25 de agosto de 1923- Colombia
Acusado de fraude por la Standart Oil, la Esso colombiana,
Mutis fue recluido 15 meses
en la celda 52 de la crujía I del Penal de
Lecumberri.
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“Conozco México mejor porque estuve en Lecumberri” - Álvaro
Mutis
Por: Elena Poniatowska
Si no hubieras estado en el
Palacio Negro de Lecumberri, ¿habrías escrito siete novelas?
–Bueno, no sólo no habría escrito
las siete novelas, sino ninguna otra cosa. En la cárcel tú llegas al final de
la cuerda; todo lo que sucede en la cárcel es verdad absoluta. Ahí no tienes
lugar especial, ni por tu posición social, ni por tu condición de escritor;
pierdes todos tus privilegios, y eso es muy sano… Estás frente a la nada, no
sabes qué va a ser de ti. Y para quien viene de un país extranjero, la única
manera de conocer a fondo un país es una experiencia como ésa. Yo no me quejo
para nada, aunque desde luego que no hubiera querido tener nunca esa vivencia.
–¿Antes de entrar a Lecumberri
qué habías escrito?
–Había publicado Los elementos
del desastre, Reseña de los hospitales de ultramar, La balanza y tenía mucho
poema suelto que no había reunido. Pero es a partir de que empiezo a escribir
La nieve del almirante –publicada en 1986– cuando se empezó a destilar, a
reproducirse, una cantidad de material que se fue convirtiendo en las otras
seis novelas. Me di cuenta de que esas novelas las podía hacer porque había
vivido la experiencia de Lecumberri. Después de Lecumberri, también salieron
publicados ocho libros de poesía: Los trabajos perdidos, Los emisarios, Crónica
regia y alabanza del reino, Un homenaje, Siete nocturnos… Nunca quise volver a
escribir sobre la experiencia de la cárcel, porque sentía que iba a mentir; tú
sabes que la experiencia real, a medida que va pasando el tiempo, uno la va
transfigurando (tuve la tentación de decir enriqueciendo, pero puede ser
también empobreciendo). Jamás he vuelto a tocar el tema. Eso sí, puede que en
algunas de las novelas haya un mundo de picaresca o que en el carácter, en la
sicología o en la conducta de Maqroll, El Gaviero, haya material de alguien que
ha conocido el submundo del hampa.
“Cuando encuentras un hombre que
ha cometido varios homicidios brutales, conversas con él y te cuenta de sus
hijos, tiene contigo detalles de afecto, se te abren los ojos del alma y te das
cuenta de que estás con una persona que es como tú. Esa lección no hay con qué
pagarla. No te digo que te haga mejor o que te haga más feliz, pero sí te
enriquece. Una cosa que yo aprendí a partir de Lecumberri es que ningún hombre
tiene el derecho de juzgar a nadie. Finalmente, todas las leyes, todos los
códigos, todos los decretos, todos los reglamentos acaban siendo de una gran
injusticia. Mira, te voy a contar una anécdota: estaba yo un día en una tienda
departamental, aquí en México, y de pronto se me acerca un policía y me dice:
‘¡Quihubo, mi Mayor!’ Era un compañero mío de la crujía H, cuando yo fui
‘Mayor’ de la crujía. Era una fiera, listo como no te imaginas. Su especialidad
era el robo en casas, (esos ladrones se llaman ‘zorreros’). Y le dije: ‘¿Y tú
qué haces aquí?’ Me dijo: ‘Pues aquí trabajando’, ‘¿Cómo entraste?’ ‘Pues ahí
con unos papeles, ya sabe usté”. Pensé yo: ‘Este hombre fue juzgado por robo y
ahora el es el que atrapa al que roba’”.
–Y cuando te sucedió lo de
Lecumberri, ¿tú pensaste en algún momento en que era irrevocable?
–Sí. Me cayó la justicia encima,
me cambió la ley. Me sentí acorralado, cercado, pero pocas semanas después me
fui dando cuenta, a medida que recibía cartas y visitas que no estaba solo.
Soledad
En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes
árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas hojas del banano
silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus miserias más secretas, el pavor
de un gran vacío que le acechaba tras sus años llenos de historias y de
paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando,
temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la
demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó al Gaviero una secreta
herida de la que manaba en ocasiones la tenue linfa de un miedo secreto e
innombrable. La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada
extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y tornó a poner en
sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el amor, ni la desdicha, ni
la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos para él después de su
aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.
De: Biblioteca Digital Ciudad Seva
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