lunes, 7 de noviembre de 2016

"No vencí todas las veces que luché, pero perdí todas las veces que dejé de luchar"- Cecilia Meireles

7 de noviembre de 1901- Brasil
Docente, escritora, periodista.

De la soledad

Hay muchas personas que sufren del mal de la soledad. Basta que alrededor de ellas surja el silencio, que no se manifieste ante sus ojos ninguna presencia humana, para que se apodere de ellas una inmensa angustia: como si el peso del cielo cayera sobre su cabeza, como si se levantara del horizonte el anuncio del fin de mundo.
Sin embargo, ¿existirá en la tierra la verdadera soledad? ¿Acaso no estamos todos cercados por innumerables objetos, por infinitas formas de la naturaleza, y nuestro mundo particular no está lleno de recuerdos, de sueños, de razonamientos, de ideas, que impiden una soledad total? Todo está vivo y todo habla alrededor de nosotros, aunque con vida y voz que no son humanas pero que podemos aprender a escuchar, porque muchas veces ese lenguaje secreto nos ayuda a esclarecer nuestro propio misterio. Como Malmud, el sultán que entendía el habla de los pájaros, podemos aplicar toda nuestra sensibilidad a ese aparente vacío de soledad: y poco a poco nos sentiremos enriquecidos.

Pintores, fotógrafos, rondan a los objetos en busca de ángulos, juegos de luz, elocuencia de formas, para revelar no sólo aquello que les parece el más estético de sus aspectos, sino también el más comunicable, el más lleno de sugerencias, el más capaz de transmitir lo que excede los límites físicos de esos objetos, lo que constituye, de cierto modo, su espíritu y su alma.

Hagámonos videntes también de esa manera: miremos despacio el color de las paredes, el diseño de las sillas, la transparencia de las ventanas, las suaves telas tejidas sin mayores pretensiones. No busquemos en ellos la belleza que deslumbra la mirada, el equilibrio de líneas, la grandeza de las proporciones: muchas veces su aspecto, como en las criaturas humanas, es humilde y torpe. Amemos en esas humildes cosas la carga de experiencia que representan, y la repercusión que en ellas puede sentirse de tanto trabajo humano por interminables siglos. Amemos lo que sentimos de nosotros mismos en esas variadas cosas, puesto que, egoístas como somos, no sabemos amar más que aquello en donde nos reconocemos. Amemos el antiguo encantamiento de nuestros ojos infantiles, cuando empezaban a descubrir el mundo: las nervaduras de la madera, con sus caminos de bosques y ondas y horizontes; el dibujo de los azulejos; el esmalte de las vajillas; los tranquilos, metódicos tejados... Amemos el rumor del agua que corre, los sonidos de las máquinas, la inquieta voz de los animales, que desearíamos traducir. Todo palpita alrededor de nosotros, y es como un deber de amor dedicar el oído, la vista, el corazón, a esa infinidad de formas naturales o artificiales que encierran su secreto, sus memorias, sus silenciosas experiencias. La rosa que se despide de sí misma, el espejo donde descansa nuestro rostro, la funda donde se dibujan los sueños de quien duerme, todo, todo es un mundo con pasado, presente y futuro, por el que transitamos atentos o distraídos. Mundo delicado, que no se impone con violencia: que acepta nuestra frivolidad o nuestro respeto; que espera que lo descubramos, sin mostrar ninguna urgencia de dominio; que puede quedar siempre ignorado, sin por eso dejar de existir; que no hace de su presencia un anuncio exigente: "¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!" Concentrado en su esencia, se nos revela cuando nuestros sentidos están aptos para descubrirlo. Y en silencio nos ofrece su múltiple compañía, generosa e invisible.

Si se quejan de soledad humana, presten atención a esa poderosa presencia alrededor de ustedes, a ese copioso lenguaje que de todo se derrama y que conversará con ustedes interminablemente.

Cecilia Meireles


De: http://fuentes.csh.udg.mx/






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