miércoles, 31 de enero de 2018

“¿Cómo podría Hiroshima desparecer de nuestros corazones?”- Kenzaburo Oé.

31 de enero de 1935- Japón
En una vida signada por la decisión de entender el dolor,
entenderlo como semilla inherente a la condición humana,
esta sonrisa es el preciso emblema de la dignidad.


“Yo tenía diez años cuando los estadounidenses lanzaron la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, y vivía en otra isla, Shikoku, al sudoeste de Japón. Los bosques ancestrales de mi isla y aquel hongo luminoso, que representaba el progreso científico, son el punto de partida de mi literatura y la explicación de la ambigüedad que los críticos detectan en ella, que es la propia ambigüedad de mi país, la que existe entre la belleza que hemos conocido, el Japón más hermoso, y la fealdad de esta civilización europea (occidental más ampliamente) a la que nos apuntamos hace ya más de un siglo. Al optar perdimos nuestra civilización, la de los bosques, donde se encontraba toda la abundancia que disfrutaban los seres humanos. Eso nos causa una especie de disfunción que es la base de nuestra ambigüedad”.

El nacimiento de su hijo Hikari , que debió ser sometido a una intervención quirúrgica de extremo riesgo (y de la cual resultaron secuelas permanentes), lo empujó a viajar a Hiroshima. “Fue el viaje más extenuante y depresivo de mi vida. Pero, al cabo de una semana de estar allí, encontré la llave para salir del profundo pozo neurótico y decadente en el que había caído: la profunda humanidad de sus gentes. Quedé impresionado por su coraje, su manera de vivir y de pensar. Aunque parezca raro, fui yo el que salí de allí animado por ellos, y no al revés. Vinculé mi dolor personal al de aquellos hombres y mujeres, decidí resistir y luchar como ellos. Me sentí impelido a examinar mi completa condición humana, reexaminé mis ideas y asumí un sentido moral de la existencia. Desde aquel día, miro el mundo con los ojos de las gentes de Hiroshima". 

“Desde niño tengo interés en cómo nuestro limitado cuerpo encaja el sufrimiento. De pequeño, yo iba a pescar. Y me fijaba en el pez con el anzuelo clavado, que se movía mucho. Sufre horrores, pero en silencio: no grita. El niño que yo era pensaba: ¡cuánto dolor inexpresado! Ese fue el primer estímulo que me llevó a ser escritor, porque pensé que los niños tampoco podíamos hacernos entender bien. Me hice escritor para reflejar el dolor de un pez. Y hoy me siento, sobre todo, un profesional de la expresión del dolor humano, al que persigo mostrar con la mayor precisión posible”.









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