Y por eso, muy pocas veces se nos
ocurre pensar que también son activos participantes de las Artes el portero de
equis Banco, el albañil contratado para realizar arreglos en una casa, la
cajera del Supermercado de la otra cuadra, el conductor del ómnibus que nos
acerca al trabajo desde hace quince años o la simpática empleada que nos ayudó
a realizar una elección adecuada en una Mueblería el mes pasado. Sería
reparador y profiláctico, para nuestro actual relacionamiento socio-emocional, considerar
el grado de mutilación que ejercemos diariamente sobre nuestros semejantes.
¿Y qué ocurriría si no nos
conformáramos con sólo pensar y nos atreviéramos a averiguar, a dialogar, a
militar por una concepción más compleja y completa del Otro, a concederle y
concedernos un estatus menos economicista, menos elitista, más trascendental? Algún
matiz de necesariedad tendrán las Artes en la realidad humana cuando es posible
rastrearlas desde la Prehistoria. Como sostiene Julian Barnes en El ruido del Tiempo:
“El arte pertenece a todo el mundo y a nadie. El arte pertenece a todas las
épocas y a ninguna. El arte pertenece a quienes lo crean y a quienes lo
disfrutan.”
El texto que ahora les invito a
leer y a compartir llega aquí como resultado de esa militancia. No dormitaba en
una Biblioteca ni fue abandonado aviesamente sobre la mesa de un Taller
Literario. Latía en la carpeta que acompaña todos los días a su dueña al
trabajo (un espacio mundano, casi frívolo, podríamos decir); pero, ¿acaso no
lleva su canto el murguista a donde vaya o su esbozo en la mente el pintor? Como
en El Corazón Delator, algunas vibraciones alentaron el diálogo, y una vez más,
el recóndito amor por las Artes fue puente para el respeto, la estima y la
celebración de instantes reales de plenitud. Gracias, Jeanine Favier, por un
encuentro humano absolutamente causal.
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