Un hijo
- ¡Devolvémelo, Tomás, vos lo tenés! Los hombres y las
mujeres de blanco de la planta baja no me ayudan y vos no me decís dónde está.
¡Estoy sola, sola! - clama Mercedes,
mientras deambula por la casona, a lentos pasos hondos como las decepciones de
cada rincón en que hurga y rehurga; en sus manos, una llave que el hombre le ha
dejado y unos dibujos hechos con palitos y cabezas sin rostro.
- ¡Ayudame, ayudame, sos su amigo, no su dueño! Detrás de
estas paredes y en los respiraderos, los oigo correr, reírse, jugar, los oigo
felices.
Cuando puede, escapa a la habitación y contempla los muebles
lustrosos, la cama con las cobijas sin uso, la ropa sin remiendos, los zapatos
sin acordonar, los juguetes inmóviles en sus envoltorios, y un marco hueco.
Con la travesía del calendario, la esperanza ya no la
alimenta, y el desencanto la condena, como el sol en el ocaso.
Su vida se estancó desde el día en que Tomás se lo llevó por
aquel mar de sangre y dolor…
Recién hoy ha abierto sus ojos, sus pesados ojos; en la mesa
de luz su mano se encontró un pañuelo húmedo, una vela agotada y el pastillero
lleno.
-Tomás, Tomás ¿sos vos? - susurra.
Respondiendo a sus plegarias Tomás le indica, con voz muy
calma, que siguiendo el resplandor de la luna camine hacia el ventanal, suba al
borde, cierre los ojos y se deje llevar, que se libere, que lo encontrará, que
lo verá… “Lo verás correr, reír, jugaaar, looo veeerás feliiiiiz”.
Nicolás
Rodríguez
La isla
El anciano se frota las manos doloridas, mientras aspira el
aire del atardecer sentado en una roca encima de la colina.
-Tenemos que seguir- le dice el hombre joven que apoya la
mano en el hombro del anciano. - Todavía habrá luz por un rato.
-Estoy cansado. Ya no quiero seguir. Duele demasiado.
El Joven le toma las viejas manos y se las besa.
-No. ¡Me duele más lo que veo! -responde el anciano, y en un
gesto brusco aleja sus manos.
-Es lo que ahora debe ser hecho.
- ¿No hay otra manera? – se queja el anciano.
El muchacho no responde. Parece admirar la vista de la isla.
- Debemos seguir. Ya no queda mucho tiempo– responde al rato,
como despertándose de un sueño.
- Querrás decir que a mí no me queda mucho tiempo – sonrió el
anciano. Tú, sin embargo, ¡sigues tan joven como cuando te conocí, aun después
de tanto tiempo!
- Y tú sigues tan cascarrabias como siempre – sonríe el
joven.
- ¿Debemos realmente continuar? ¡Me duelen tanto las manos!
¡No paro de escribir! ¿Para qué sirve todo esto? ¿Para qué sirve lo que estamos
haciendo? Todas estas palabras que me
dictás. ¡Si nadie va a entender nada! ¡Si nadie nos va a creer! ¡Si después de
todo lo que hacemos, todo será cambiado y malinterpretado! ¡Si luego, ya nadie
tendrá memoria! ¡Nadie sabrá quién fui! ¡Me confundirán con otro! ¡Y lo peor de
todo es saber que de nada sirvió lo que hiciste!
En silencio, el joven lo mira con dulce paciencia.
- Todo lo que me muestras, ¿va a pasar de verdad? - suspira
el anciano.
- Todo depende. De ellos. –
Y su mirada parece ver algo que no está allí.
- Pero... tal vez por la mañana…
- Querido Juan. Debemos apurarnos. Pero debes saber que todo
lo que escribimos no son palabras al viento, aun a pesar de todo lo que viste.
El que tenga oídos, oirá. Quien tenga ojos, verá. ¿Continuamos? - dijo una voz
en el viento.
Acostumbrado a las idas y venidas del joven, el anciano
asiente. Apoyado en el bastón, da una última mirada al sol poniente de Patmos,
y se dirige hacia la cueva donde habita solo, en el exilio.
Andrea Alves
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