Escritor, periodista, traductor. 1927- 1977 |
Nicolás Carranza no
era un hombre feliz, esa noche del 9 de junio de 1956. Al amparo de las
sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por
dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a
la tumba, y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra.
Por un momento, sin
embargo, pudo olvidar sus preocupaciones. Tras el azorado silencio
inicial, un coro de voces chillonas se alzó para recibirlo. Seis hijos tenía
Nicolás Carranza. Los más pequeños se habrán prendido a sus rodillas. La mayor,
Elena, habrá puesto la cabeza al alcance de la mano del padre. La ínfima Julia
Renée —cuarenta días apenas— dormitaba en su cuna.
Su compañera, Berta
Figueroa, alzó los ojos de la máquina de coser. Le sonrió con mezcla de pena
y alegría. Siempre era igual. Siempre llegaba así su hombre: huido, nocturno,
fugaz. A veces se quedaba una noche, después desaparecía las semanas. Por ahí le
hacía llegar un mensaje: estaba en casa de tal amigo. Y entonces era ella
quien iba a su encuentro, dejando los chicos a alguna vecina, y pasaba con él unas
horas transidas de temor, de zozobra, de la amargura de tener que dejarlo y
esperar el lento paso del tiempo sin noticias suyas.
Era peronista Nicolás
Carranza. Y estaba prófugo.
Por eso, cuando en
furtivos regresos como éste algún chico del barrio le gritaba al encontrarlo: “¡Adiós,
don Carranza!”, él… apresuraba el paso y no contestaba.
—¡Eh, don Carranza!
—lo seguía la curiosidad.
Pero don Carranza —silueta
baja y maciza en la noche— se alejaba rápidamente por la calle de tierra,
levantando hasta los ojos las solapas del sobretodo.
Y ahora estaba
sentado en el sillón del comedor, hamacando en las rodillas a Berta Josefa, de
dos años, y a Carlos Alberto, de tres, y acaso a Juan Nicolás, de cuatro —toda una
escalera de pibes tenía, don Carranza—, hamacándolos e imitando el fragor
y el silbato de los trenes que manejaban hombres como él, gente de esa barriada
ferroviaria.
Después conversó
con la preferida, Elena, de once años —alta y espigada para su edad, grandes
ojos pardos—, le contó algo de sus andanzas mezclado con algo de fábula risueña,
y la interrogó con preocupación, con miedo, con ternura, porque, la verdad, se
le hacía un nudo en el corazón cada vez que la miraba, desde que estuvo presa.
Presa durante
varias horas, aunque parezca cuento, la tuvieron en Frías (Santiago del
Estero) el 26 de enero de 1956. El padre la había dejado allí el 25 con familiares de
la madre, aprovechando uno de sus viajes regulares en la línea al Norte del
Belgrano, donde trabajaba como camarero, y había seguido de largo. En Simoca,
provincia de Tucumán, lo detuvieron por una denuncia de distribuir panfletos que nunca
llegó a probarse.
A las ocho de la mañana
siguiente la sacaron a Elena de la casa de sus parientes, la llevaron sola a la
comisaría y la interrogaron durante cuatro horas.
¿Llevaba panfletos
su padre? ¿Era peronista su padre? ¿Era un delincuente su padre?
Se enloqueció don
Carranza cuando supo la noticia.
—A mí, que
me hagan cualquier cosa. Pero a una criatura…
Rugía y sollozaba.
Se les disparó en
Tucumán.
Y seguramente desde
entonces asomó un brillo peligroso en la mirada de este hombre de rostro
firme y despejado, que antes era de ánimo alegre, aficionado a las diversiones
y amigo preferido de todos los chicos del barrio, propios y ajenos.
Cenaron todos
juntos esta noche del 9 de junio en esa casa del barrio obrero de Boulogne. Después
acostaron los chicos y quedaron solos, él y Berta.
Ella le habló de
sus penas, de sus preocupaciones. ¿El ferrocarril no les quitaría la casa,
ahora que él estaba cesante y prófugo? Era una buena casa, de material, con
flores en el jardín, y allí entraban todos, hasta un par de muchachas fabriqueras
que había tomado como pensionistas para ayudarse. ¿Con qué iban a vivir ella y
los chicos si se la quitaban?
Le habló de sus
temores. Siempre ese temor de que lo agarraran una noche cualquiera y lo golpearan
en cualquier comisara hasta dejarlo idiota. Y le repitió el eterno ruego:
—Entregate. Si te
entregás, a lo mejor no te pegan. Y de la cárcel se sale, Nicolás…
Él no quería. Se
refugiaba en afirmaciones duras, secas, definitivas:
—No he robado. No
he matado. No soy un delincuente.
De: Operación
Masacre (Fragmento del Capítulo 1)
Rodolfo Walsh
En: Nuestra
Biblioteca Llevate de Todo
A cuarenta años de la impiadosa dictadura argentina, su cuerpo sigue desaparecido; su conciencia, floreciendo en un ciclo sin fin. |
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