22 de agosto de 1920- Estados Unidos |
-¿Qué le pasa? -le pregunté.
El hombre me respondió desabotonándose lentamente el cuello
apretado. Cerró los ojos, y con movimientos muy lentos se abrió la camisa.
Luego, con la punta de los dedos, se tocó la piel.
-Es curioso -dijo con los ojos todavía cerrados-. No se las
siente, pero están ahí. No dejo de pensar que algún día miraré y ya no estarán. Camino
al sol durante horas, en los días más calurosos, cocinándome y esperando que el sudor las
borre, que el sol las queme; pero llega la noche, y están todavía ahí.
El hombre ilustrado volvió hacia mí la cabeza, mostrándome
el pecho.
-¿Están todavía ahí? -me preguntó.
Durante unos instantes no respiré.
-Si -dije-, están todavía ahí.
Las ilustraciones.
-Me cierro la camisa a causa de los niños -dijo el hombre
abriendo los ojos-. Me siguen por el campo. Todo el mundo quiere ver las imágenes, y sin
embargo nadie quiere verlas.
El hombre se sacó la camisa y la apretó entre las manos.
Tenía el pecho cubierto de ilustraciones, desde el anillo azul, tatuado alrededor del
cuello, hasta la línea de la cintura.
-Y así en todas partes -me dijo adivinándome el
pensamiento-. Estoy totalmente tatuado. Mire.
Abrió la mano. En la mano se veía una rosa recién cortada,
con unas gotas de agua cristalina entre los suaves pétalos rojizos. Extendí la mano
para tocarla, pero era sólo una ilustración.
De: El Hombre ilustrado
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