12 de abril de 1947- Barcelona, España Escritora, traductora, editora y activista de género. |
UN POCO DE PASIÓN Y OTROS
CUENTOS DE FÚTBOL
Relajante. Ante todo, ver un
partido de fútbol retransmitido por televisión le resulta relajante. Sumamente
re-la-jan-te. Y, así, silabeándolo en voz baja y con pausada entonación,
pronuncia el término al repetirle a su mujer que, al contrario de lo que ella
parece dar a entender con sus reiterativos ¡tranquilo,
hombre, tranquilo, seguro que ganan el título!, a él, ver un partido de fútbol en
casa, sentado cómodamente en un sillón frente al televisor, le resulta muy,
pero que muy re-la-jan-te. Y si, a veces, da muestras de inquietud, no se debe
al hecho de seguir la marcha del encuentro con excesivo apasionamiento, ni al
cero a cero indicado en el marcador, sino, precisamente, a los insistentes no te pongas nervioso de su mujer, ilógicos a todas luces
tras una convivencia matrimonial de veinte años, período de tiempo más que
suficiente para que cualquier esposa —y así se lo dice a ella— pueda apreciar
el talante sosegado del hombre que tiene al lado.
La pasión no es sentimiento
acorde con su ideal de vida, ni con el temple requerido para afrontar cuantos
impertinentes problemas le plantean quienes le rodean. No es hombre de talante
quebradizo, expuesto al nocivo efecto de los súbitos accesos emocionales que
suelen desestabilizar el carácter de un hombre hecho y derecho. Consciente de
dicha verdad, lamenta no poder inculcársela a su mujer. Lejos quedan los
tiempos en que intentó hacerlo, y lejana su renuncia a seguir intentándolo dado
el poco entusiasmo con que ella se aplicaba a la labor de comprender los altos
razonamientos que estructuraban la manera de pensar y de actuar del que era su
propio cónyuge. Allá ella, se dice; si no quiere o no puede entender, que no
entienda. Pero deja de repetir
sandeces, le grita él, ahora, para evitar volver a oírle decir que no se
ponga nervioso cuando todos sus allegados saben de sobra que nunca, nunca, ha
sido él hombre proclive a perder los estribos ante las adversidades de la vida,
y, menos, ante la posibilidad de que su equipo resulte perdedor en el partido
de fútbol que está presenciando en casa, cómodamente sentado en un sillón,
frente al televisor. Y, además, admitiendo que dicha posibilidad se cumpliera,
¿es sensato calificar de adversidad un resultado negativo?, ¿en qué cabeza cabe
semejante exageración?, se dice —y le diría a su mujer, de no ser consciente de
su comprobada incapacidad para comprenderle—, ¿qué clase de persona hay que ser
para permitir que el buen o mal temple de uno dependa del resultado de un
partido de fútbol? Por supuesto que por nada del mundo se hubiera hoy perdido
el encuentro entre los dos máximos rivales del campeonato de liga, pero —¡ay!,
¿cómo metérselo a ella en la sesera?— no por propio placer, sino para poder,
mañana, compartir la experiencia con sus compañeros de oficina. Y porque le
resulta relajante, muy relajante. Es más, le resulta altamente benéfico desde
el punto de vista anímico. Tanto que incluso olvida la incomodidad que le
produce la presencia de su mujer revoloteando por la estancia y aconsejándole
calma. Y, generoso como es, la invita a sentarse a su lado para que también
ella contemple el soberbio espectáculo. Quizá, se dice llevado por esa dulce
euforia que le invade frente al televisor —y que, por supuesto y según piensa,
no está relacionada con ese magnífico gol que acaba de marcar el interior
izquierda de su equipo—, quizá, se repite, se decida a explicarle, una vez más,
que a él el partido en sí no le importa en absoluto, que tanto le da que gane o
pierda su equipo, y que su empeño en ver el encuentro obedece a un deber de
amistad: ¿qué mejor gesto de solidaridad puede tener con sus compañeros de
oficina, el lunes por la mañana, que el de sumarse a la polémica siempre
originada por el partido del domingo?, ¿qué mejor prueba de afecto hacia los
demás que aceptar, o simular aceptar, como propios sus aficiones, intereses y
necesidades? Bien es cierto que, para conseguirlo, resulta imprescindible una
cualidad poco común consistente en saber ponerse en la piel del otro. Cualidad
que requiere imaginación y, también generosidad. Sí, eso es, imaginación y
generosidad, se repite autocomplacido por sus reflexiones. Imaginación para
adivinar cómo es el prójimo al que uno desea complacer y cuáles son sus deseos
y necesidades; y generosidad porque para ponerse en piel ajena hay que
olvidarse de la propia. Le encantaría poder explicárselo a su mujer; pero ¿qué
va a decirle a una persona que ni siquiera es capaz de ver que él no está
irritable, que nunca está irritable y menos ahora, precisamente ahora que su
equipo acaba de marcar el segundo tanto?, ¿qué puede explicarle a una mujer que
confunde euforia con crispación y no entiende que si se sirve un segundo whisky
no es, como ella dice, porque
piensas que te relajará, cuando sabes, debieras saber por experiencia, que lo
que hace es alterarte más, sino
para festejar ese glorioso segundo tanto de ese estupendo interior izquierda de
su equipo? Cualquiera le habla de imaginación y generosidad, dos de las
cualidades más evidentes del carácter de ese marido que Dios le ha dado y a
quien ella no se ha tomado la molestia de intentar conocer ni comprender. No
quiere romper la promesa que se ha hecho a sí mismo de no violentar la paz
familiar por nada del mundo pese a lo ocurrido con su hija mayor y su amigo,
novio o lo que sea; de lo contrario, podría reprocharle ahora mismo a su mujer
qué cree ella que sucedería en ese remanso de paz que era su hogar si él, en
lugar de ser un hombre tranquilo y reflexivo, fuera una especie de energúmeno
capaz de alterarse por el resultado de un partido de fútbol. Si no se ha
alterado por la noticia, por la visita a comisaría, por la visita a los
abogados, ¿cómo va a perder el control de sus nervios ahora ante el partido de
la máxima rivalidad? Cierto que está en juego el campeonato, o, mejor dicho,
estaba en juego, porque con ese tres a cero a favor de su equipo —¡sí, tres, ya
van tres!—, el título está más que ganado. Pero, aun en el supuesto de que la
suerte se torciera, y sería torcerse mucho, hay que saber perder y resignarse,
y saber apreciar el aspecto positivo de las cosas, por desagradables que a
veces puedan ser. Y son. Desagradables, muy desagradables son a veces. ¿A quién
le gusta tener a una hija en la cárcel de un país extranjero por drogadicción?
¿Quién no se sentiría desesperado al enterarse, por teléfono, como a él le ha
ocurrido hoy, que su hija mayor y su novio o amigo o lo que sea, no estaban
aprendiendo inglés en Londres sino atiborrándose de estupefacientes en un país
asiático? Cualquiera, cualquier garabato de hombre que no tuviera la cabeza
donde hay que tenerla. Sobre todo, si ese mismo garabato de hombre hubiera
recibido aquella misma mañana la puñalada trapera que ha recibido él: una
carta, una inmunda carta, de la no menos inmunda mujer que, hasta ayer, es
decir, hasta hace veinticuatro horas, ha sido su amante, su secretaria, su
colaboradora, su apoyo en el trabajo, en la cama, en todo, en casi todo lo que
conforma la vida de un hombre.
De: http://mientrastantoleo.com
Lo que necesitas es amor
Lánguida, de piel muy blanca, más bien menuda pero bien
proporcionada y grácil, Ma no era activa pero tampoco podía aplicársele el
calificativo de apática, o al menos eso opinaba él al poco de conocerla. No era
la encarnación de la alegría, cierto, pensó cuando decidió pedirle matrimonio,
pero en ocasiones, cuando creía que nadie la observaba, él descubría que su
mirada destellaba brillos de una suerte de malicia cosquilleante e ingenua que
le llenaba de ternura. En su vida cotidiana, no era una mujer entusiasta que
aliviara la, con frecuencia, monotonía de la vida en común. Aunque, a decir
verdad, su vida en común no abarcaba solo a ellos dos, sino también a la madre
y a la hermana mayor de su mujer, ambas increíblemente parecidas a ella pero,
pensó él al conocerlas, con una diferencia inquietante: los rasgos físicos y de
personalidad que compartían las tres mujeres aparecían más exagerados en la
madre y en la hermana mayor y, en su acentuación, se le antojaban sumamente
peligrosos. La languidez de Ma era casi postración en las otras dos; su
elegante lentitud, pura indolencia; su falta de alegría, insatisfacción
constante, y, en su fin, su inactividad, dejadez absoluta. Además, madre y
hermana mayor carecían de aquel interminente brillo que, de vez en cuando, muy
de vez en cuando, chispeaba en la mirada de Ma. Por eso, ante el temor de que
la madre y la hermana mayor pudieran representar el futuro de su mujer, no dudó
él en jugarse el todo por el todo cuando, al año de haberse consumado el
matrimonio ante el altar, la mirada de Ma dejó de brillar durante meses, ella
empezó a vivir casi la mitad del día en la cama, como su madre y su hermana
mayor; su tez, antes pálida, se tornó cadavérica; su figura menuda empezaba a
ser esquelética y...
Nunca
hubiera podido imaginárselo, pero resultó ser cierto: un matrimonio no solo se
consuma ante el altar. Puesto en práctica el remedio, Ma abandonó el lecho de
día a no ser que consiguiera, pergeñando tretas casi infantiles, arrastrarlo a
él consigo; empezó a infundir ritmos musicales a la marcha de la casa,
aplicando distintas canciones olvidadas a cada actividad hogareña, se la oía
reír por los pasillos, se extrañaba de ganar peso sin comer más de lo habitual,
la tenía todo el día encima, haciéndole carantoñas, en fin, había dado en
clavo. Debía reconocerlo. Aunque, en su fuero interno, ahora consideraba a Ma
excesivamente rígida al hacerle cumplir con sus obligaciones maritales de modo,
en su opinión personal, exagerado, y al calificar de egoísmo su tendencia a
disminuir el ejercicio marital. Pero no quería ser egoísta, de modo que a los
insistentes lamentos de Ma referentes al estado de postración de su madre y de
su hermana mayor, pensó que no le quedaba más remedio que cumplir con los
deberes de su función de hombre de la casa: ya eran tres las que se pasaban el
día cantando por los pasillos, tres las que recobraban color y lozanía, tres
las que mantenían la casa radiante de orden, de limpieza y de alegría. Tres.
Fue
él quien empezó a adelgazar, a inquietarse por cualquier nadería, a adquirir un
tono de piel ceniciento, a descubrirse una mirada apagada, muerta, ante el
espejo, a arrastrar los pies al caminar por el pasillo, a desear no levantarse
de la cama y pasarse el día encerrado, a oscuras. El anuncio de la llegada de
la hermana menor le aterró: ¡cuatro, no! Pero su aparición fue como un milagro:
alta, robusta, enérgica, la tez coloreada por el sol... parecía de otra
familia. Respiró aliviado. Pero no fue milagro, sino mero espejismo. Sentado en
un sillón de la sala de estar, a solas, en silencio, no la oyó llegar, y el
pánico se apoderó de él cuando el cuerpazo lleno de vida de la hermana menor se
le vino encima y oyó que, en voz insinuante y queda, le susurraba al oído:
"Pobrecito, estás que das pena, déjate hacer, yo sé que lo que necesitas
es amor".
De: http://elpais.com/diario
El Asesinato Se Produjo A Mediodía
El asesinato se produjo a mediodía, en plena
calle y bajo el sol. De la otra acera empezaron a disparar y caí en redondo,
tratando de imaginar que clase de pájaro saldría de mi pecho cuando se acercara
un compañero para recibir mi último mensaje: que el muchacho que vendía
periódicos en la esquina llegaría a ser rey en Nueva York.
Andando El Tiempo
Se Verán Las Caras
Andando el tiempo
se verán las caras, esos que gritan por las esquinas viva la revolución.
Degeneramos, compañeros. Preguntad al mozo de telégrafos si le gusta la
historia de Rossy Brown.
Rossy partió bajo
la luna, una noche de fiesta en casa de Míster Brown. Un caballero la envolvió
en su capa y a sus sueños la llevó.
Regresó luego,
triste y perdida, y a los pies de la mamá sollozó: Yo no sabía qué me decía
aquella noche, verbena de San Juan, cuando dije estoy cansada y tengo sueño,
mañana ya os veré. Tengo una herida y un hijo muerto. Sólo su capa Jim me dejó.
Era mi dueño, y aunque lo digan, Jim nunca fue salteador.
Lo saben Rossy y la
cocinera que en el ajo estuvo en la ocasión: Jim vuelve siempre. De madrugada
su canción canta a las muchachas de negros ojos y dulce voz:
Un amor tiene
cualquiera
pero Dulce Jim, no.
Y es que el mozo de
telégrafos está enamorado, y no sabe qué hacer para que la hija de la portera
entienda que no es muchacho del montón.
PASABAN DE LAS DOCE
DE LA NOCHE...
Pasaban de las doce
de la noche cuando regresaba
a casa, y juro que
no bebí, pero allí estaban los dos, ju-
gando a cartas a la
vuelta de la esquina. Eran dos som-
bras para siempre
enamoradas: Bécquer y Che Guevara.
AQUEL HOMBRE DE
OJOS ROJOS...
Aquel hombre de ojos
rojos y chaqueta azul venía
de muy lejos.
Balbuceaba canciones por los parques y solía
relatar historias
aparentemente sin sentido. Sin embargo,
parecía poseer un
extraño entendimiento y saber
por qué algunos
adolescentes lloran al despertar, herido
el pecho por el
resplandor de la mañana.
De: http://micuaderno1.blogspot.c
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