“Deschartres, muy afectuoso
conmigo y muy preocupado por mi salud, no pensaba en otra cosa cuando escuchaba
volar cerca a la codorniz. Yo me dejaba llevar también un poco de ese
entretenimiento salvaje de acechar y coger un ave. También mi papel de «llamador»,
consistente en estar acostada en los trigos inundados de rocío del amanecer, me
volvió a traer los dolores agudos en todos mis miembros que ya había sentido en
el convento.
Deschartres, vio un día que yo no
podía montar en mi caballo y que hacía falta llevarme en brazos. Los primeros
pasos de mi cabalgadura me arrancaban gritos; sólo después de vigorosos tiempos
de galopes con los primeros ardores del sol era cuando me sentía curada. Él se
asombró un poco y constató al fin que yo tenía reumatismo. Esto fue para él una
razón de más para prescribirme los ejercicios violentos y el vestido masculino
que me permitirían mejorar.
Mi abuela al verme vestida de
hombre lloró. –Te pareces demasiado a tu padre –me dijo–. Vístete así para
correr, pero vuelve a vestirte como una mujer al regreso, para que yo no me
equivoque, ya que eso me hace un mal espantoso y hay momentos en los que
embrollo tanto el pasado con el presente, que no sé ni la época en que vivo.
Mi manera de ser se exteriorizaba
tan naturalmente en la posición excepcional en la que yo me encontraba, que
hasta me parecía lógico vivir de una manera distinta a la de las otras jóvenes.
Me juzgaron muy extraña y, sin embargo, yo lo era infinitamente menos de lo que
podría haberlo sido si hubiese tenido el gusto de la afectación y de la
singularidad. Abandonada a mí misma en todo, no encontrando más control en la
casa de mi abuela, olvidada por mi madre, empujada a la independencia absoluta
por Deschartres, no sintiendo en mí ningún pesar del alma o de los sentidos, y
pensando siempre, a pesar de la modificación que se había hecho en mis ideas
religiosas, en retirarme a un convento con o sin votos monásticos, lo que
llamaban a mi alrededor «la opinión», no tenía para mí ningún sentido, ningún
valor y no me parecía de ninguna utilidad”...
Fragmento de: Historia de mi vida
George Sand
Pehuén Editores, 2001
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