Nunca pasa nada
Era una
apacible tarde de diciembre. Había salido de la cárcel hacía pocos días.
Cada rincón
conservaba algo del pasado. Se veía junto a su grupo de amigos sentados en la
cafetería, en el banco de la plaza, frente al correo. Siempre diciendo lo
mismo:
- En este
pueblo nunca pasa nada.
Mientras
caminaba, volvió a recordar esa noche.
Ni siquiera
un golpe. Sólo un ruido en la calle, justo en la puerta de su casa. Salió. Más
bien por curiosidad.
Al abrir y
antes que le diera tiempo a otra cosa, abrió los brazos para recibir a Elena que
literalmente cayó en ellos. Sin saber a ciencia cierta qué ocurría, la tomó en
brazos y la llevó al diván de la cocina.
Fue recién unos minutos más tarde, cuando se dio cuenta de que ya estaba
muerta. Yacía en sus brazos en un charco de sangre.
-No puede ser- dijo, en un hilo de voz.
Luego ese
hilo de voz fue creciendo, acorde al flujo de sangre que mojaba todo en
derredor. Sintió que se sumergía en aquel rojo. La sacudió, le gritó, la besó y
lloró como un niño, hasta que llamaron a su puerta.
Nunca supo
por qué no se sorprendió al ver a los policías. Tampoco cuando uno de ellos le
dijo:
-Juan, nos
tienes que acompañar a la comisaría.
Como un
autómata se puso la campera y los siguió. Frente a su casa, la ambulancia, la
policía y muchos curiosos.
Camino a la
comisaría, recordó. Ella le había dicho que lo mejor era un aborto, pero él lo
rechazó de plano. Había estado hablando con su padre, que ya le había ofrecido
dejarle su puesto en la tienda. Estaba cansado de trabajar, dijo. Llevaba 30 años de ir y venir puntualmente de
9 a 12 y de 14 a 19. Con esa perspectiva y otros planes tenía todo bajo
control.
Elena pareció
estar de acuerdo. Hasta se mostró contenta. Si algo la había caracterizado era
esa eterna, hermosa y amplia sonrisa por la que él hubiera matado. Habían
seguido con sus vidas, encontrándose todas las tardes con el grupo de amigos junto
a los que habían crecido. El pueblo era pequeño y todos se conocían. Tranquilo
lugar, donde todos estaban de acuerdo. Nunca pasaba nada.
Al llegar a
la comisaría le tomaron la declaración. El comisario, amigo de sus padres y
como otro vecino más del pueblo, luego de escuchar su declaración lo miró
inquisidor y le dijo:
- ¿Te das cuenta en lo que estás metido? ¿Estás
seguro de que no quieres declarar algo más?
Se recibieron
varias llamadas denunciando ruidos que alarmaron a los vecinos. Una en
especial. Alguien dijo que, en tal parte, habían cometido un crimen... Fue ahí
que mandamos la patrulla. Ni siquiera sabíamos con qué nos íbamos a encontrar.
Todo había
sido en ese tenor, dijeron, contaron, denunciaron.
Lo llevaron a
la cárcel, pero en 48 horas lo trasladaron a la ciudad más cercana. Así fue cómo,
aunque su familia era conocida y de buena posición económica, se movieron
sigilosamente hilos de un poder que se desconocía.
Pronto vinieron
a verlo: primero sus padres y luego sus amigos. De a uno, de a dos, no más.
Durante todos
esos años, solo lo ayudaron a vivir los últimos recuerdos.
El último fin
de semana había sido el cumpleaños de Maruja. Había cumplido 18 años y lo había
celebrado con bombos y platillos. Ellos eran una de las parejas favoritas,
sabían que se lucían en la pista. Elena era esbelta, y se desplazaba por el
salón con la elegancia de una gacela. Eran la envidia de todos. Cuando bailaban
rock, jugando con todas las piruetas que veían en las películas, hacían las
delicias de los jóvenes y el escándalo de los mayores. Parecía mentira. Eso
había ocurrido cuatro días antes de su muerte. Estaba seguro de que Elena había
recurrido a un par de profesionales que tenían una clínica clandestina bastante
popular. Era uno de esos secretos a voces
que había en el pueblo. Pero no entendería nunca por qué se lo había
ocultado. Tampoco cómo había llegado a
su casa con semejante hemorragia, para morir en sus brazos.
Tenía tanto
tiempo en la celda para pensar que le pareció recordar que, cuando abría la
puerta, arrancaba un auto. O… ¿sería su imaginación?
Hubo gente
que aseguró oír gritos y peleas. Otros dijeron haberla escuchado llorar. Nunca
habría pensado que esa gente, siempre tan amistosa, se convertiría en el grupo
de sus más ensañados acusadores. Mucho menos, la exuberante fantasía de la que
hicieron alarde. Quizás por lo mismo: porque nunca pasaba nada.
Se dijo que
él la había obligado a abortar, que lo había practicado él mismo, furioso, fuera
de sí.
Se comentaron
muchas cosas: que él la había matado, que era un asesino.
De todos
modos, él supo de inmediato quiénes habían sido los culpables. Pero no
entendería jamás por qué su padre, con tanta influencia, no había podido hacer
nada ante la tipificación de “Asesinato con premeditación y alevosía”. ¡Sólo
tenía 19 años!
Y así,
pensando, en esa apacible tarde de diciembre tomó una decisión. Al otro día se
iría del pueblo, para no volver.
La gente que
lo encontraba en la calle, trataba de evitarlo. Lo saludaban como si tuvieran
algo urgente que hacer. ¡Cómo si alguna vez, en ese pueblo, hubiera habido
apuro por algo!
Volvió a casa
de sus padres, con la resolución ya tomada. Quiso ir por última vez a lo que
había sido su especie de piso de soltero. Su pequeña casita, donde vio morir a
su amada.
-Todo está
igual, hijo. – le había dicho la madre. Sólo yo fui, con Teresa, a limpiar.
Cuando Juan
introdujo la llave en la cerradura, una triste sonrisa se dibujó en sus labios.
Cuántos recuerdos en un simple acto. Todo parecía igual. Nada indicaba los
trágicos acontecimientos ocurridos allí. Se sentó en el diván, en el mismo
diván donde la había reclinado, casi sin vida. Lloró. Diez años había llorado,
pero nunca como en aquel momento. Lloraba por su Elena, no por estar preso, no
por no saber qué había pasado, sino por la mujer que había amado, su primer
amor. Quizás, el último. ¡Cuánto tiempo llevaría sanar esas heridas!
El rostro
anegado de lágrimas lo llevó a buscar en su entorno con qué secarse; en ese
momento le llamó la atención algo atrapado debajo de una de las patas del
diván. Un papel. Se agachó y más bien por inercia quiso sacarlo, pero al
encontrar cierta resistencia, retiró el diván y el testarudo papel. En ese
instante, en el ademán de arrojarlo a la chimenea, vio un membrete. Era un
cheque. Ya, con curiosidad, comenzó a estirarlo; amarillento, desteñido, se
leía claramente una cifra elevada, a la orden del doctor fulano de tal, firmado
por su padre. Su mente quedó en blanco. Pero al vislumbrar la posible realidad,
sintió furor. ¡Cómo pudo!
Al entrar a
la casa de sus padres, tiró el cheque sobre la mesa. Ese papel amarillento tomó
tal protagonismo que pareció ser quien pidiera explicación. El padre lo vio y se
derrumbó. Siempre había pensado que el cheque, celosamente
guardado, sería el documento incriminatorio de su complicidad. La culpa, el
remordimiento, todos los sentimientos que no le habían dejado vivir durante todos
esos años, afloraron en su semblante. Disminuido, envejecido, acusado por
aquellas miradas inflexibles y el cheque que una vez firmara para solucionar un
problema.
-Tan sólo quería
lo mejor para mi hijo. ¿Era eso un pecado? - lloraba.
- Lo creyó
mejor para los dos. Eran muy jóvenes. –agregó la madre.
Había hablado
con el doctor y la comadrona y les extendió un cheque por una buena suma. Lo
aceptaron, no sin antes advertirle que la chica corría riesgo.
No fue
difícil convencer a Elena. Ella tenía miedo de su padre. Pero nunca supo que
cuando la situación se complicó, tras ayudarla a vestir, la llevaron a la casa
de Juan, y pusieron en sus manos ese cheque que los incriminaba. Elena lo
agarró, bajó del auto con dificultad y, sin saber cómo, cayó en brazos de Juan.
Desde ese diván, junto al último suspiro, dejaría caer el cheque. Mudo testigo
de un mal negocio.
Ana Virginia Gómez
Taller Web de Narrativa
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