismo, de que todo será distinto a como es ahora. ¡Adiós!

Y saltó por la ventana del camarote al terminar de pronunciar estas palabras, cayendo sobre el témpano de hielo que flotaba a uno de los costados del buque. Las olas le arrastraron en una especie de torbellino y se perdió en la oscuridad de la distancia.


De: Continuación del Diario de Robert Walton - de Frankestein de Mary Shelley


De: Biblioteca Virtual Antorcha



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