La rebelión de los
lectores, la clave de nuestro siglo
Uno de los sitios recurrentes
para los turistas en Europa son sus catedrales góticas. Los espacios góticos,
tan diferente a los románicos siglos anteriores, nos suelen impresionar por la
sutileza de su estética, algo que comparte con la antigua arquitectura del
pasado imperio árabe. Quizás lo que más pasa inadvertido es la razón de los
relieves en sus fachadas. Aunque la Biblia condena la costumbre de representar
figuras humanas, éstas abundan en las piedras, en los muros y en los vitrales.
La razón es, antes que estética, simbólica y narrativa.
Jorge Majfud
Escritor uruguayo y
profesor de literatura latinoamericana en
la Universidad de Georgia, EE.UU.
En una cultura de analfabetos, la
oralidad era el sustento de la comunicación, de la historia y del control
social. Aunque el cristianismo estaba basado en las Escrituras, escritos era lo
que menos abundaba. Al igual que en nuestra cultura actual, el poder social se
construía sobre la cultura escrita, mientras que las clases trabajadoras debían
resignarse a escuchar. Los libros no sólo eran piezas casi originales, escasas,
sino que estaban cuidados con celo por quienes administraban el poder político
y la política de Dios. La escritura y la lectura eran casi un patrimonio de la nobleza;
escuchar y obedecer era función del vulgo. Es decir, la nobleza siempre fue
noble porque el vulgo era muy vulgar. Razón por la cual el vulgo, analfabeto,
asistía cada domingo a escuchar al sacerdote leer e interpretar los textos
sagrados a su antojo —al antojo oficial— y confirmar la verdad de estas
interpretaciones en otro tipo de interpretación visual: los íconos y los
relieves que ilustraban la historia sagrada sobre los muros de piedra.
La cultura oral de la Edad Media
comienza a cambiar en ese momento que llamamos Humanismo y que más comúnmente
se enseña como Renacimiento. La demanda de textos escritos se acelera mucho
antes que Johannes Gutenberg inventara la imprenta en 1450. De hecho, Gutenberg
no inventó la imprenta, sino una técnica de piezas móviles que aceleraba aún
más este proceso de reproducción de textos y masificación de lectores. El
invento fue una respuesta técnica a una necesidad histórica. Este es el siglo
de la emigración de los académicos turcos y griegos a Italia, de los viajes de
los europeos a Medio Oriente sin la ceguera de una nueva cruzada. Quizás,
también es el momento en que la cultura occidental y cristiana gira hacia el
humanismo que sobrevive hoy mientras la cultura islámica, que se había
caracterizado por este mismo humanismo y por la pluralidad del conocimiento no
religioso, hace un giro inverso, reaccionario.
El siglo siguiente, el XVI, será
el siglo de la Reforma protestante. Aunque siglos más tarde se convertiría en
una fuerza conservadora, su nacimiento —como el nacimiento de toda religión—
surge de una rebelión contra la autoridad. En este caso, contra la autoridad
del Vaticano. No es Lutero, sin embargo, el primero en ejercitar esta rebelión
sino los mismos humanistas católicos que estaban disconformes y decepcionados
con las arbitrariedades del poder político de la iglesia. Esta disconformidad
se justificó por la corrupción del Vaticano, pero es más probable que la
diferencia radicase en una nueva forma de percibir un antiguo orden teocrático.
El protestantismo, como lo dice
su palabra, es —fue— una respuesta desobediente a un poder establecido. Una de
sus particularidades fue la radicalización de la cultura escrita sobre la
cultura oral, la independencia del lector en lugar del escucha obediente. No
sólo se cuestionó la perfección de la Vulgata, traducción al latín de los
textos sagrados, sino que se trasladó la autoridad del sermón a la lectura
directa, o casi directa, del texto sagrado que había sido traducido a lenguas
vulgares, a las lenguas del pueblo. El uso de una lengua muerta como el latín
confirmaba el hermetismo elitista de la religión (la filosofía y las ciencias
abandonarían este uso mucho antes). A partir de este momento, la tradición oral
del catolicismo irá perdiendo fuerza y autoridad. Tendrá, sin embargo, varios
renacimientos, especialmente en la España de Franco. El profesor de ética José
Luis Aranguren, por ejemplo, quien hiciera algunas observaciones progresistas
de la historia, no estuvo libre de la fuerte tradición que lo rodeaba. En
Catolicismo y protestantismo como formas de existencia fue explícito: "el
cristianismo no debe ser 'lector' sino 'oyente' de la Palabra, y 'oírla' es
tanto como 'vivirla'" (1952).
Podemos entender que la cultura
de la oralidad y la obediencia tuvieron un revival con la invención de la radio
y de la televisión. Recordemos que la radio fue el instrumento principal de los
nazis en la Alemania de la preguerra. También lo fueron, aunque en menor
medida, el cine y otras técnicas del espectáculo. Casi nadie había leído ese
mediocre librito llamado Mein Kampf (su título original era Contra la Mentira,
la Estupidez y la Cobardía) pero todos participaron de la explosión mediática
que se produjo con la expansión de la radio. Durante todo el siglo XX, el cine
primero y después la televisión fueron los canales omnipresentes de la cultura
norteamericana. Por ellos, no sólo se modeló una estética sino, a través de
ésta, una ética y una ideología, la ideología capitalista.
En gran medida, podemos
considerar el siglo XX como una regresión a la cultura de las catedrales: la
oralidad y el uso de la imagen como medios de narrar la historia, el presente y
el futuro. Los informativos, más que informadores han sido y siguen siendo aún
formadores de opinión, verdaderos púlpitos —en la forma y en el contenido— que
describen e interpretan una realidad difícil de cuestionar. La idea de la
cámara objetiva es casi incontestable, como en la Edad Media nadie o pocos se
oponían a la verdadera existencia de demonios e historias fantásticas
representadas en las piedras de las catedrales.
En una sociedad donde los
gobiernos dependen del respaldo popular, la creación y manipulación de la
opinión pública es más importante y debe ser más sofisticada que en una burda
dictadura. Es por esta razón por la cual los informativos de televisión se han
convertido en un campo de batalla donde sólo una de las partes está armada. Si
las armas principales en esta guerra son los canales de radio y televisión, sus
municiones son los ideoléxicos. Por ejemplo, el ideoléxico radical, que se
encuentra valorado negativamente, siempre se debe aplicar, por asociación y
repetición, al adversario. Lo paradójico, es que se condena el pensamiento
radical —todo pensamiento serio es radical— al tiempo que se promueve una
acción radical contra ese supuesto radicalismo. Es decir, se estigmatiza a los
críticos que van más allá de un pensamiento políticamente correcto cuando éstos
señalan la violencia de una acción radical, como puede serlo una guerra, un
golpe de estado, la militarización de una sociedad, etc. En las pasadas
dictaduras de nuestra América, por ejemplo, la costumbre era perseguir y
asesinar a todo periodista, sacerdote, activista o gremialista identificados
como radicales. Protestar o tirar piedras era propio de radicales; torturar y
asesinar de forma sistemática era el principal recurso de los moderados. Hoy en
día, en todo el mundo, los discursos oficiales hablan de radicales cuando se
refieren a todo aquel que no concuerda con la ideología oficial.
Nada en la historia es casual,
aunque sus causas están más en el futuro que en el pasado. No es casualidad que
hoy estamos entrando a una nueva era de la cultura escrita que es, en gran
medida, el instrumento principal de la desobediencia intelectual de los pueblos.
Dos siglos atrás lectura significaba dictado de cátedra o sermón de púlpito;
hoy es lo contrario: leer significa un esfuerzo de interpretación, y un texto
ya no es sólo una escritura sino cualquier trama simbólica de la realidad que
transmite y oculta valores y significados.
Una de las principales
plataformas físicas de esa nueva actitud es Internet, y su procedimiento
consiste en comenzar a reescribir la historia al margen de los tradicionales
medios de imposición visual. Su caos es sólo aparente. Aunque Internet también
incluye imágenes y sonidos, éstas ya no son productos que se reciben sino
símbolos que se buscan y se producen como en un ejercicio de lectura.
A medida que los poderes
económicos, las corporaciones de todo tipo, pierden el monopolio de la
producción de obras de arte —como el cine— o la producción de ese otro género
de ficción de pupitre, el sermón diario donde se administra el significado de
la realidad, los llamado informativos, los individuos y los pueblos comienzan a
tomar una conciencia más crítica que, naturalmente es una consciencia
desobediente. Quizás en un futuro, incluso, estemos hablando del El fin de los
imperios nacionales y la ineficacia de la fuerza militar. Esta nueva cultura
lleva a una inversión progresiva del control social: del control de arriba
hacia abajo se convierte en el más democrático control de abajo hacia arriba.
Los llamados gobiernos democráticos y las dictaduras de viejo estilo no toleran
esto porque sean democráticos o benevolentes sino porque no les conviene la
censura directa de un proceso que es imparable. Sólo pueden limitarse a
reaccionar y demorar lo más posible, recurriendo al viejo recurso de la
violencia física, el derrumbe de sus imperios sectarios.
17 de febrero de 2007
Jorge Majfud
Escritor uruguayo
http://majfud.50megs.com
majfud@majfud.org
El primer hombre
"Realidad es la
locura que permanece
y locura es esta
realidad
que ya se
desvanece"
El doctor More había vuelto una noche de una
casa de curación clandestina, en Gitanera, con una historia que nunca reveló en
vida. Según él, no había ido allí en busca de mujeres sino de un camellero de
nombre Ibrahim que lo engañaba vendiéndole falsas traducciones del árabe. Una
de estas historias —«El primer hombre»— que el doctor retocó en su sintaxis,
procedía de una columna de las cisternas de Garama. Como había explicado en
otros folios, estas columnas estaban escritas en griego y en latín, en forma de
apretada espiral que cubría todo el fuste como una cinta, de arriba a abajo.
Según esta historia, hubo una
época en que los hombres y las mujeres poblaban el mundo sin saber por qué
nacían y morían, como el resto de las cosas. En realidad, solían ver animales
muertos, árboles incendiados por rayos fulminantes, hermanos abatidos, padres y
madres agonizantes. Pero los ejemplos no eran lo suficientemente abrumadores
como para temer el propio fin de cada uno. Lloraban por sus muertos, pero no
los asustaba desaparecer.
Ocurrió un día que uno de ellos
tuvo una idea extraordinaria, a todas luces inconcebible: él mismo, quien había
visto morir a un hermano, también se iba a morir. Durante muchos días estuvo
triste, sentado sobre una piedra al borde del río. Había comenzado a contemplar
su imagen en el espejo del río (cuando todavía había ríos) y se había perdido
más tarde en la contemplación de los árboles, del cielo que lo cubría, del sol
poniéndose detrás del perfil de las montañas y las estrellas. Con la salida del
nuevo sol no mejoró su situación.
Seguía triste, profundamente
triste y no sabía por qué. Era sencillo; estaba triste porque había descubierto
que la muerte lo esperaba en el cruce de algún camino. Pero para alguien que
había vivido treinta años sin saberlo era un descubrimiento todavía oscuro.
Casi no tenía palabras para explicar esta idea. Es decir, que aún más tiempo
tardó en entender que todo camino conducía al mismo punto. Se dijo que este
lugar era siempre triste, porque aunque era el punto común de todos los caminos
allí siempre iba a llegar solo. Entonces comprendió por qué la gente lloraba
cuando alguien querido partía hacia las estrellas, tan lejos que no podían
volver a verlo nunca más.
Después de varios días de vagar
por la soledad del desierto (cuando el desierto aún no era mortal para un
hombre solo), concibió una nueva e inevitable idea: si le contaba a los demás
por qué se encontraba en ese estado de pena, seguramente dejaría de sufrir. O
su sufrimiento no sería tan pesado. Había descubierto que un hombre no puede
sostener él sólo una revelación tan pesada, que debe compartirla con los demás,
ya que ellos también compartían su mismo destino. Descubrió que, por esta
razón, los demás son, de alguna forma, uno mismo.
Entonces se sonrió, por primera
vez desde aquel terrible día, y subió hasta la aldea. Una columna de humo le
indicó el camino. Debajo de esa columna, supo que otros hombres y otras mujeres
(esas otras formas de sí mismo) asaban un cerdo salvaje. “Un cerdo muerto”,
pensó, por un momento con miedo.
En el camino se encontró con un
joven que jugaba con una pluma de ganso y sintió que no podía esperar a llegar
a la aldea para contar lo que le había ocurrido.
Al principio el joven de la pluma
no comprendió, ya que siempre había pensado que algo ocurre cuando acontece
afuera, como un ave que es derribada con una lanza o como una tormenta que
arroja fuego sobre la montaña. Pero ¿cómo podía ocurrir algo adentro de una
persona que no sea sólo el latido del corazón?
El hombre comprendió que el joven
no había comprendido y se apresuró a llegar a la aldea.
Al día siguiente, el joven de la
pluma, que había pasado la noche en la pradera, llegó a la aldea y supo que el
hombre que le había contado la historia más extraña e inolvidable de su vida
había sido asesinado. Mejor dicho, había sido sacrificado a los nuevos dioses
de la montaña. Supo también que lo habían matado por algo que sabía, por algo
que había descubierto por sí solo en el río, o quién sabe cuándo, según le
dijeron. Entonces el joven sintió tanto miedo que huyó desesperado, consciente
ahora de que poseía algo que los hombres querían o despreciaban. Y mientras
huía, también supo que ese algo no era una piedra, ni era un fantasma ni era un
demonio sino algo que había aprendido, algo que había descubierto y que llevaba
consigo en alguna parte.
Trató de recordar qué era aquello
que tanto aterraba a la aldea y recordó lo que le había ocurrido al primer
hombre. Recordó que el hombre sabía que iba a morir, tal como ocurrió el día
después. El hombre lo había predicho, por lo tanto era verdad.
Sin embargo, algo aún más
terrible o maravilloso había ocurrido: el joven de la pluma también sabía que
el primer hombre iba a morir, sin dudas, mucho antes de que la gente de la
aldea se lo dijera. No tenía por qué dudarlo, porque por entonces no existía la
mentira.
Entonces ya no pudo deshacerse de
esa idea y la idea comenzó a propagarse como una epidemia: no sólo sabía que él
se iba a morir, sino también todos los demás, de una forma o de otra, más tarde
o más temprano. Lo nuevo, lo terrible no había sido tanto la muerte como la
conciencia de llevarla adentro desde aquel día.
El joven siguió huyendo y, cada
vez que se encontraba con alguien en el camino que le preguntaba por qué huía,
contaba esta historia, porque aún no había aprendido a mentir. De forma que la
idea de que todos moriremos algún día prendió tan fuerte en cada uno y contagió
tan fácilmente a los demás, que pronto no hubo sobre la tierra ya nadie que no
lo supiera.
Durante siglos los hombres
buscaron un consuelo a su más profunda angustia, pero todas las respuestas
parecieron pequeñas ante la muerte. Hasta que alguien, no se sabe quién,
descubrió la verdad. Y como vieron que a todos servía como respuesta a los temores
del primer hombre, la defendieron con su sangre y con la sangre de los demás,
primero, y con la mentira después.
Jorge
Majfud, Uruguay © 2008
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